Gerardo Deniz en Viceversa: Desde hace un par de semanas circula Red de agujeritos, un volumen que reúne los pequeños ensayos que Gerardo Deniz publicó en la revista Viceversa en forma de columna mensual. Se trata de una miscelánea de la mayoría de los temas del poeta, regados abundantemente de singularidad, erudición e ironía características. Los textos, que son más de cuarenta y fueron publicados en varios periodos a lo largo de los casi nueve años de vida de la revista, tienen la virtud de la estandarización de su formato, lo que permite conocer el complejo mundo de Deniz de una manera quizás más legible y sencilla que nunca. Los editores, Javier García Galiano, cabeza de la colección El Gabinete de Curiosidades de Meister Floh en la que aparece, y Marcial Fernández, director general de Ficticia Ediciones —a quienes agradezco la publicación del libro—, estuvieron de acuerdo en que incluyéramos un prólogo para contar la manera en que se dio la colaboración de un autor que sólo lo ha hecho de manera continua y regular en otra revista (Biblioteca de México, dirigida por Eduardo Lizalde). También aceptaron que el volumen ofreciera la entrevista que le hice al poeta en el otoño de 1993 y que salió en el número del primer aniversario de Viceversa. Quizás no hay mejor manera de promover el libro que mostrando directamente algunas de sus páginas, y después de pensarlo me he decidido por los que conforman este post, y que reproduzco siempre con la anuencia de su autor. –Fernando Fernández
Red de agujeritos
Por Gerardo Deniz
Salamandra
Yo nunca me tengo lástima. Hay, con todo, tres o cuatro episodios de mi vida en que estoy a punto de compadecerme. Quizás el ejemplo más reciente sea al recordarme, hace diez años, descendiendo sin término por las innumerables columnas de cierta enciclopedia en múltiples tomos. Sólo se esperaba de mí que leyese por encima y que, sin meterme en averiguaciones (peor para mí si lo hacía), anotase en fichas cuanto me saltara a la vista en materia de erratas, errores, afirmaciones sospechosas, incongruencias y demás, encaminado todo a depurar una futura edición (¿habrá existido?). El agradecimiento me impide hacer comentarios acerca de lo que se me pagaba por semejante pesadilla.
Como es natural, cuando acababa una página sin tener nada que observar, me sentía muy desdichado. Como es natural también, aquella extravagante actividad me permitió atrapar al vuelo numerosos datos curiosos, que son los mejores. Comentaré uno. Surgió cualquier noche, al recorrer, concretamente, la página 3361 de la enciclopedia.
El gran poema “Salamandra”, que da título al libro de Octavio Paz donde apareció por vez primera en 1962, es muy bueno. Lástima que aquí no quepa un bonito análisis. Está lleno de alusiones y referencias sabias, a la alquimia, al mito de Xólotl y a la historia natural. De pronto la ortografía se vuelve “Salamandria”, y el lector inculto —si existiera tal ente— supone una errata, olvidando el verso 185 del Polifemo. Poco después de conocer el poema paciano leí un libro, Salamanders and other Wonders, cuyo autor he olvidado, allí me enteré de la existencia de Paul Kammerer, entre otras cosas, y hallé descripciones de salamandras —la caucásica, la alpina— que me hicieron pensar que Paz, a quien por entonces yo no conocía en persona, había pasado por allí antes de escribir su poema. Cuando muchos años después me acordé de preguntárselo, no me respondió ni que sí ni que no, según acostumbraba en tales casos.
El poema “Salamandra” tiene un comienzo inolvidable: “Salamandra (negra Armadura viste el fuego) Calorífero de combustión lenta”.
Quedémonos con el tercer verso, enigmático y admirable endecasílabo de acentuación tremenda. La salamandra, incandescente pero serena, misteriosa, fuera de su medio sigue calentando, portando calor —“calorífero”, calor prolongado, medido, reflexivo— “combustión lenta”.
Pues bien, como iba diciendo, en la página 3361 de mi Gran Diccionario Enciclopédico Ilustrado entré sin la menor ilusión en el artículo “salamandra”. Primera acepción: “batracio…”; segunda, la salamandra mítica. Tercera acepción: ¡“especie de calorífero de combustión lenta”!
Estos pequeños hallazgos siempre me causan una sensación muy agradable. Ignoro propiamente la causa. Desde luego, lo primero que hice al día siguiente fue confirmar que aquellas palabras no eran originales de la enciclopedia que yo revisaba, sino que procedían, como tantísimas otras definiciones, del diccionario de la Academia, que la mayoría de los demás copian. Paz pudo hallar el calorífero de combustión lenta en mil fuentes lexicográficas, las cuales, por cierto, no le disgustan: el poema que sigue a “Salamandra” lleva, sin ir más lejos, un epígrafe procedente del célebre diccionario de Corominas. (En este diccionario figura, por lo demás, la insólita forma “salamandre”, que se lee en el último renglón del poema paciano, pero que es desconocida para la Academia y para la inmensa mayoría de los diccionarios). A la definición, Paz le cortó tranquilamente el “especie de”, que la trivializaba, enrevesaba y afeaba.
¿Cómo será el calorífero que nuestros tatarabuelos llamaban salamandra? ¿Quemaba —lentamente— carbón? ¿Lo ponían en un rincón del cuarto? ¿Se colocaba encima o debajo de la cama? Pocas cosas nos importan menos, y es una suerte, pues en ningún lado he conseguido encontrar una ilustración.
Con todo esto, entramos en un característico seudoproblema que, por increíble que resulte, preocupa todavía a mucha gente: ¿qué significan en un autor, en un poeta por ejemplo, las citas literales, a menudo inconfesas? ¿Qué revelan acerca de los quilates morales del escritor?
Existen opiniones de todo género. Hay quien supone, con un candor que desarma, que una cita es señal de admiración incontrolable —a menudo rociada de envidia— del que copia hacia el copiado. Hay quien extrema su re- flexión hasta concluir que, si alguien se atreve a hacer algo tan bochornoso, es porque no se le ocurre nada y sólo el plagio le permite salir adelante: Octavio Paz emprendió, irresponsable, un poema sobre la salamandra, sólo para descubrir que, después de seis palabras, no tenía nada que decir. Entonces saqueó las riquezas del diccionario.
El año pasado, un buen señor me contaba cómo había puesto en la picota a cierto escritorcillo que tuvo la osadía de fusilarse una página entera de ¡genealogías de Pantagruel! Parecía convencido de que, sin su agudeza erudita, el susodicho escritorzuelo habría engañado —¡engañado!— a todo mundo y ostentaría laureles vilmente arrebatados a maese Alcofribas.
Me apresuré, desde luego, a darle la razón.
Viceversa, número 8, enero de 1994
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Canto general
Meses más, meses menos, fue hacia principios de 1949. Tenía yo 14 años. Una noche, mi padre me preguntó si quería acompañarlo. Cosa desacostumbrada. De seguro me explicó, en diez palabras a lo sumo, quién era Pablo Neruda. Por primera vez oía yo dicho nombre.
Fuimos a casa de don Wenceslao Roces, en la avenida Veracruz. Si bien la visita no debió pasar de un cuarto de hora y no me provocó ni frío ni calor, conservo un par de recuerdos divertidos. Había por lo menos media docena de personas que me causaron un curioso efecto de ansia y desconcierto, como si poco antes el perro les hubiese dicho un refrán. Tengo la impresión de que nadie se estaba quieto ni hablaba fuerte. Es claro, en cualquier caso, que no me hallaba en condiciones de apreciar el aura exhalada por la grandeza.
Sobre una especie de diván psicoanalítico pegado a la pared yacía un ajolote hipertrofiado, aunque sin simpatía ni branquias aparentes. Ignoro cómo iba vestido. Tenía en la mano un vaso de agua de Tehuacán. Bebía un poco y gargarizaba. Emanaban de él una inercia y un aburrimiento infinitos, en contraste con la inquietud de alrededor —todos sin sentarse y haciéndose crujir los huesos de los dedos. Se trataba de que mi padre leyera las pruebas de un libro considerable. Con poco riesgo de tomar el divino nombre en vano, podría yo asegurar que era el Canto general.
—Hi, heñó Almela. Un libro de heihienta páhina —decía Neruda con voz cansina, saturada de vegetaciones nasofaríngeas. Tomaba otro sorbo y eructaba el gas.
Quiero imaginar siquiera que mi desventurado padre se aburriría un poco menos leyendo las pruebas de imprenta de Neruda que con las de aquellos tratados de medicina y química que le eran impuestos como dieta habitual. Por mi parte, si bien acostumbraba hojear con interés las pruebas que mi padre padecería por las noches y en el fin de semana, cuando empezaron a llegar las longanizas de versos nerudianos las rechacé con repulsión. No por proceder de aquel urodelo conocido, sino meramente —quede claro— por ser poesía.
Quién iba a suponer que años más tarde me habría de embarcar en una dilatada campaña de lectura poética, un tanto estrambótica pero en modo alguno fallida —pues quien retorna trayendo en las alforjas a Chumacero, Gorostiza, López Velarde, Góngora, Eliot, Mallarmé, Dante y hasta Rilke descifrado con maña, a más de dos docenas de lesser lights, nunca podría pretender que vuelve de una incursión improductiva. Lo único malo es que jamás tuve ganas de emprender otra. Pues bien, en aquellas refriegas (—¿Fue usted herido en la refriega? —No, mi general: entre el ombligo y la refriega…) nuestro gargarizante tuvo oportunidades. Pesqué por allí sus 20 poemas y me parecieron inexistentes. No había otros Nerudas en venta. Por fin, el martes 26 de noviembre de 1957 descubrí en la Librería de Cristal, sucursal Niza, dos librillos argentinos, económicos, con el dichoso Canto general. Los compré y corrí a Chapultepec, al grato jardín sin pretensiones que hubo donde hoy está el Museo de Arte Moderno. Por aquellas semanas yo estudiaba genética (aunque suene feo declararlo) en libros de tufo idealista sacados de la biblioteca Franklin. Las avecicas cantaban seguramente loando a Lysenko, pero yo ni me fijaba.
Instalado a gusto, no recuerdo si soporté dos páginas o sólo una. Tampoco tiré el libro, puesto que aquí lo conservo, fechado, lo cual me permite situar con tanta exactitud algo que para mí fue literalmente nulo.
Imposible precisar, en cambio —y tampoco hace falta—, ni siquiera el año exacto, a mediados de la sexta década, cuando apareció un número nerudólatra del inolvidable México en la Cultura —aquel suplemento dominical, legendario hoy en día, donde no faltaban trozos aceptables pero era sobre todo, para mí al menos, un recordatorio semanal de la necesidad de prolongada pasteurización de las bellas letras antes de poderlas degustar.
Volviendo a Neruda: en el periódico que ahora recuerdo aparecían poemas suyos —los cuales, por supuesto, me abstuve de leer— y, desde la primera plana, dos o más fotografías desternillantes del Poeta sin rasurar, vestido de harapos, descalzo y ¡con un grillete al tobillo, lo juro! Era escalofriante y daba la idea complicada de los prejuicios del imperialismo. ¡Cómo no solidarizarse ante un mártir tan convincente, cómo no enviarle a chirona el palomino de la paz con una botella de agua de gusto a pie dormido! (Agua que por entonces aún exhibía en la etiqueta su perfecto análisis realizado por el Instituto de Geología de la UNAM, recalcando el contenido en litio sabroso y un saludable cosquilleo de radioactividad).
Algunas décadas más tarde, a ruego mío, la dirección de la revista Milenio me dio a conocer por fin al Neruda esencial. Desde entonces me consta: aquel amb(l)istoma gargarizante escribió tres poemas buenos en su vida. Puede que hasta cuatro. En el lugar del poeta Borges, algo para morirse de envidia. Por fortuna andamos lejos.
Viceversa, número 10, marzo de 1994
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Breve tratado sobre la lengua chechena
Hace mucho que no veo revistas chinas en español (Pekín informa, China reconstruye). Confío en que seguirán apareciendo e incluirán todavía aquella atractiva página destinada a que el lector aprendiese, casi sin darse cuenta, a leer chino (y de ahí a hablarlo sólo hay un paso). Mucha gente fue así instruida, me figuro.
Este recuerdo un poco singular me surgió el otro día, al ocurrírseme la brillante posibilidad de ofrecer en esta página, mensualmente, una introducción a la lengua chechena. Nada sería más oportuno. Al concluir el año en curso podríamos haber adquirido una idea aceptable de tan interesante gramática. De seguro numerosas personas habrán decidido últimamente estudiar esta lengua, pero se encontrarán imposibilitadas para ello por la triste escasez de libros adecuados.
Casualmente, yo dispongo cuando menos de una fábula en chechén (“El león, el zorro y el lobo”) analizada palabra por palabra, así como de ciertos materiales gramaticales que seguramente me ganarían algún renombre entre los interesados. Por desgracia, hay un inconveniente fatal: el chechén, lengua caucásica al fin, posee cerca de cuarenta fonemas consonánticos. Esto implica que, al escribirlo, haya que recurrir a múltiples signos diacríticos y caracteres especiales. Pues bien: lamentablemente no es posible escribir toda esta riqueza con las escasas letras y acentos de nuestra revista. Ruinoso igualmente incrementar los recursos tipográficos para un caso singular. Mónica me hace ver que, durante el último semestre, Viceversa sólo ha tenido que reproducir media docena escasa de palabras caucásicas (meridionales, además, o sea más simples), y ha salido del apuro gallardamente simplificando ortografías. Sería difícil, en cambio, proceder así con la lengua chechena. Es lástima.
El pueblo chechén ha sido el único que ha disfrutado hasta hoy (ya surgirán otros) del afecto de tres gobiernos rusos sucesivos: el imperial, el soviético y esto de ahora. Hace siglo y medio, los chechenes quedaron debidamente aplacados, sometidos al imperio. Hasta la segunda guerra mundial, se conformaron con sublevaciones más o menos discretas, si bien continuas. Pero cuando el ejército nazi se encaminó hacia el Cáucaso (al petróleo de Bakú, por supuesto), los pobres chechenes se alocaron y declararon la independencia. Los nazis no llegaron (en su retaguardia iba, inteligentísimo y desarmado, uno de los máximos expertos en lenguas caucásicas, el profesor Deeters). Los chechenes quedaron a salvo de la monstruosidad hitleriana. Con la estaliniana tuvieron bastante: fueron castigados, desterrándolos en masa al Asia central. Pero apenas diez o quince años después se les permitió magnánimamente retornar a los montes que habían habitado desde la prehistoria. Ahora, deseosos de gozar una vez más el puño de la Madre Rusia en el cogote, los chechenes se vuelven, por primera vez en la vida, noticia de primera plana. Su capital es Grozni (o sea la palabra rusa que, traducida por “terrible”, adherimos al nombre del zar Iván IV). Al lado están los ingushes y otros veintitantos pueblos caucásicos, con sus respectivas lenguas (¡de varias podría yo ofrecer, si ustedes me apoyaran, bosquejos gramaticales y algunos textos!).
Chechenes, ingushes y los excéntricos bats forman la rama llamada central de las lenguas caucásicas del norte, o más bien nordeste. El chechén es muy usado por allá, la gana incluso al ávaro, la lengua más afamada del conjunto.
Esperemos que Rusia conceda plena independencia a la república de Checheno-Ingushetia. Así los chechenes y los ingushes (que son muchos menos) podrán sacarse los ojos y quemarse vivos entre ellos. (Hasta hoy nadie me ha informado de que se odien, pero los mapas revelan que son vecinos, sus lenguas demuestran cuánto se parecen —y a ver quién se atreve a decirme que las “ciencias humanas” o el vulgar Arthashastra son incapaces de hacer una que otra prediccioncilla).
Viceversa, número 23, marzo de 1995
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Los resortes básicos de Fliess
Wilhelm Fliess tuvo una existencia muy completa: nació, se equivocó y murió sin sufrir decrepitudes. Otorrino —muy mediocre— de profesión, supremo intérprete de este mundo por convicción, debe de haber sido, en general, dichoso. Qué gusto nos da.
La gran idea de Fliess era que en el cosmos (seguramente hasta más allá de esta baja superficie terrestre) todo está regido por dos cifras: 23 y 28. Reflejos de un “ciclo masculino” y “otro femenino”, ¿está claro? Sumemos: son 51. ¿No dice nada este número? Esto sólo demuestra cuán ciegos somos. Sigmund Freud, en cambio, veía acercarse su cumpleaños 51 temiendo
lo peor. (Por desgracia para el siglo xx, no acertó: vivió 32 años más —nada menos)
Pues Freud, como es bien sabido, fue amigo del alma de Fliess durante largos años. Acabaron peleando, según tanto amor exigía. Antes se escribieron muchas cartas, de las cuales sólo sobreviven las de Freud, publicadas completas hace años. (La edición anterior estuvo mutilada —castrada: ¡ésta es la palabra!— por la psicohijita y un par de psicoachichincles del Maestro)
La versión oficial —enésimo mito freudiano— es, con distintas impostaciones, que Freud sucumbió, humanoide al fin, a tentaciones y debilidades, y creyó que su amigote Fliess era una figura valiosa, aunque finalmente su lúcida cabecita se emancipó y envió al turbio amigo a la mierda, lo cual reflejaría cuán rigurosamente científica era la mente de Freud.
Lo malo es que todo ello es falso. Incluso después de su ruptura personal con Fliess, Freud siguió persuadido —para siempre, hasta donde hay datos— de que Fliess había descubierto ciertos resortes básicos del ser humano o incluso de la biología o la cosmología, por medio de sus insustituibles números 23 y 28. Resumiendo: Freud no era ningún “científico materialista” (como lo son todos aún el día de hoy, pese a las malentendidísimas “bancarrotas del positivismo”); no, Freud era un seudocientífico de hace un siglo, tan patinador como Fliess, y su fama duradera se debe a lo bien que supo administrarse. Freud, al entrar este siglo, pasó insensiblemente de la cocaína a la delincuencia intelectual y lo hizo consumadamente bien.
Martin Gardner, siempre tan informado, nos explica que todavía hoy hay fliessianos entre nosotros, los cuales han invadido hasta Japón, mientras la grotesca doctrina progresa —pues le han agregado un ciclo más, tercero, fundado en el número 33; un ciclo que ya no es niño ni niña, sino de índole “intelectual”.
Ahora bien, según advierten numerosos refranes, incluso las peores porquerías pueden llevar consigo consecuencias o acompañamientos de enorme valor. Al parecer algo así sucedió con los estúpidos números fleissianos (la idea no es mía): fueron a caer, entre otros lugares, en el cacumen de Alban Berg, uno de la media docena de compositores inaccesibles del siglo que concluye.
Alban Berg padecía aritmomanía aguda. Todos tenemos defectos, y éste hasta lo comparto un poco. Calcúlese (que buen verbo) su regocijo al recibir del cielo (o sea de Fliess) las cifras esenciales de todo. Pero, por pura chiripa, se trataba de él, de Alban Berg, señor vienés, cursilón (¡como también yo!) —y la consecuencia fue cierto concierto para violín que pudiera ser el mejor que existe y que fue estrenado en Barcelona por Louis Krasner (murió el año pasado) el 19 de abril de 1936, mientras yo pataleaba en Madrid, queriendo haber asistido. Pero escuchemos al experto George Perle: “El número 28 desempeña igual papel especial, en la primera parte del concierto para violín, que el número 23 en la parte segunda”.
Viceversa, número 37, junio de 1996