Julieta Cardona
13/05/2018 - 12:00 am
Pego como niña
Debí haberle reventado la boca cuando me dijo que de seguro yo pegaba como una niña. Nomás para que le quedara claro cómo golpeamos. Me pasó hace tres días con un amigo. “Es en tono de broma, no te enojes”, dijo, porque en la arbitraria normalización de la opresión, la mayoría –tanto hombres como mujeres– excusan la misoginia. Y nosotras, al asentir o al evadir el tema, legitimamos el poder que se ha ejercido sobre nuestro cuerpo, reforzamos la cultura que perpetua las prácticas asquerosas de mutilación femenina.
Debí haberle reventado la boca cuando me dijo que de seguro yo pegaba como una niña. Nomás para que le quedara claro cómo golpeamos. Me pasó hace tres días con un amigo. “Es en tono de broma, no te enojes”, dijo, porque en la arbitraria normalización de la opresión, la mayoría –tanto hombres como mujeres– excusan la misoginia. Y nosotras, al asentir o al evadir el tema, legitimamos el poder que se ha ejercido sobre nuestro cuerpo, reforzamos la cultura que perpetua las prácticas asquerosas de mutilación femenina.
Tendría once años, una cosa así, y mi hermana y yo nos columpiábamos en los juegos del parque donde pasamos una infancia de verdad bonita. Pues ella y yo nos mecíamos de lo lindo hasta que llegó un grandulón –de unos 14 años– a rompernos las pelotas. Comenzó a llamarle “reina” a mi hermana. “A ver, mi reina, hazte para allá; mi reina, dame tu lugar; mi reina quiénsabequéotramierda”. Se le acercó y yo me le interpuse. Quizá porque me vio tilica y más pequeña –por no mencionar que era una niña–, me agredió primero. “¿Y tú qué vas a hacer?”, me preguntó altanero y me empujó del pecho.
Yo, bueno, hice lo que me pareció más natural: írmele encima y reventarle la cara a puñetazos. De pronto, yo estaba encima suyo, gritándole mientras le tronaba la nariz: “¡Mi reina tus huevos!”. Luego su hermano se me colgó de la espalda y mi hermana se le fue encima a él. Todo un espectáculo. Llegué a casa con la playera hecha trizas, salpicones de sangre y dos que tres rasguños en el cuello. Minutos más tarde, tocaron la puerta, era el grandulón y su padre, que no iba en son de paz, buscaba al niño macho varón masculino que le había destrozado el orgullo a su hijo, pero de la casa salí yo: una puberta descarrilada del patriarcado.
Y vayan ustedes a creer que no pasó mayor cosa, el padre volteó a ver su hijo con repugnancia y no le dijo una palabra, con tremenda ira sepulcral lo escoltó de vuelta a su casa, la cueva del macho desahuciado.
Ser una tomboy, una temeraria y lesbiana –para acabarla de amolar–, me salvó el pellejo muchas veces. Usé todo estereotipo que tuviera que ver con lo masculino para defenderme, qué chinga. Así que ya se sabe, sobre aviso no hay engaño: a la próxima –y ora sí que dispense la violencia– le meto un revés, en una de esas le acomodo las ideas.
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