Ciudad de México, 13 de agosto (SinEmbargo).- “Fue el verano en que murió John Coltrane. Los hippies alzaron sus brazos vacíos y China detonó la bomba de hidrógeno. Jimi Hendrix prendió fuego a su guitarra en Monterey. Fue el verano del amor. Y en aquel clima cambiante e inhóspito, un encuentro casual cambió el curso de mi vida: fue el verano en que conocí a Robert Mapplethorpe”.
Éramos unos niños, el libro de memorias de la cantautora estadounidense Patti Smith, es una joya que da sustancia a la época en que se vivía en peligro sin saberlo y que el riesgo, la osadía, constituían la mayor aventura existencial a que podrían adscribirse los sensibles de corazón, los expulsados del mundo.
El fotógrafo Robert Mapplethorpe, que falleció en 1989, cuando apenas tenía 42 años, víctima del SIDA, fue el alma gemela de la autora de Horses y de esa unión habla la artista en un libro que vuelve a cobrar vida luego de la noticia en la víspera que da cuenta de que ShowTime ha comprado los derechos para convertirlo en serie televisiva, con guión de la propia Patti Smith y producción de John Logan.
El hotel Chelsea, Allen Ginsberg, Andy Warhol, Michel Basquiat… nombres hoy icónicos que traspasan la barrera de la nostalgia y contagian toda la vitalidad de un momento irrepetible y trascendente en la historia de la cultura pop contemporánea.
“Éramos unos niños es una oda a Mapplethorpe, pero también es una carta de amor al arte de los ‘60 en Nueva York”, dijo Time Out.
Patti Smith, nacida hace 68 años en Chicago, conocida por fusionar la poesía y el rock, ha producido junto con su banda más de ocho discos, entre ellos, Horses, Radio Ethiopia, Easter, Wave, Dream of life, Gone Again, Peace and Noise y Gung Ho.
Desde 2007, Smith forma parte del Salón de la Fama del Rock and Roll en Estados Unidos; en 2005 le fue otorgado el título de “Commandeur de I´Ordre des Arts et des Lettres”, del Ministerio de Cultura francés y fue reconocida por el ASCAP con el premio “Founders Award”, por su trayectoria.
UN LIBRO DE MEMORIAS EN 10 CITAS
“Solíamos reírnos de cuando éramos pequeños. Decíamos que yo había sido una niña mala que intentaba ser buena y él un niño bueno que intentaba ser malo. A lo largo de los años, aquellos papeles se fueron invirtiendo hasta que terminamos aceptando nuestra doble naturaleza. Albergábamos principios opuestos, luz y oscuridad”.
“Hallé consuelo en los libros. Curiosamente, fue Louisa May Alcott quien me procuró una perspectiva positiva de mi destino como mujer. Jo, “el chico” de las cuatro hermanas March en Mujercitas, escribe para contribuir al sostén de su familia, que está pasando graves apuros económicos durante la Guerra de Secesión. Llena páginas enteras de sus desordenados garabatos, más adelante publicados en la sección literaria del periódico local. Ella me dio valor para fijarme una nueva meta y pronto estaba ideando cuentitos y contando largos relatos a mis hermanos. A partir de entonces, acaricié la idea de que un día escribiría un libro”.
“Hacía calor en Nueva York, pero yo seguía llevando mi gabardina. Me daba confianza cuando recorría las calles en busca de empleo; mi único currículo era una breve temporada en una imprenta, unos estudios incompletos y un uniforme de camarera perfectamente almidonado. Conseguí empleo en un pequeño restaurante italiano de Times Square que se llamaba Joe’s. Cuando se me cayó una bandeja de ternera a la parmesana sobre el traje de tweed de un cliente a las tres horas de haberme incorporado, me exoneraron de mis obligaciones”.
“No teníamos mucho dinero pero éramos felices. Robert trabajaba a tiempo parcial y se encargaba del piso. Yo lavaba la ropa y preparaba la comida, que era muy limitada. Había una panadería italiana que frecuentábamos, cerca de Waverly. Comprábamos una hermosa barra de pan duro o 100 gramos de sus galletas pasadas, que vendían a mitad de precio. Robert era goloso, de modo que a menudo ganaban las galletas. A veces, la panadera nos ponía más cantidad y colmaba la bolsita de galletas amarillas y marrones mientras negaba con la cabeza y nos regañaba con simpatía. Seguramente sabía que aquella era nuestra cena”.
“Robert no se sentía especialmente atraído por el cine. Su película favorita era Esplendor en la hierba. La otra película que vinos aquel año fue Bonnie y Clyde. A Robert le gustó el lema del cartel: “Son jóvenes. Están enamorados. Roban banco.” En aquella película no se quedó dormido. Lloró. Y cuando regresamos a casa estuvo extrañamente callado y me miró como si quisiera transmitirme sin palabras todo lo que sentía. Había visto algo de nosotros en la película, pero yo no estaba seguro de lo que era. Pensé para mis adentros que él contenía todo un universo que yo aún desconocía”.
“Llegó un momento en que la estética de Robert se volvió tan avasalladora que sentí que ya no era nuestro mundo, sino el suyo. Creía en él, pero había transformado nuestro hogar en un teatro de diseño propio. El aterciopelado telón de nuestra fábula había sido sustituido por tonalidades metálicas y satén negro. La morera estaba envuelta en tupida redecilla. Me paseaba arriba y abajo mientras él dormía, chocando contra las paredes como una paloma solitaria presa en los estrechos confines de una caja de Joseph Cornell”.
“Robert estaba sentado en una silla debajo de un Larry Rivers en blanco y negro. Tenía la tez palidísima. Me arrodillé y le tomé la mano. El ángel morfinómano había dicho que, a veces, podías conseguir habitación en el hotel Chelsea a cambio de arte. Mi intención era ofrecer nuestra obra. Pensaba que los dibujos que había hecho en París tenían fuerza y no cabía duda de que la obra de Robert eclipsaba todo lo que adornaba el vestíbulo”.
“Estoy harto de parecer un pastor –dijo Robert, inspeccionándose el pelo en el espejo- ¿Me lo puedes cortar como un rockero de los ’50? Aunque estaba muy encariñada con sus rizos rebeldes, saqué las tijeras y pensé en la estética rockabilly mientras se lo cortaba. Recogí uno con tristeza y lo metí entre las páginas de un libro mientras Robert, fascinado con su nueva imagen, se miraba en el espejo”.
“Al ir a Nueva York había llevado conmigo unos cuantos lápices de colores y una pizarra de madera para dibujar. Había dibujado una muchacha sentada a una mesa en la que había cartas esparcidas, una muchacha que adivinaba su destino. Era el único dibujo que tenía para enseñar a Robert y a él le gustó mucho. Quiso que probara a trabajar con papel y lápices de buena calidad y compartió su material conmigo. Nos pasábamos horas trabajando uno al lado del otro, los dos hondamente concentrados.
“Una tarde vino a vernos Gregory Corso. Primero visitó a Robert y fumaron hierba, así que cuando pasó a mi parte del loft, el sol ya había empezado a ponerse. Yo estaba en el suelo escribiendo en la Remington. Gregory entró y examinó la habitación muy despacio. Vasos para orinar y juguetes rotos. Sí, una habitación como a las que a mí me gustan. Le acerqué un viejo sillón. Gregory se encendió un cigarrillo y se puso a leer mi montón de poemas abandonados. Se quedó dormido e hizo una quemadura en el brazo del sillón. La apagué con un poco de Nescafé. Él se despertó y se bebió el resto”.