Murió el tío Jorge, que era el tío del que hablan las canciones, el que usaba una boina para imaginar que andaba por ahí del brazo de una rusa treinta años más joven, por las calles del Barrio Latino de París. Hablaban todos de la última vez que lo vieron: bailando en la boda de alguien, con su sonrisa fácil, su altura de gendarme y su ropa que nunca estuvo de moda sin que le importara un comino.
Nos pusimos todos de pie y lo trajeron rodando, pequeño como se ven todos los muertos, y éramos las mismas decenas de personas, las mismas pero más viejas cada vez, tal vez más pequeños cada vez también. Lloraron los sobrinos de sangre, los hijos de otros padres, los amigos y los demás, por él o por quien fuera, que así como en las bodas el premio es comer, se vale llorar en los funerales por tus propios muertos, abrazar, ser abrazado y sentirlo mucho o guardar silencio, que a veces es lo mejor.
Un par de niños tocaron un par de violines, sonó un celular y volvió a sonar mientras el cantor hacía vibrar su voz como si llorara y el rabino sonreía beatíficamente como si la muerte no fuera a llegarle a él o como si él la entendiera mejor que nosotros. Quien quiso hablar habló y resulta que en la muerte todos somos buenos y eso, creo, está bien, que ya sin lentes oscuros ni condolencias flotando podrán, los que quieran, seguir hablando y en cualquier tono, pues cada quien escribiría un epitafio distinto para cada fantasma que lo habita pero las sábanas con que los bajamos a la tierra son siempre blancas.
Anduvimos, los que siendo polvo todavía andamos, por entre las tumbas hasta el hueco designado, y alrededor había lápidas con faltas de ortografía, lápidas con fotos impresas en la piedra y deslavadas, y rehiletes de colores moviéndose con el viento: el regalo que se le hace a los niños muertos. Lo vaciaron con cuidado y algunos se asomaban, los que en la vida suelen dar órdenes, quizá para verificar que fuera todo como debía ser, que quedara el tío donde debía quedar o quizá para ver la tierra a la que volveremos todos algún día si nos entierran en vez de echarnos a volar para que seamos ciudad, nata de río, algo que los que andan puedan respirar para sentirnos vivos también, si es que pulverizados sentimos algo, si es que el alma o el más allá o algo.
Los cementerios no dan miedo porque los habitamos los vivos. Los sembramos y los podamos y de las ramas de los grandes sauces colgaríamos columpios si no fuera porque los niños de los cementerios prefieren los rehiletes para jugar, si es que el alma o el más allá o algo. Las decenas de nosotros, los mismos, apartamos mentalmente una parcela pero allá, mucho más allá, mientras tapaban al tío Jorge que ya era pequeño porque la enfermedad de la memoria le robó poco a poco sus historias y sin ellas se encogió, y luego cuando ya no estemos, cuando los recuerdos suyos queden en la parcela de allá, agusanados en lo que eran nuestros huesos, las siguientes decenas se preguntarán cuántas hectáreas más hay que comprar, cuántas si cada día somos menos, más encogidos y con menos bailes, canciones y violines que enterrar.