Vice fue a Mineral de Pozos, en Guanajuato, a perseguir hormigas y robarles —con mucho respeto— sus gloriosos huevecillos.
Ciudad de México, 14 de abril (SinEmbargo/ViceMedia).– A Rosa Orozco Arredondo le contaron que los escamoles elevan el deseo sexual de quien los consume. Ríe cada vez que relata a alguien más esa creencia que ha convertido al llamado caviar mexicano en un alimento simbólico. Sin embargo, sabe que toda broma siempre guarda algo de verdad. Para que nada la sorprenda mejor toma sus precauciones. “Por eso no se los doy a mi marido, quién sabe cómo me vaya” me dice entre risas.
Rosa, una cocinera de unos 50 años, está con otras dos mujeres en la cocina de “Los Escamoles”, el restaurante que dirige en el pueblo mágico de Mineral de Pozos, en Guanajuato. Están cocinando las larvas de la hormiga liometopum apiculatum, un alimento prehispánico consumido principalmente en la región centro de México, en los estados de Hidalgo, México, San Luis Potosí, Tlaxcala, en la Ciudad de México y, por supuesto, en Guanajuato.
El espacio no tiene planchas ni parrillas como las cocinas profesionales. Las dos estufas en las que preparan alimentos no son de acero inoxidable. Las ollas, sartenes, cucharas y demás utensilios tampoco tienen el color plateado de ese material. Al contrario, hay ollas de peltre, cacerolas negras de aluminio con revestimiento antiadherente y tapas de vidrio templado. Cucharas de madera con la punta quemada por un descuido, platos de barro. Parece más la cocina de una casa cualquiera donde cocineras comunes, que no heredaron de sus ancestros la práctica de la recolección de huevos de insectos y de bichos comestibles, preparan un platillo excelso de la gastronomía mexicana. Tal vez por eso sus escamoles tienen ese sabor que recuerda a las comidas caseras.
“Esto es muy común de otro lugar”, me cuenta Rosa siempre sonriente, “pero vinieron aquí y nos dijeron: ‘Su clima es desértico, si siembran es muy poco lo que van a recoger, si ponen árboles frutales viene la helada y no les deja nada. Por qué no aprovechan el espacio que tienen para el escamol. Es bien vendido, es rico en proteínas y da mucha chamba en el tiempo de la cosecha’. Y nos trajeron escamoles”.
Antes del restaurante, Rosa se dedicaba a apoyar a los guías de turistas de Mineral de Pozos, cuidaba la entrada de las minas adaptadas para los visitantes, si de repente la gente quería una fogata ella llevaba el café y las quesadillas. Pero no siempre este lugar tuvo atractivo turístico. Hace más de 30 años, cuando Rosa, procedente de Morelia llegó a la población, después de contraer matrimonio con Raúl Ruiz, quien sí es originario de Pozos, el lugar prácticamente era un pueblo fantasma. Sólo había una tienda, si quería conseguir carne tenía que ir a San Luis de la Paz, a unos 10 kilómetros. Y si no había dinero mataban uno de los pollos que criaban o cazaba un conejo en el monte. Las tortillas salían del maíz que sembraban. Los frijoles también.
“Para mí fue muy difícil porque yo venía de una ciudad”, me cuenta Rosa un tanto nostálgica. “Me costó muchísimo. Por eso le digo (a mi marido) nomás imagínate cuánto te he de haber querido, y te sigo queriendo todavía ya después de tantos años, para haberme venido de Morelia, capital, a un pueblo donde no había agua, donde no había electricidad. Hacía aire y se iba la luz; donde no había carnicería, donde no había supermercado, no había nada. Por eso yo me acostumbré a comer de todo, porque tenías que ir a cazarlo para comerlo”.
Mineral de Pozos destacó desde su fundación en el siglo XVI por su riqueza minera. La bonanza tuvo lugar a finales del siglo XIX durante el Porfiriato, pues la minería fue una de las actividades a las que el gobierno dio mayor impulso y permitió la inversión tanto nacional como extranjera. Fue tan importante este poblado que 1897 fue elevado a la categoría de ciudad y se le nombró Ciudad Porfirio Díaz. Sin embargo, con la Revolución las minas fueron abandonadas y la crisis se agudizó con la Guerra Cristera, y la minería terminó cuando una explosión provocó la inundación de todos los yacimientos. Hoy cuando uno entra a una mina es posible mirar las excavaciones ahora convertidas en pozos de agua.
Poco a poco la gente abandonó el sitio y de los 80 mil habitantes que alguna vez caminaron por estas calles empedradas, quedaban sólo 200 a la mitad del siglo XX. La migración hacia Estados Unidos se convirtió también en una constante. Pero su fisonomía de pueblo fantasma comenzó a atraer a visitantes, sobre todo extranjeros. En 2012, con apenas tres mil habitantes, Mineral de Pozos fue nombrado Pueblo Mágico.
Hace unos cuatro años, en uno de los cursos que ofrece el gobierno para los ejidatarios sobre reforestación y desarrollo de proyectos productivos, algunos compañeros les hicieron ver a las 35 mujeres del ejido de Pozos que el clima caluroso —presente durante el día en esta región semiárida— favorece la reproducción de la hormiga Liometopum apiculatum y por tanto es posible encontrar escamoles. Entonces se los mostraron, les enseñaron a recolectarlos y les hicieron una degustación para que los probaran y aprendieran a prepararlos.
Por muchos años Rosa y sus compañeras observaron que en los meses de febrero, marzo y abril, la temporada seca del año, mucha gente llegaba a los terrenos del ejido, donde abundan nopales y magueyes silvestres. Andaban con botes o con hieleras pequeñas. Las mujeres no sabían qué hacía esa gente. Imaginaban que iban a raspar el maguey para extraer aguamiel y hacer pulque o a recolectar chinicuiles, los famosos gusanos de maguey. Éste es el tercer año que estas mujeres cosechan la hueva de la hormiga.
“Estaba sobreexplotado. Venían y lo sacaban pero no tenían la precaución de decir, le voy a acomodar el nido”, me narra la cocinera mientras supervisa los escamoles que están cocinado sus compañeras. “Ellos venían y se llevaban los que encontraban y regresaban al siguiente año. No nos habíamos percatado que teníamos ese tesoro. Y ahorita que lo sabemos no permitimos que cualquier gente venga a recoger. Lo hacemos nosotros”.
“¿Hay saqueo?”, le pregunto.
Y ella me responde: “Sí, la gente tiene la necesidad de llevar a su casas algo. Y muchos, como no tienen tierras, vienen aquí. Hay otros que, muy educados, si te piden permiso. El año pasado vino un señor: ‘Oiga, venimos a hablar con ustedes, las mujeres o con quién hablamos porque nosotros cosechamos escamol’. Y le dijo un muchacho: ‘Muchas gracias señor, nosotros también’. Volvió a insistir el hombre ‘¿Si nos dan permiso?’. Pos no”.
La mujer no deja de dirigir a sus dos compañeras. Están preparando los huevos de hormiga a la mantequilla. Primero ponen en el sartén un trozo de mantequilla, luego cebolla y ajo picados, después pimiento. Lo dejan sofreír un poco e incorporan los escamoles, un puñito, unos 100 gramos para una orden. Por último, ya que apagaron el fuego agregan unas hojas de epazote.
“Para recogerlos es algo muy bonito”, la voz de la cocinera se torna delicada. Mira hacia la ventana y revive las mañanas de recolección. “Se levanta uno temprano, aquí los amaneceres son muy hermosos, y empiezas antes de que salga el sol. Hay que ir a buscar el caminito de las hormigas. No salen cuando ya está el sol. Brotan o muy temprano en la mañana o muy tarde, entre seis y ocho de la noche, cuando ya bajó el calor. A las seis de la mañana es buena hora para salir. El tiempo de la colecta es la tercera semana de febrero, todo marzo y dos semanas de abril, antes que se forme la hormiguita. Que sea el puro huevito. Porque después hay más hormiga y menos huevecillo”.
Las 35 mujeres, sus maridos y algunos de sus hijos caminan, con cubetas y una varilla o un alambre que alguna vez hizo de gancho para colgar la ropa, un tramo de las 700 hectáreas que compone el ejido de Pozos, en busca de hileras de hormigas que los conduzcan a sus nidos, debajo de las pencas de nopaleras y magueyes, en las partes que se miran más secas. No hay un lugar específico para encontrar el hormiguero. Cuando llegan al lugar hunden la varilla o el gancho. Los recolectores buscan un olor peculiar que les indica que ahí están los huevos.
Le pregunto a qué huele el hormiguero. “Es que es un olor muy especial. No sé cómo describirlo. Mejor ven”, Rosa me saca de la cocina. Buscamos una nopalera para cazar una hormiga y encontrar su olor.
“Ahorita a ver si cachamos [encontramos] una hormiguita por aquí. Yo no le encuentro sabor. Posiblemente como a una hierba, pero tiene un olor particular. Nosotros les llamamos hormigas pedorras”. Por un momento la mujer baja la voz y se le sube el color a su rostro apiñonado. Ríe pícara y apenada a la vez. “¿De dónde son los huevos?, me preguntan, pues de las hormigas pedorras. Son unas hormigas pequeñas”.
Quiso la suerte que encontráramos a una hormiga, tal vez una exploradora o una extraviada a las 10 de la mañana, una hora poco decente para que este bicho se pasee fuera del hormiguero. El calor la puede matar. El pequeño insecto de vientre abultado despide un olor que viaja entre lo fresco de una penca de maguey recién cortada y un ácido que penetra profundo en la nariz. El aroma es sutil; hay que acercar el rostro al bicho para percibirlo. Si lo multiplicamos por los miles de individuos que forman un hormiguero fácilmente invade el ambiente.
“Le picas a la penca y como tiene un olor ácido, muy peculiar, cuando metes la varilla al hormiguero o donde haya mucha afluencia de hormiga, hueles y piensas ‘mmm aquí hay’ y empiezas a escarbar”, me platica Rosa mientras deposita al insecto en la penca de donde lo tomó. Después volvemos a la cocina del restaurante.
Para extraer los escamoles, las manos de los hombres quitan las partes secas y escarban hasta llegar al nido. Debe ser así porque si utilizan una pala u otro instrumento podría destruir la malla que contiene los huevos, hecha de tierra, restos de hierba y, dicen los recolectores, baba de la propia hormiga. Rosa me enseña un fragmento del nido. Me recuerda a la estructura de un arrecife marino.
“Encuentras una casita como esta”, me dice la mujer mientras lo sostiene en los dedos. “Éste es el nido, aquí adentro están los huevos. Es como una especie panal. Es como del tamaño de una olla de barro. Mucha gente cree que es madera pero no. Es como cuando una golondrina hace un nido, que va juntando el lodo y todo eso”. La mujer deshace un trozo. “Ves, es tierra. Lo tengo aquí porque mucha gente me pregunta ¿Y cómo es? Pues es así. Es como una bolita, pero cuando uno mete la varilla lo rompe”.Conseguir los escamoles no es fácil. Las hormigas oponen resistencia. Ningún animal quiere que otro se coma a sus crías. La sobrevivencia de la especie depende de eso. Así que atacan a la mano intrusa. Suben por montones al brazo y lo muerden al tiempo que liberan del abdomen ácido fórmico, que al ser absorbido por la piel produce dolor, enrojecimiento y quemaduras. Así que las mujeres pasan una vera o un manojo de hierba seca por las extremidades de los hombre para que los bichos caigan. Pero no es así. Las hormigas se prensan con sus tenazas a la piel o ropa con tal fuerza que cuando pasa la vara o la hierba arranca la mitad de su cuerpo.Cuando terminan de sacar el huevecillo, los recolectores tapan el agujero con nopal seco y hierba. Acomodan las fibras para que con ellas las hormigas vuelvan a formar el nido y no se vayan. Los recolectores saben que deben hacer este trabajo con mucho respeto. Si lo hacen bien es seguro que para el siguiente año ya no tengan que perseguir hormigas, porque ya tendrán identificado el nido.“Más o menos un hormiguero llega a tener 900 gramos, más de un kilo o un kilo 100 gramos”. Me dice Rosa mientras camina hacia un congelador horizontal tan grande como los refrigeradores de las neverías. “Pero de ahí únicamente sacamos 700 gramos porque si no se me acaba el hormiguero y pal’ año que viene qué cosecho. Es que esto es sustentable”.
Después de sacar los huevos, Rosa y las demás mujeres comienzan el trabajo fino, como le llaman. Colocan los escamoles en una criba. Ahí los limpian, los escogen, les quitan la hojarasca, la tierra se cuela.
“El color del huevo es este”. Saca una bolsa. Es un paquete con los huevecillos congelados. Los escamoles parecen pequeñas grajeas de color amarillo pálido. Fragmentos de escarcha los rodean. “Después del arenero los ponemos en varias tinas de agua, luego los pasamos a una coladera, toda la tierra se va con las basuritas. Los ponemos en agua de garrafón para que queden súper limpios. El chiste de la limpiada y de todo es que no se despedacen, o sea que no queden ponchados sino enteros, así, gorditos. Estos son de primera. Tenemos la hielera llena”.
La cocinera extrae unos cuantos escamoles y los pone en un plato. Recojo algunos y los deposito en la palma de mi mano. Es increíble que esos pequeño huevos se ubiquen entre las tres primeras especies mexicanas de insectos más nutritivas.
La Universidad de San Luis Potosí dice que su contenido de aminoácidos esenciales —es decir proteínas, sales minerales y vitaminas— es más alto que el del pescado, el pollo, el huevo o la carne de res, y supera el nivel de requerimientos establecidos por la FAO.
Entonces, me surge una duda ‘¿Los ha comido así, crudos?’.
Rosa me ve sorprendida y responde que no. En los cuatro años que lleva recolectando el escamol, no se le había ocurrido probarlos sin cocinar. “Me da la idea que saben como a lechita porque sueltan líquido”.
La mujer toma uno de los huevecillos y se lo lleva a la boca. Yo hago lo mismo. Rosa mastica y su rostro adquiere seriedad, busca algún sabor para relacionar el que ahora ronda por su paladar. Por fin da su veredicto: “Me sabe como cuando uno prueba un granito de elote sin cocer, como si comiéramos un huevo crudo, sin el olor que tiene. Éste no tiene olor a nada”.
“Sí” —la secundo—, “como a maíz, como a hierba”.
Rosa me repite: “Nunca se me había ocurrido probarlos en crudos”. Y de pronto le salta una idea a la cabeza: “Qué tal si anda uno en plena cosecha. Total me hecho un puño, pura proteína, para seguirle. No creo que pase nada”.
Pero el sabor de los escamoles cambia al pasar por el fuego.
Rosa sirve un plato con los escamoles guisados. El rojo y amarillo del pimiento les da buena vista. A un lado pone una porción de guacamole y una mitad de un limón. En una canastita deposita una cuantas tortillas de maíz azul.
“Huele rico”, digo al percibir el vapor oloroso de los huevos recién salidos de la sartén. Me llevo una cucharada a la boca. Sabe a elote, a huevo revuelto, a hierba. La consistencia es parecida a los granos de maíz cuando se están despellejando. También son un tanto mantequillosos. Se me antojan con mezcal. Luego de la primer cucharada hago un taco para mezclarlos con el guacamole.
“Es muy importante comérselos bien calientitos”, me aclara Rosa, “ya ves que la mantequilla medio cuaja. Nosotros siempre lo hemos hecho así, a la mantequilla. Los he probado de muchas formas y es la manera que más me gusta y a la gente también”.
Sin embargo, hay excepciones. Alguna vez una chica pidió que se los guisara a la mexicana porque le gustaba mucho el picante; otros los han querido a la juliana. Para esta receta Rosa agrega un chile cascabel partido en rebanadas y lo deja cocer con los escamoles hasta que tome un tono coloradito. Hay quien los ha pedido en mole, pero hay que poner muchos escamoles para que se noten y eso eleva el costo del platillo. Una vez los hicieron en aguachile para unos muchachos de una universidad. Las cocineras los prepararon con mucho limón, pepino, cebollita y chile, todo bien picado. Esta versión sí le gustó a la mujer, pero insiste, para ella la mejor forma de comerlos es a la mantequilla.
“Nosotros habíamos escuchado del caviar mexicano, y uno dice: caviar mexicano, pues carísimo. Y es caro”. Por un momento dejo de masticar. No había considerado el costo del platillo. Pero es un susto momentáneo porque el sabor bien vale el precio. “Por ejemplo, en la Ciudad de México 100 gramos te cuestan $300 o $400 pesos; y nosotros acá lo tenemos en $150 pesos. Está barato porque no somos revendedores”.
Rosa se dirige de nuevo a la hielera. Me llama para que vea la cantidad de bolsas que acumularon de la cosecha del año anterior. Mira a los huevecillos con ternura. Aunque ella no proviene de la tradición indígena de la colecta de escamoles, entiende muy bien lo que significan para un pueblo. Son alimento, son una forma de desarrollo, son cultura. A ella le han dado una forma de ganarse la vida. Por eso al cerrar la puerta de la nevera deja salir una frase que resume su relación con este alimento ancestral: “Qué hermosos están mis niños”.