Este viernes, el candidato presidencial del PRI-PVEM estuvo en la Universidad Iberoamericana. A estas alturas ya todos conocemos los hechos. Al asistir a presentar sus propuestas, fue recibido con fuertes abucheos y pancartas de rechazo. Durante su intervención los gritos en su contra, tanto dentro como fuera del auditorio, no cesaron.
Lo peor llegó en el momento de la salida: algunos estudiantes no dejaban de llamarlo cobarde y asesino; el grito de “fuera, fuera” retumbaba por todo el recinto. El ambiente fue subiendo de temperatura de tal manera que el candidato, temiendo por su seguridad, tuvo que refugiarse durante más de diez minutos en un cubículo (aunque algunos dicen que fue en un baño).
Ante el reclamo de los priístas –en especial de su presidente, Pedro Joaquín Coldwell, egresado de la propia Ibero—, las autoridades universitarias se limitaron a decir que “los alumnos de la institución externaron libremente sus puntos de vista”. Hay versiones que afirman que la hostilidad creció debido a que buena parte del auditorio fue ocupado por acarreados favorables al candidato y porque su equipo de seguridad confiscó muchas pancartas contrarias al priísta.
Por supuesto, el revuelo en los medios y en las redes sociales fue extraordinario.
Sin embargo, más allá de quién tiene razón y quién no, más allá de las preferencias políticas y partidistas de cada quién, lo sucedido no deja de ser preocupante. Si bien los hechos no pasaron de los gritos y un zapatazo, reflejan un ambiente de gran intransigencia. Lo que vimos tal vez sobrepasó el ámbito del disenso legítimo, para entrar en los terrenos sin retorno de la intolerancia.
Resulta doblemente preocupante por la naturaleza del lugar: una universidad supuestamente es un espacio plural donde prevalece la tolerancia, destinado al análisis y la libre discusión.
En una sociedad donde se impide el intercambio de ideas, la democracia no prospera. La libertad de expresión no es producto de la democracia sino un prerrequisito para su existencia.
Sin duda una buena parte del tejido social de este país es sumamente inmaduro en términos democráticos, cuando no abiertamente autoritario. Según el Latinobarómetro, un tercio de los mexicanos admite que está bien violar la ley cuando hay una “situación difícil”; por su parte, setenta por ciento estarían dispuestos a sacrificar la democracia a cambio de un mayor desarrollo económico.
Una democracia sin demócratas no tarda mucho tiempo en dejar de serlo. El creciente autoritarismo e intolerancia de algunos sectores de la sociedad debería inquietarnos profundamente.
Como dijo Voltaire, “podré no estar de acuerdo contigo, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo.”
Cuando un grupo social cree que puede someter a otro, impidiéndole expresarse y ejercer sus derechos, la democracia se encuentra seriamente amenazada. Cuidado.
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