Compartir nuestras vidas en Snapchat e Instagram puede reducir la probabilidad de que retengamos esos momentos en nuestra memoria. Julia Soares y Benjamin Storm, investigadores de la Universidad de California, Santa Cruz, llevan años estudiando la influencia de la tecnología digital sobre la memoria. Según el estudio que publicaron en marzo del año pasado, cuando tomamos fotos con los teléfonos, nos alejamos del momento para capturar la experiencia y, por tanto, la almacenamos más superficialmente.
Por Eda Yu; traducido por Mario Abad
Ciudad de México, 14 de abril (Vice Media/SinEmbargo).- Cada vez que me pongo a mirar mi cuenta de Instagram por pasar el rato, de alguna manera acabo llegando casi al final, embobada, mirando las primeras fotos que publiqué, en junio de 2016. No sé si fue por la música ⎯por aquel entonces, Rihanna, Chance, Drake y Kanye sacaron álbumes que me cambiaron la vida⎯ o por la libertad que sentí viajando por toda Europa durante aquellos tres meses, pero ese verano es el último que más claramente recuerdo.
En los tres años siguientes, he publicado fotos mucho mejor editadas y de más calidad, pero esas primeras imágenes siempre consiguen que me invadan oleadas de nostalgia. Para mis seguidores, ese verano se resumía en seis filas de tres cuadrados perfectamente recortados, pero cuando observo detenidamente las fotos, me doy cuenta de que los momentos que recuerdo con más cariño son las noches de fiesta y las playas secretas que no se me ocurrió retratar para las redes sociales porque estaba demasiado ocupada viviendo la experiencia.
Aquel verano resultó ser un momento crucial para las redes sociales. Con los escándalos de la desinformación sobre Rusia y los fallos de protección de datos privados todavía recientes, Facebook se alzaba como la plataforma dominante para mantenerse informado durante los meses previos a las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 2016. Las espásticas actualizaciones de Twitter cada minuto iban en perfecta consonancia con el ritmo frenético con el que se sucedían las noticias, al tiempo que la libertad de expresión y su significado en la política contemporánea eran objeto de debate. Y al parecer, Snapchat, la estrella ascendente de las redes sociales, había rechazado una oferta de 30 000 millones de dólares de Google antes de salir a bolsa en 2017.
En verano de 2016, al parecer no teníamos tantas razones para no acoger a las redes sociales en nuestras vidas con los brazos abiertos. Sin embargo, las consecuencias que esa acogida tendría para nuestros recuerdos serían mayores de lo que podíamos prever.
La generación de un recuerdo empieza con la percepción: el cerebro registra las sensaciones visuales, auditivas, olfativas y táctiles y las envía al hipocampo, que determinará si almacenarlas como recuerdos a largo plazo. Factores como la familiaridad, la repetición y la excitación emocional contribuyen a determinar qué experiencias son las que cruzan la barrera del recuerdo a corto plazo para almacenarse en el de largo plazo. Tal como señala el neurocientífico James L. McGaugh en su ensayo “Making Lasting Memories: Remembering the Significant”, el aumento de la excitación emocional durante una experiencia estimula la amígdala (la parte del cerebro que regula las emociones, el instinto de supervivencia y la memoria), haciendo que libere hormonas del estrés ⎯sustancias químicas segregadas en respuesta a acontecimientos estresantes o excitantes⎯ y aumentando la posibilidad de que esas experiencias queden registradas en la memoria a largo plazo.
El estudio de McGaugh, publicado en 2013, parece cobrar mucha más importancia ahora: el flujo inextricable de tecnología digital en nuestras vidas ha provocado que sea más complicado que nunca estar conectados emocionalmente con nuestras experiencias. Viendo hacia atrás, el verano de 2016 fue un momento crucial en que a muchas tecnológicas se les presentó la oportunidad de aumentar la influencia de las redes sociales en nuestras vidas diarias. Aquellas plataformas que no fueron tan previsoras, como Vine y Tumblr, quedarían relegadas a un segundo plano en un mercado tecnológico sobresaturado. Prueba de ello fue Instagram, la plataforma para compartir fotografías que Facebook adquirió en 2012.
Si bien Snapchat tuvo cierto éxito inicialmente gracias a sus mensajes que se borraban automáticamente, su formato de “Stories” ⎯que permitía a los usuarios enviar fotos explícitas que duraban solo 24 horas en sus perfiles y luego desaparecían⎯ supuso toda una revolución cuando se publicó en 2013. Tres años después, Instagram básicamente robó esa función para implementarla en su plataforma. Pese al escepticismo inicial, Instagram Stories pronto cobró fuerza y la plataforma vio cómo su base de usuarios pasaba de los 500 millones a los 700 millones de usuarios mensuales en abril, duplicando en solo ocho meses su tasa de crecimiento.
El formato Stories suponía una ruptura con las imágenes estáticas y ultraestudiadas clásicas de Instagram, gracias a esas secuencias narrativas de 24 horas de vida, ventanas “en tiempo real” al día a día de los usuarios que aportaban un tono más desenfadado a la aplicación. Marcas y consumidores se beneficiaban de esta función y todavía hoy la siguen usando. El inconveniente que tiene es evidente: se ha generado una presión por publicar contenido más a menudo y en los momentos más emocionantes, lo que obliga a interrumpir la experiencia para grabar la Story y ponerla a disposición de los seguidores.
La primera vez que me di cuenta de que hacía eso fue la Nochevieja de 2016. Estaba con amigos en una fiesta que habían montado en una nave industrial de Los Ángeles y empezó la cuenta atrás. Todos disfrutábamos de la compañía mutua y estábamos felices de haber encontrado un lugar al que ir antes de la medianoche. Cuando estaba a punto de sacar el celular para grabar la cuenta atrás en Snapchat, en el último momento cambié de idea y pasé de él; no quería perderme ese momento. Pero cuando me di la vuelta, vi que mi novio ya había sacado el suyo y estaba gritando “¡Tres, dos, uno!” a la pantalla. Me besó mientras todo el mundo lo celebraba a nuestro alrededor, pero recuerdo sentirme extrañamente desconectada de ese momento. Sobre todo, me asaltó la duda de si él lo habría disfrutado tanto como yo.
Julia Soares y Benjamin Storm, investigadores de la Universidad de California, Santa Cruz, llevan años estudiando la influencia de la tecnología digital sobre la memoria. Según el estudio que publicaron en marzo del año pasado, cuando tomamos fotos con los teléfonos, nos alejamos del momento para capturar la experiencia y, por tanto, la almacenamos más superficialmente.
Su revelador estudio, “Forget in a Flash: A Further Investigation of the Photo-Taking Impairment Effect”, comparaba la memoria de los participantes en tres escenarios: después de la mera observación, documentando a través de la app Camera y documentándolo en una situación en la que las fotos no fueran a guardarse, como en Snapchat. Investigaciones anteriores ya habían establecido que una fuente de almacenamiento de recuerdos fiable, como una cámara, empeora la capacidad de memorización de las personas. Los investigadores definieron este fenómeno como “descarga cognitiva”. Soares y su equipo llevaron esos hallazgos un paso más allá estudiando si la descarga cognitiva era la única causa de la pérdida de memoria cuando se tomaban fotos. Sorprendentemente, resultó no serlo.
“Nuestro estudio demostró que el fenómeno de la descarga cognitiva no parece depender de si la foto se guarda o no, de que alguien pueda decirle a la cámara, ‘Guárdame esta información, que la usaré más tarde’”, me explicó Soares por teléfono. “Si fuera así, el efecto desaparecería cuando supieran que la cámara no es fiable”.
Por otro lado, Soares postuló una nueva hipótesis, la de la “desconexión de la atención”, según la cual el uso de una cámara o de un celular con cámara abstrae al sujeto del presente hasta el punto de que deteriora la formación del recuerdo incluso después de haber dejado a un lado la cámara. Curiosamente, al usar Snapchat, los participantes mostraron un mayor deterioro memorístico que simplemente tomando fotos, presumiblemente debido a que la interfaz de la aplicación tenía más distracciones, como filtros, efectos o adiciones de texto.
Teniendo en cuenta estos nuevos hallazgos y los anteriores respecto a la relación entre la excitación emocional y la memoria, de repente se hace evidente cómo el hecho de añadir Stories a una plataforma como Instagram puede influir profundamente en la capacidad de toda una generación de vivir el presente y, por tanto, en la formación de recuerdos. (Cuando contacté con Instagram y Snapchat para que hicieran comentarios sobre este estudio, Snapchat no quiso hacer declaraciones y se ofreció a enumerar los principales valores de sus productos por medio de un representante. Mencionaron que muchas de las funciones de la aplicación ⎯como el hecho de que no tenga likes ni comentarios públicos, por ejemplo⎯ estaban diseñadas para ayudar al usuario a sentirse más cómodo a la hora de expresarse y vivir el momento. En el momento de la publicación de este artículo, Instagram todavía no había contestado a nuestra petición).
“Te alejas del momento presente y eso es lo que provoca la desconexión. Literalmente, estás poniendo una pantalla entre ti misma y el acontecimiento que quieres registrar. Y parece que hace falta un poco de tiempo recuperarse de ese desapego de atención y decir, ‘Ok, tengo que vivir el presente’”, aclaró Soares.
Aunque cada vez existe más consciencia sobre la importancia de “vivir el presente”, la tarea de conseguir mantenernos verdaderamente desconectados de las redes sociales parece ser más difícil con cada año que pasa. El universo digital se mueve a la velocidad del rayo y no da tregua, como tampoco la da la presión por estar al día. Y si bien somos conscientes del problema a nivel de usuarios voluntarios, este se magnifica cuando nos invade la sensación de que debemos publicar contenidos contra nuestra voluntad.
Muchas veces me sorprendo actualizando constantemente Twitter para estar al día de lo último o haciendo saber a la gente que estoy viva en Instagram Stories si llevo un tiempo sin publicar nada. La presión de tener que producir contenido constantemente para los demás a menudo supone una devaluación del tiempo que tengo para mí, ya que estoy tan distraída que no puedo disfrutar plenamente cada instante.
La editora de redes sociales de la revista Paper, Peyton Dix, opina lo mismo. Cuando sale del trabajo, intenta desconectar, aunque no siempre es fácil dada la naturaleza de las redes sociales. “Tengo que poner el teléfono en modo avión y distraerme con un libro para evitar mirarlo”, me dijo. “Pero bueno, si te digo la verdad, como editora de redes sociales, es imposible. Si pasa algo, tú estás al frente de esa publicación, así que nos aseguramos de reaccionar de inmediato a cualquier tipo de crítica en potencia”.
A Dix le encanta su trabajo, pero es consciente de los posibles efectos negativos de las redes sociales sobre la psique y el autoestima. En su primera Semana de la Moda de Nueva York, Dix tuvo grandes dificultades para conciliar sus obligaciones personales ⎯como la de cuidar de su compañera de piso tras un accidente⎯ y las profesionales de tuitear en vivo un desfile u organizar un takeover.
“Recuerdo estar en el hospital, esperando a mi compañera de piso, llorando, con el ordenador y al teléfono, y pensar: Ahora mismo me quiero morir. Todo esto me supera”, me explicó Dix. “Aprendí de la experiencia. Me involucré mucho emocionalmente y me sentía exhausta. Eso no volverá a ocurrir”.
La interrupción de esos momentos es, por tanto, el elemento crucial del deterioro de la memoria que acompaña al uso de las redes sociales. Pero la intención con la que interrumpimos ciertos momentos puede marcar la diferencia respecto a si un recuerdo se almacena o no en la memoria.
Investigaciones anteriores han demostrado que la volición ⎯la capacidad de usar nuestra voluntad, como en el caso de tomar una foto intencionalmente para el recuerdo⎯ puede contribuir a la retención de recuerdos. Aunque la investigación está en fase preliminar, Soares aventuró que “hay razones para creer que cuanta más intención tenga alguien en tomar una foto, menos probable será que sufra ese deterioro de la memoria. Por tanto, cuando una persona toma fotos porque tiene que publicarlas en Facebook, según los estudios, esa persona recordará los acontecimientos de forma menos positiva que si hubiera hecho las fotos voluntariamente”.
El fotógrafo profesional Aaron Ricketts se enorgullece de su capacidad de priorizar la intencionalidad en su obra. Su objetivo es capturar el movimiento dinámico y momentos llamativos, como demuestra su popular foto de la propuesta matrimonial de Offset a Cardi B en octubre de 2017. Ricketts señala que, en el momento de capturar un acontecimiento, es muy consciente de la situación y de los pequeños detalles y que muchas veces entra en un estado emocional intensificado que le permite recordar esos momentos más fácilmente.
“Cuando tomo fotografías, no las tomo solo porque sí. Normalmente hay una planificación detrás, ciertos aspectos que deben darse antes de tomarlas”, me explicó Ricketts. “Yo solo puedo hablar de mi propia experiencia, pero creo que el fotógrafo tiene que estar muy presente. Eso influye mucho en cómo recordamos las situaciones, con o sin fotografías”.
Ser selectivo y consciente de su obra ha sido de gran utilidad para Rickett a la hora de gestionar sus redes sociales. Aunque se gana la vida documentando experiencias, el artista asegura que no siente la necesidad de estar siempre al día con las redes sociales y que ha encontrado un equilibrio entre mostrar al mundo qué tiene entre manos y reservarse algunos de esos momentos para su disfrute personal.
Quizá Ricketts ya encontró el secreto del éxito en esta era de lo digital: por importante y necesario que sea, el acto de fotografiar debería abordarse con moderación e intencionalidad. La próxima vez que vayamos a agarrar de nuestros teléfonos para capturar una situación en Snapchat, deberíamos recordar que el hecho de documentar algo digitalmente puede influir negativamente en nuestra forma de recordar los momentos más mágicos que vivimos. Es cierto que casi nunca podemos evitar por completo las redes sociales, pero sí podemos escoger con sensatez aquellos momentos que no queremos documentar porque, a veces, puede valer más la pena simplemente existir, vivir el presente y explicar la historia después.