El libro habla de los abuelos, obviamente de los de la autora, pero casi sin querer nos recuerda a los abuelos de todos: a los que somos o seremos, a los que tuvimos y simplemente no olvidamos. No hay forma de que el lector no se identifique con estos poemas.
Por Stella Cuéllar
Ciudad de México, 13 de agosto (SinEmbargo).- Hace unas semanas Artes de México presentó el libro Mis abuelos no son tortugas, de Melinna Guerrero. En realidad, no se trató de una presentación sino más bien de la lectura de algunos de los poemas que lo componen y una charla muy amena sobre el libro en general.
En apariencia, el volumen está dirigido a los niños, o, más precisamente, a los niños y sus abuelos, pero en realidad seduce a cualquier lector sensible, que tenga o haya tenido abuelos amorosos, juguetones, cómplices.
El libro habla de los abuelos, obviamente de los de la autora, pero casi sin querer nos recuerda a los abuelos de todos: a los que somos o seremos, a los que tuvimos y simplemente no olvidamos. No hay forma de que el lector no se identifique con estos poemas. Es imposible que mientras uno lee estos bellos textos, nuestra mente o corazón no evoque anécdotas de la infancia; en especial aquellos momentos que pasamos con nuestros viejos, sobre todo, si éstos fueron entrañables y generosos.
La casa de la abuela que la poeta describe es un oasis, como lo fue la casa de mis abuelos; además de un refugio, un espacio de diversiones y también de aprendizajes, de esos que nunca recibiremos en la escuela o en casa con nuestros padres y hermanos. Al igual que en la casa de los abuelos del poemario, en la de los míos había un árbol de limones que era referencia de todos nosotros, los primos. “Nos vemos en el limón”, decíamos, o simplemente ahí estábamos, cortando los limones verdes, hermosos y jugosos, para partirlos y comerlos con azúcar. Seguramente quien lea el libro evocará otros árboles, esos que fueron cima, casa, castillo, barco… Vienen a mi memoria los árboles de mango y chicozapote, también las enormes palmeras y aguacates. Y es que el libro de Melinna Guerrero habla de los espacios de los abuelos; de cocinas y patios. Sus versos me recordaron el gallinero enorme de mi abuela, que ocupaba buena parte del terreno. Inevitablemente, casi casi veo al perro amarillo, que se llamaba Teco y no cuidaba nada, y más bien se portaba como un niño más entre los muchos primos que éramos.
Y de las páginas de este libro también brotan sonidos, sonidos ligados a esa casa memorable. De nuevo nos lleva evocar los ruidos de las casas de nuestros abuelos. Por ejemplo, yo recuerdo el monótono sonido de los ventiladores, que se mezclaba con los graznidos que hacían esos pájaros negros, enormes, que son tan comunes en Veracruz. Parecían gritos o chiflidos, o más bien parloteos confusos y estruendosos, como suelen ser las charlas de quienes crecimos en esas tierras húmedas y calurosas.
La autora se detiene y observa las manos de su abuela, con sus venas y rasgos de haber trabajado duro. Yo, en cambio, pero por su vía, recuerdo el cuerpo robusto y rechoncho de mi abuela; su estatura pequeña; su piel sudorosa y su “alergia al sol”, pese a vivir en el puerto. Los pasos del abuelo de este cuento son lentos pero firmes, un poco parecidos a los de mi abuelo, pero el mío no tenía una figura encorvada, ni lo recuerdo cansado, sino más bien triste, triste desde que murió mi abuela.
Pero debo aclarar que el libro de Melinna Guerrero no romantiza la vejez, para nada. Más bien la muestra desde los ojos de la nieta, y notamos esa complicidad que suele darse entre los pequeños y los ancianos. La niña que narra quiere guardar sus dientes para regalárselos a su abuela que ha perdido algunos. Así es la solidaridad y complicidad de los niños con los viejos. Mis primos y yo tratábamos de ayudar a mi abuela para que no rompiera la eterna dieta, pero siempre terminábamos comiendo con ella duraznos en almíbar con leche condensada o cajeta, porque si no lo hacíamos, ella se ofendía… “Si tu no quieres, le puedo decir a otro”.
Las fotos que acompañan los textos son contundentes, duras, sólidas en lo que muestran: rostros y manos arrugados; cuerpos encorvados y cabellos grises y blancos. La dureza de la vida, sus estragos, se aprecian en todas ellas.
El libro también tiene caligramas y viñetas que funcionan como puentes colgantes entre los dos discursos, el de la poeta y el del fotógrafo. Y digo que son como puentes colgantes porque se percibe cómo se mueven, como aligeran todo y son juguetones. El resultado final es esta delicia de libro. Estoy segura que lo disfrutarán y que, como yo, lo leerán varias veces, porque cada lectura les dirá cosas distintas y traerá a su memoria imágenes de ustedes y sus queridos viejos. Obséquienlo a los niños que amen, incluido a ese niño o pequeña que aún vive en su corazón.