MORIR EN ECATEPEC: DOS HERMANOS SE SEPARAN PARA SIEMPRE

02/07/2015 - 12:00 am

Guadalupe Morales llamó a su segundo hijo Fernando Sebastián Anguiano Morales, El Sebas. Nació el 17 de mayo de 1983 y el 19 de junio de 2011 murió atropellado, con alevosía, según testigos, por un microbús.

Antes, el 23 de diciembre de 2000, su hermano mayor, El Honguito, cayó abatido por una bala perdida en Valle de Guadalupe, una colonia de Ecatepec, el municipio que es considerado uno de los más violentos del país y donde nació el actual Gobernador del Estado de México, el priista Eruviel Ávila Villegas.

La Procuraduría General de Justicia del Estado de México concluyó que El Sebas murió por una lesión traumática en el hígado ocurrida tras ser atropellado por un microbús. Nunca encontraron siquiera el número de placas del camión que lo habría golpeado ni contrastaron la versión con los testimonios de quienes presenciaron el homicidio.

Guadalupe fue y vino cada día durante semanas en bicicleta a la Agencia del Ministerio Público, en San Agustín, donde se radicó la investigación de la muerte de su segundo hijo.

–¿Qué pasó? ¿Qué ha investigado? –le preguntaba el primer funcionario que la reconocía.

–¡Ah chinga! ¿Cómo que qué he investigado? ¿No se supone que ustedes son los que deben investigar?

–No, pero es que usted necesita investigar quién fue, a dónde está… es que hay muchos casos adelante del de su hijo… –y entonces el policía o agente le lanzaba una mirada sugerente entendida por Guadalupe como la ruta hacia un soborno y hacer el esfuerzo por dar con el asesino. Ella fingía no entender, pero entendía que nada avanzaría si no daba dinero.

Y no lo dio.

SEGUNDA DE TRES PARTES

 

Foto: Eduardo Loza
El tatuaje en homenaje a los muertos de la familia Morales. Foto: Eduardo Loza

Ecatepec, Estado de México, 2 de julio (SinEmbargo).– Los vecinos de Valle de Guadalupe levantaron, sobre la banqueta, una capilla dedicada al Honguito, muerto por una bala perdida el 23 de diciembre de 2000.

La colonia es muy cercana de Xalostoc, donde nació y creció Eruviel Ávila, en ese momento Diputado Local.

“Toda  la gente es católica, católica y me decían que Dios me quería mucho porque mi hijo había muerto a mi lado y yo lo había visto morir”, recuerda Guadalupe Morales Rodríguez, madre del muchacho.

–¿A cuántas mamás se les mueren sus hijos y no saben si están vivos, si están muertos? –le consolaron. –Tú por lo menos tienes un lugar donde llorar.

–¡Ay, qué fácil es decir cuando uno no ha sentido las cosas! ¡Qué fácil es venirme a hablar de un Dios que me quiere, que me ama cuando no ha perdido un hijo! ¡No lo vestí, no pude vestirlo, no me dejaron verlo!

–¿Me deja que le ponga estas flores a su hijo? –preguntó una extraña a Guadalupe.

–Sí –se apartó la madre para que la otra depositara la ofrenda.

–Su hijo era un muchacho muy bueno, muy bueno. A mí muchas veces me ayudó. Una vez me quisieron pegar en el microbús y él puso su cuerpo para que no me pegaran.

–¿Por qué? ¿Por qué a mi hijo? ¿Por qué a mi familia, por qué a mí como madre? Si nosotros no nos metemos con nadie, nosotros trabajamos. Nosotros, lo poquito que adquirimos lo tenemos por el sudor de nuestro esfuerzo. Yo a mis hijos les enseñé a trabajar, a respetar, amar a su prójimo. ¿De qué me sirvió todo esto?

Guadalupe pausa. Toma aire. El momento no se ha ido, ahí sigue.

–Si su hijo no hubiera sido lo bueno que fue, ¿usted estaría en condiciones de aceptar su muerte? –pregunto a Guadalupe en su casa, en la colonia Chamizal, a pocas cuadras de donde abrazó el cadáver de su hijo.

–Todavía no lo acepto y hay veces que, como ser humano me rebelo, y cuestiono a Dios del por qué –Guadalupe se atempera –. Aunque ya de varias maneras me lo ha explicado y nosotros no somos quién para que Dios se nos presente y nos diga por qué esto y por qué aquello.

–¿Y cómo se lo explica a usted?

–La primera vez, yo… Yo duré un año, exactamente, muerta en vida. Yo hacía las cosas por inercia, porque me decían que las tenía que hacer y porque les tenía que dar a mis hijos de comer, bañarlos, vestirlos y todo. Una vez que iba yo en la calle, como que me tronaron los oídos y empecé a oír el ruido de los pajaritos, el ruido del aire, empecé a sentir el aire en mi cara, sentí el olor de los árboles, de las flores. Y yo desde ese día dije: Señor, tú me has devuelto la vida y esto que tú me has dado señor es para bendecirte y alabarte”.

Y luego asesinaron  a su segundo hijo.

 ***

Guadalupe Morales llamó a su segundo hijo Fernando Sebastián Anguiano Morales. Nació el 17 de mayo de 1983, justo una semana después del Día de la Madre de ese año.

Desde la infancia El Sebas, como le llamaron desde antes que supiera decir su nombre, mostró un espíritu distinto al del Honguito, su hermano mayor: fue un niño travieso y con menos apego a la escuela, pero, como el anterior, un muchacho respetuoso de los demás.

Abandonó la secundaria y consiguió empleo como ayudante de un vendedor de ropa que instalaba sus puestos en tianguis ambulantes por el Estado de México y Morelos y hacía algunos trabajos de albañilería.

Separados en el nacimiento por un par de años, El Honguito y El Sebas parecían cercanos como siameses, así que al segundo muchacho se le torció el futuro a los 17 años, cuando encontró a su madre desplomada en la calle abrazando el cadáver del Honguito, muerto por una bala perdida disparada a la multitud por El Vampiro. Toda la vida de los Morales Rodríguez giró alrededor de ese instante de estupidez del ladrón convertido en asesino.

–No, cabrón –instruyó un policía judicial al Sebas –, donde tú veas una bolita, tú métete  para que investigues a ver dónde anda ese güey.

Y El Sebas se unió a la bolita.

“Era tanta su obsesión de vengarse de estas personas que se fue integrando a las banditas hasta que lo jalaron. Yo reconozco que lo jalaron”, recuerda Guadalupe.

–Oye, hijo vente –le pedía Guadalupe cuando se lo encontraba en alguna esquina, con una botella de cerveza en la mano.

–No. Estoy aquí y yo de aquí no me muevo hasta que no lo vea –advertía El Sebas.

El muchacho inició una relación con una muchachita muy joven, con quien tuvo una hija, Sara, quien apenas nació desapareció de la vida de los Morales Rodríguez. Al alcoholismo del Sebas pronto se sumó el hábito empedernido por la piedra y una conducta siempre pendenciera que se remontaba, según su madre, a su sentido de justicia: si alguien era golpeado en la calle o en el camión, el muchacho no dudaba e intervenía.

Foto: Eduardo Loza
Guadalupe Morales, quien ha enterrado a dos de sus hijos. Los dos fallecidos por muerte violenta. Foto: Eduardo Loza

 ***

Durante 2006 y 2007, una avanzada de La Familia Michoacana tomó por asalto el narcomenudeo de una parte conurbada de la Ciudad de México, al norte del Distrito Federal. Su operación fue similar a la descrita en el expediente que se conocería como El Michoacanazo, el frustrado intento de Felipe Calderón de procesar a decenas de funcionarios públicos de Michoacán.

Como si el Estado de México no existiera, el Gobierno federal no intervino en Coacalco ni en Ecatepec, donde apareció el brote y donde, al igual que en los michoacanos, el cártel se empoderó con la compra sistemática de funcionarios públicos.

Al mismo tiempo, Los Zetas, en su apabullante expansión por todo el país, excepto el occidente, también anidaron en Ecatepec según consta en la averiguación previa PGR/SIEDO/UEIDCS/205/2009 la causa penal 02/2009-II instruida por el Juzgado Segundo de Distrito de Procesos Penales Federales en el estado de Nayarit, y el toca penal 576/2009 resuelto por el Tribunal Unitario de Circuito de la Séptima Región.

SinEmbargo posee copia completa de estos documentos, aunque quizá la calle da más pistas.

–No, no, nada. Antes no había cárteles. Eso comienza en 2006, 2007 –comenta un exvendedor de Valle de Guadalupe. –Los cárteles llegaron y nos pasaron a todos a su nómina de ellos. Nadie vendía por su cuenta, como antes se hacía. Y empezó la matazón.

–Se hablaba de La Familia Michoacana –comento.

–De la Familia y de Los Zetas. Había un amigo que iba en la Prepa 9. A ese güey le decían El Quetza, porque se llamaba Quetzalcóatl. El Quetza empezó a vender papeles de cocaína. Los traía de allá a 50 pesos y los vendía aquí en 100 pesos. Ya después no sé con quién se empezó a vender droga, era el más conocido de aquí. Todo el mundo conocía al Quetza. Tú parabas a un taxi y le pedías que te llevara con El Quetza y te llevaban con él.

–¿Se llamaba Quetzalcóatl?

–Sí: le dieron treinta y tantos chingadazos.

–¿Tiros?

–Tiros.

–¿Aquí mismo?

–Sí, aquí cerca, a una lado de la delegación. A ese güey se lo chingó La Familia Michoacana. O sea, llega la familia y dice “aquí nomás La Familia”. En ese momento empiezan a matar mucha gente, empiezan los descabezados, cosa que aquí nunca se había visto y ya después se volvió común. Aquí en la esquina los tiraban.

–Los siguen tirando –interviene una acompañante del exvendedor. –Nomás el 1 de enero vinieron a tirar uno en medio de esos dos arbolitos.

–¿Qué ocurre con la policía?

–No, la tira no hace nada, obviamente –suelta con fastidio el hombre por tener que decir un hecho obvio. –La Familia se posiciona y empieza la matanza sistemática de los chavos que venden drogas.

–¿De los vendedores tradicionales?

–Exacto. Luego llegan los Beltrán Leyva y empiezan a matar a los de La Familia y los desplazan. Se posicionan, dejan las narco mantas, las cartulinas. Y hay una dinámica en todo Ecatepec, en todo el Estado de México, muy fuerte. Puedes ver los periódicos, ahí sale a cada rato. Y aquí te puedo decir que en la casa de al lado, recién mataron a dos chavos. Y a media cuadra, el año pasado se chingaron a otro. Y así. Ahora están los Guerreros Unidos.

–Pero se fueron luego de hacer el asunto de Ayotzinapa.

– ¡Nooooo! Apenas en las elecciones colgaron cartulinas en los puentes exigiéndole a Octavio [Martínez, candidato a la Alcaldía por el PRD] que cumpliera sus promesas. Aquí existe un vínculo directo, directo con la política y, obviamente, con los mandos judiciales.

 ***

–¿Ya ves, hijo? Mira, ve todos los peligros que hay en la calle –decía Guadalupe al Sebas cada que se sabía de un nuevo asesinato en los alrededores. –Yo no puedo ni dormir porque tú andas en la calle.

–A mí me gusta así y punto –respondía el muchacho, a quien la rabia le soplaba todo el tiempo al oído.

En 2007, según la propia familia, El Sebas hacía las compras de piedra para algunos policías municipales de Ecatepec adscritos a Valle de Guadalupe, cerca de Xalostoc. Eruviel Ávila concluía su primera Presidencia Municipal y se alistaba para volver al Congreso mexiquense.

Algo se descompuso en la relación con los agentes y, a partir de un momento de 2007, los mismos policías, en la misma patrulla, cada que se encontraban al Sebas en la calle, lo detenían, lo revisaban y, como siempre encontraban entre sus cosas algunas chiquitas, simulaban que lo presentarían en el Ministerio Público federal para luego liberarlo a cambio de algunos pesos y propinarle una golpiza.

Guadalupe mantuvo una peregrinación permanente en la agencia ministerial de San Agustín a donde llegaba con 500 pesos por delante para que soltaran a su muchacho. A veces los policías le explicaban que la detención obedecía a un asunto de drogas, otras por robo de alguna chuchería o por protagonizar algún pleito callejero.

–No mamá, déjeme –los hijos de Guadalupe le hablan a su madre de usted– yo aquí me quedo y hago faena y mañana salgo temprano.

Pero Guadalupe presentía que en cualquier momento habría de enterrar a su segundo hijo y hacía cualquier cosa por retenerlo a su lado, así que pagaba.

Según las versiones del barrio, un día de 2008 apareció en escena un muchacho llamado Ulises, El Pozoles o El Medusa, así apodado pues todo lo que tocaba lo convertía en piedra. El Medusa era un ladrón y vendedor ocasional de drogas, como muchos en el rumbo, que se hizo de un estéreo para auto robado y vendió en un sitio de taxis. Logró acomodarlo en 60 pesos, útiles para dos o tres piedritas o chiquitas.

La especialización local en esta droga, también llamada crack, es tal que los intermediarios de menor nivel ofrecen cátedra del cártel de origen de la cocaína base cocinada según su color y tamaño de los granos.

El Medusa caminó algunos pasos y, en la esquina, la patrulla dio vuelta. Los policías los detuvieron y les preguntaron por el estéreo, ofreciendo cada detalle del radio.

–¿Dónde está el autoestéreo que te acabas de robar, güey? –interrogaron.

–No, güey, si yo no me robé nada. A mí me lo dieron a vender –pretextó El Medusa.

–No te hagas pendejo, tú te lo robaste, güey –respondió uno de los uniformados y ya no le dieron oportunidad de decir más pues lo tundieron.

El Sebas pasaba por ahí.

–No, güey, ¿por qué le pegas? –intervino El Sebas.

–Por pinche ratero y te vale madres –repuso el policía.

–Pero no es para que le pegues así. Si quieres ahorita nos ponemos en la madre tú y yo.

–¿Sabes qué, Sebas? El pedo no es contigo. ¡Quítate de aquí, güey!

–Es mi amigo…

El Sebas se dispuso a pelear cuando escuchó, detrás, la voz de su madre.

–¡Vente, hijo, mira, vámonos para la casa, por favor! –suplicó Guadalupe.

Los policías subieron al Medusa a la patrulla y, antes de arrancar, el que se había encarado con El Sebas se dirigió a él.

–Ahorita voy a regresar por ti para que se te quite lo pinche hocicón y por pinche metiche te voy a refundir.

Y regresó. El Medusa, El Sebas y el comprador del estéreo fueron detenidos y encarcelados en el penal de Chiconautla.

Foto: Eduardo Loza
El tío de los hermanos Morales, en su negocio de Valle de Guadalupe, cerca de Xalostoc, Estado de México. Foto: Eduardo Loza

 ***

A pesar de su historial, para el récord oficial del sistema de justicia mexiquense, El Sebas debía ser tratado como un delincuente primerizo y así enfrentar la pena impuesta de cinco años y nueve meses de prisión. Interpuso un recurso de revisión de la sentencia y la condena disminuyó a cuatro años y nueve meses, con lo que quedaba sujeto al beneficio de libertad bajo caución, que los Morales Rodríguez cubrieron con algunos pesos rascados al bolsillo y un apoyo de la Fundación Telmex.

El Sebas pisó la cárcel, pero vivió ahí sólo dos o tres meses. Salió y a los pocos días fue a la iglesia a agradecer a Dios la libertad obtenida. Compró algunas cervezas y empezó a beberlas en la escalinata del templo. Se sentó y vio pasar a la patrulla de siempre. Los agentes bajaron, lo revisaron y, como no encontraron nada que pedirle, lo llevaron a San Agustín.

Lo presentaron por intento de robo y, aunque el supuesto afectado aclaró que sólo le había pedido dinero y que eran conocidos, El Sebas recibió una nueva condena. Esta vez de dos años.

Guadalupe volvió a Chiconautla. Ya conocía el sistema: cinco pesos por entrar, cinco pesos por no desnudarse y hacer sentadillas frente a las custodias por si es el caso que escondiera drogas en sus partes, cinco pesos si quería pasar con algún alimento, cinco pesos si se quiere evitar que el oficial meta la mano en esa comida, cinco pesos si el color de su ropa parecía estar fuera del reglamento, cinco pesos si en la consideración del guardia su rostro no se asemejaba a la imagen de sus credencial de elector, cinco pesos si quería una silla para sentarse en el patio… “Una manita”, así se le dice a este reiterado impuesto de cinco pesos.

–Conste que uno le pide nada, jefa, que usted me lo está dando –dicen los guardias favorecidos de las leyes no escritas, pero ampliamente difundidas por familiares de los presos mexiquenses.

El 31 de diciembre de 2010, El Sebas había cumplido su pena y sería liberado al día siguiente. Año Nuevo, hombre nuevo. Guadalupe se dirigió el último día del año para darle la bendición y decirle que todos lo esperaban para el recalentado del siguiente. Le rogó por no beber demasiado pulque, como se llama en la cárcel a una bebida fermentada con frutas, aunque no de maguey.

–¡Ay, Sebas! No se vayan a poner a festejar porque ya vas a salir, hijo. Mira, bendito Dios que ya compurgaste. Ya mañana te vas pa’ tu casa –dijo la madre. –Luego pasan cosas –reiteró la mujer, dueña de una poderosa premonición venida con la dolorosa experiencia.

–No, jefa, ¿cómo cree? –dio coba El Sebas.

La mujer dirigió una mirada pidiendo el apoyo del Checo, un reo amigo de su hijo, y se despidió.

A la mañana siguiente sonó el teléfono. Guadalupe respondió y se escuchó la advertencia de llamada proveniente de una prisión. La mujer aceptó recibir la llamada y, al otro lado de la línea, reconoció la voz agitada de uno de los compañeros de celda del Sebas.

–¡Ay, jefa! ¿Qué cree? Que hirieron a Sebas. Pero lo hirieron feo, feo. Ahorita ya lo sacaron, pero para mí que ya, ya no –dijo El Checo creyendo que hablaba con una hermana de Guadalupe. –Nomás no le vaya a decir a su hermana.

– ¡Ay, Checo! ¿Pues qué crees? Que soy yo.

Guadalupe voló al penal de Chiconautla y ahí le informaron que El Sebas estaba hospitalizado en una clínica de gobierno cercana al fraccionamiento Las Américas.

La recibió el médico.

–Fue una operación muy complicada, porque sufrió cuatro perforaciones en el intestino –explicó el cirujano sobre los daños más graves dejados por 11 cuchilladas.

–¿Me deja verlo?

–No, madre, porque ahorita cualquier virus que entre le puede causar la muerte. Regrese usted mañana.

El 2 de enero, la mujer entró al cuarto y encontró al muchacho inconsciente y esposado al barandal de la cama con parches blancos por todos lados, también en la cara y la cabeza, donde lo hirieron posiblemente con un pedazo de lámina afilada.

–Ya hicimos todo lo humanamente posible por él y ahorita lo único que nos queda es que no se infecte, porque ahí queda. Si mañana amanece vivo, ya la libró –reportó otro médico a Guadalupe.

Afuera, los hermanos del difunto Honguito y del moribundo Sebas esperaban a su madre.

La mujer rezó:

“Señor, te cambio mi vida por la de mi hijo Toma la mía, Señor y deja a mi hijo. Pero no es mi voluntad sino la tuya”.

 ***

El Sebas volvió a Chiconautla con la barriga tan llena de cicatrices que no se le veía el ombligo.

Guadalupe pidió permiso para llevar alimentos de mejor calidad al muchacho. Buscó al médico de la cárcel.

–Estas ratas son como perros… –respondió el otro. –No merecen ningún trato especial.

–Sí, doc, pero qué cree. Que sí mi hijo es uno de esos perros y hasta los perros se comen las migajas que tiran los amos de la mesa.

–Sí es cierto, jefa. Y por esa humildad que usted tuvo, tráigale la comida a su hijo, yo se la voy a pasar.

El Sebas sobrevivió y, tras terminar con el papeleo, fue dado de alta y puesto en libertad.

–Te pareces a mí, hijo, tienes carne de burro.

Apenas sintió que el alma le volvió al cuerpo, El Sebas comió carnitas, barbacoa y bebió cerveza como sólo le hubieran rascado la panza.

El domingo 19 de junio de 2011, Día del Padre de ese año, El Sebas cargó a su padre en vilo y le dio tres vueltas para demostrar al recuperación y salió a la calle.

“Dios, cuídalo y bendícelo. No te lo lleves, pero no es lo que yo quiera, Señor, si no tu voluntad”, murmuraba Guadalupe apenas veía la espalda de su hijo cruzar la puerta.

Poco después, un grito atravesó la cochera y se metió hasta la cocina en que Guadalupe cocinaba.

–¡Vaya a ver a su hijo! No se quiere venir y ya anda tomado.

–No, ¿por qué crees que a mí me va a hacer caso? No va a hacer caso, allá déjalo.

Guadalupe y su marido salieron a la iglesia para tomar misa con sus otros hijos y sus sobrinos, entre estos El Leo.

A la vuelta del oficio, los muchachos avisaron a Guadalupe que saldrían a un mercado sobre ruedas que se instala los domingos en la colonia San Felipe.

–No vayan a tomar, hijo, para que tu hermano no tome –dijo ella en el cálculo de que se encontrarían con El Sebas.

De regreso, los muchachos advirtieron que la borrachera del Sebas estaba más que subida de tono y que no lograron obligarlo a subir a un auto para que volviera a casa por miedo a lastimar su vientre.

Guadalupe sacudió la cabeza y encendió la televisión.

Al anochecer, una sobrina entró como un viento helado.

–Madrina, ve a ver al Sebas porque le pegaron.

–¿Sabes qué, hija? Ya se acabó, ya no más hija. Esto ya se acabó –lloró y llora.

“Fui y encontré a mi hijo en el piso. Lo abracé y todavía me miró. Entonces murió”.

Foto: Eduardo Loza
A El Sebas lo sepultaron en un ataúd económico y no hubo dinero para enterrar su cuerpo junto al de su hermanos, El Honguito. Foto: Eduardo Loza

 ***

La versión de consenso es que esa tarde, El Sebas subió a un microbús en que viajaban el conductor y su cacharpo. Les pidió dinero para cerveza y se lo negaron. Entonces El Sebas golpeó a los dos. Los transportistas arrancaron y, metros adelante, lejos del grupo con el que estaba reunido el muchacho, detuvieron el camión en actitud de reto.

El Sebas cayó en la trampa. Caminó hacia el vehículo y fue recibido a palos. El chofer y su ayudante subieron y se pusieron en marcha, pero El Sebas se levantó. El conductor se detuvo, echó marcha atrás a toda velocidad y atropelló al muchacho.

 ***

Juan Morales Rodríguez, el más joven de los hermanos, volvió al Ministerio Público para averiguar el avance en la investigación. Conocía a alguien en la oficina.

–La de tu primer sobrino ya caducó, ya no se puede hacer nada. Se quedó como en archivo muerto, algo así. Ahorita, la de tu otro sobrino la tienen estos judiciales, ve con la licenciada, dile que vienes de mi parte y que te comunique con ellos.

Juan caminó hacia un grupo de hombres y se dirigió al que parecía comandar al grupo, un tipo con el rostro cubierto de cicatrices.

–¿Policía judicial? –preguntó Juan. –Aquí traigo el tenis de mi sobrino.

–Pinche tenis, vale madres – respondió el otro con fastidio.

–Aquí están los pedazos del micro.

–Valen madres. ¿Traes carro?

–Sí, traigo carro –Juan apretó los puños y se contuvo.

–Bueno, llévame a ver quién dices tú que lo mató.

–No, yo no digo que lo mató. Eso es lo que nos dice la gente.

–Bueno, llévame, porque lo atropelló un microbús.

Subieron al auto y Juan escuchó al agente quejarse de todas y cada una de las cosas que un hombre puede quejarse en la vida.

“Esto es un desmadre”. “No se puede”. “Está bien cabrón. “Ustedes no se prestan para hacer las averiguaciones”.

–Mira, güerito, yo te voy a decir una cosa. ¿Quieres agarrar ese güey? Es bien fácil. ¿Ves ese pinche microbús? Ahorita yo voy y agarro al microbusero y lo acuso. Él no fue, pero él me va a decir quien fue y me va a decir en dónde está.

–¿Cómo, cómo? A ver explíqueme que no entiendo –lo provocó Juan.

–Sí, yo tengo mis métodos. Yo sé que ese güey, así con mis métodos me va a decir cómo y dónde está. Lo vamos a tener un ratito encerrado y le vamos a dar unos chingadazos y segurito que nos va a decir quién fue. Sí sale en una lana. Pero lo efectivo aquí son los métodos –insinúa un soborno.

–No mames, cabrón. ¿Van a agarrar un inocente, para agarrar otro culpable? No, yo no le entro.

–Ahí piénsalo. Ustedes tienen que conseguir los datos –pide el agente a la familia luego de varias vueltas por los paraderos y estacionamientos de microbuses. –Te dejo mi teléfono y cuando gustes.

–Ese es el trabajo que ustedes tienen que hacer. ¿Por qué nosotros lo tenemos que ir a hacer? –Juan opuso resistencia.

Al final, son él y sus hermanos quienes salieron a la calle a hacerla de policías investigadores.

PROMO-01

 ***

Un ataúd económico, de herrajes simples y forro de poliéster imitación satín, es vendido por el fabricante a la funeraria en 1 mil 350 pesos. El servicio de velación revende la caja hasta en 10 mil pesos, según el cálculo que el vendedor haga de las condiciones económicas y morales de los deudos.

–¡Pinches buitres! –exclama José Morales Rodríguez, El Pepino, tío del Honguito y El Sebas y padre del Leo.

Los Morales Rodríguez volvieron a caminar de negro y con la mirada clavada en el suelo al Panteón Jardín Guadalupano para el segundo entierro.

Desde entonces no fabrican el ataúd “Reina del Cielo”, porque ya no hay quien lo pague, así que lo acomodaron en una caja económica, también blanca. Hasta la muerte es cara en el Estado de México. No tuvieron los 20 mil pesos solicitados para comprar un lote disponible junto al primero de sus muchachos muertos, así que los hermanos que parecieran siameses quedaron separados para siempre.

La Procuraduría General de Justicia del Estado de México concluyó que El Sebas murió por una lesión traumática en el hígado ocurrida tras ser atropellado por un microbús. Nunca encontraron siquiera el número de placas del camión que lo habría golpeado ni contrastaron la versión con los testimonios de quienes presencian el homicidio.

Guadalupe fue y vino cada día durante semanas en bicicleta a la Agencia del Ministerio Público, en San Agustín, donde se radicó la investigación de la muerte de su segundo hijo.

–¿Qué pasó? ¿Que ha investigado? –le preguntaba el primer funcionario que la reconocía.

–¡Ah chinga! ¿Cómo que qué he investigado? ¿No se supone que ustedes son los que deben investigar?

–No, pero es que usted necesita investigar quién fue, a dónde está… es que hay muchos casos adelante del de su hijo… –y entonces el policía o agente le lanzaba una mirada sugerente entendida por Guadalupe como la ruta hacia un soborno y hacer el esfuerzo por dar con el asesino. Ella fingía no entender, pero entendía que nada avanzaría si no daba dinero.

Y no lo dio.

Guadalupe hizo las veces de perito y midió la altura del piso a la defensa de cada camión o microbús y estima la posición del hígado de su hijo.

–Las personas que estuvieron ahí dicen que lo subieron al micro y lo golpearon. Ya golpeado, lo aventaron a la calle, pero como él se levantó, el microbús regresó y lo atropelló –insistió Guadalupe con el agente del Ministerio Público, pero era como pretender un diálogo con el eco.

 ***

Guadalupe no insiste más. En vez de ir al Ministerio Público va a la iglesia.

–Tengo como 500 ahijados y donde quiera yo voy me dicen Madrina o Catequista y me besan, me saludan. Y yo siento que ahí mis hijos me están abrazando y me están besando –comenta en entrevista.

–¿Y este asunto también queda impune? –pregunto a la madre.

–Supimos que a mi hijo lo mató un hombre al que le dicen El Greñas. Hablé con la policía y se los dije, pero ya tampoco insistí porque no quise involucrar a los dos hijos que me quedan.

La mujer voltea la cabeza hacia un par de muchachos sentados junto a la máquina de coser en que confeccionan los forros de sus ataúdes. En esa máquina zurcieron los envoltorios de terciopelo ajustado al ataúd “Reyna del Cielo” en que enterraron a Alejandro y el de poliéster colocado en el féretro económico de Sebastián.

–Me dolió más que el otro, porque no supe tenerlo conmigo y evitar que el corazón se le pudriera de odio. Cuando muere mi hijo Sebas, yo si flaquee, ¿no? Como ser humano, maldije a quienes mataron a mi hijo: Los maldigo a ustedes, a los que les dieron la vida a ustedes y a toda su descendencia. Y yo sé que esa maldición llega. Y me dijeron: “Dios sabe por qué se llevó a tu hijo”. Y en el momento en que estaba haciendo oración dije: Señor, perdóname, perdóname porque yo no soy quien para maldecir a nadie y deja a mis otros dos hijos conmigo.

Los hermanos vivos tienen los ojos aguados. Lloran en sincronía con su madre. Uno de ellos se tatuó el nombre de sus hermanos muertos en árabe sobre el antebrazo derecho. El otro se hizo dibujar un ángel guardián en la pierna derecha.

–¿Y ese para qué es? –le pregunto al muchacho con bermudas.

–Pues… Para que me cuide, ¿no? –y hace ese gesto de quien se incomoda por decir lo obvio.

PROMO-02

 

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