Por Marco Antonio López Romero, especial para SinEmbargo
Ciudad de México, 14 de febrero (SinEmbargo/ RNW).- Carlos Manuel Sánchez Colunga es un fotógrafo de El Diario de Ciudad Juárez. El 16 de septiembre de 2010, cuando tenía 18 años, iba de copiloto en un Nissan Platina que manejaba Luis Carlos Santiago, otro fotógrafo practicante del periódico, tres años mayor que él. Eran poco más de las 2:00 de la tarde y buscaban un lugar donde estacionar y bajarse a tomar fotografías para practicar lo que habían aprendido en un curso de iluminación al que habían asistido esa mañana.
Vieron que un auto liberaba un sitio y Luis Carlos encendió la direccional para estacionarse ahí, pero otro conductor apresurado les ganó de mano. Casi al instante, por el lado del conductor se detuvo otro auto, justo a la altura de su ventana. Carlos Sánchez cuenta que escuchó las explosiones de un arma y se agachó. Cuenta cómo le gritó a Luis Carlos que arrancara. Cómo se asomó y vio el arma, la mano jalando el gatillo. Cómo apretó el cuerpo que sintió caliente y dejó salir el grito: “¡Dale, dale, dale!”.
El carro había quedado con la palanca en reversa y Carlos Sánchez no sabe si fue que su colega lo escuchó o si fue un simple reflejo de su cuerpo ante el impacto de las balas, pero Luis Carlos pisó el acelerador y el carro retrocedió veloz hasta impactar con otros dos estacionados detrás. Carlos cuenta también que en ese momento sólo pensaba por qué, por qué a él. No entendía, no lo entendió entonces y no lo entiende todavía. No quiso voltear a ver a Luis Carlos, salió por la ventana porque quedó atorado con los autos que chocaron. Corrió mientras oía más explosiones. Supo que Luis Carlos estaba muerto porque no se bajó, porque no corrió.
Mientras huía hacia una entrada del centro comercial sintió que le faltaba el aire, pero no se detuvo. Abrió las puertas esperando encontrar a alguien para pedir ayuda, pero no había nadie. El lugar se veía sólo, aunque no lo estaba. Los que estaban cerca corrieron a esconderse. Caminó por un pasillo y dio con una mujer mayor, paralizada. “Una ambulancia, ayúdeme”, le dijo, pero fue inútil, la mujer no se movió.
Siguió caminando, mareado, hasta una comercio de estética. Ahí lo encontraron dos guardias que lo tomaron uno por cada brazo y en ese momento sintió que su cuerpo se desplomó. No perdió la conciencia, se dejó arrastrar hasta una banca en la que más tarde lo encontrarían sus compañeros que oyeron los balazos, porque el periódico está a una cuadra.
Ahí lo hallaron los paramédicos. Ahí supo que una bala le había entrado por un costado, que otra le atravesó el hombro y que una más, le rozó la cabeza. Pero no sabía por qué.
Si le preguntas por la línea de investigación del ataque, Carlos será sincero: “No lo sé”, responde, ya cansado de pensar en el por qué. El expediente, una carpeta de investigación por homicidio calificado con el número 23277/10, descansa en algún cajón, olvidado. Adentro, la pruebas lucen por su ausencia, con apenas un puñado de pruebas periciales (necropsia, radizonato de sodio, alcoholemia…), entrevistas a guardias, a testigos, que conducen a la única hipótesis sobre los asesinos, la que indica que viajaban en un carro gris, único dato que, además, es inseguro.
“La verdad es que no hay mucho avance en ese caso, no sé ni quién tiene la carpeta de investigación”, reconoció el Fiscal general Jorge González Nicolás en una entrevista a El Diario, a principios de septiembre del 2014.
El 17 de septiembre de 2010, sobre el techo de un auto abandonado dejaron la cabeza de un hombre, y adentro, sobre el tablero, la edición de El Diario de Chihuahua, que no se vende en esta ciudad, con la nota de portada que daba cuenta del asesinato de Luis Carlos.
Esa línea de investigación no se siguió, ni la que conducía al dueño del vehículo, Alejo de la Rosa, hijo del primer visitador de la Comisión Estatal de Derechos Humanos y duro crítico de la “guerra” declarada por el presidente Felipe Calderón Hinojosa al narcotráfico, que desde el 2008 y hasta el 2011 dejó alrededor de 10 mil muertos en esta ciudad.
Tampoco se tomó en cuenta el que un testigo dijera que Luis Carlos había fotografiado la detención de unos presuntos sicarios, ni el hecho de que antes de llegar al centro comercial ambos fotógrafos estuvieran tomando fotos en el centro de la ciudad, una zona considerada peligrosa. Nada, en realidad, no se investigó nada.
EL RECUERDO QUE DUERME EN UN CAJÓN
Carlos y Luis Carlos no se conocían, era de hecho la primera vez que salían juntos. Empezaron a conocerse allí mismo, en ese auto. Carlos recuerda que el colega le habló de su novia, de un sobrino que quería como a un hijo y de algunos de sus planes. Empezaron a conocerse, pero no terminaron de hacerlo porque aquel fatídico día a Luis Carlos, entre otros disparos, uno le dio en la cabeza y otro en la mejilla. No se conocieron bien y, sin embargo, sus historias confluyen en una fecha fatal.
Carlos tiene ahora 23 años y sigue trabajando en El Diario. Su cámara ha sacado del olvido a tantos muertos que, impresos en un pedazo de papel, quedaron grabados como pruebas de guerra en la memoria violenta de una ciudad adolorida.
Sobre la camioneta del periódico, Carlos Sánchez escucha en el radio que hubo un choque de un auto con el tren en el cruce del eje vial Juan Gabriel y Ponciano Arriaga. Pisa el acelerador, deja atrás autos y lámparas de postes que parecen interminables. El viento choca con el parabrisas, se mete por la ventana, alborotado.
“¿Y no te da miedo tu trabajo?”, le pregunto.
“No, miedo no, sé que es riesgoso. Ahora hago las cosas siguiendo ciertas reglas de seguridad. Es mi trabajo y me gusta. Trabajamos para informar. Luego nos dicen que somos amarillistas, pero nosotros no matamos, tomamos fotos. Son cosas que se tienen que saber. Ando bien, no hago nada malo”, dice.
Carlos Sánchez es el único que ha pagado con sangre el oficio y sigue vivo. Sale por las tardes a tomar fotos, entre otras cosas, a retratar muertos, en uno de los países más peligrosos para ser periodista, en una ciudad particularmente violenta y violentada. Alguna vez él fue el blanco de las cámaras porque antes fue, también, el blanco de las balas.
En un cajón del cuarto donde duerme hay guardada una bala. La bala está chata de un lado, golpeada, deformada por el impacto que dio en algún lugar antes de encontrar el costado de Carlos, antes de hallar su pulmón izquierdo y atravesarlo. La bala y Carlos fueron, durante cinco días, uno mismo, porque aquel pedazo de plomo, un pequeño cilindro con 9 milímetros de diámetro, quedó a cinco centímetros de salir por su espalda.
La bala que antes guardó en su cuerpo ahora duerme en un cajón. Lleva cuatro años pensando en hacer de esa bala un collar y colgarla de su cuello.