hace unos días me llegó un mensaje de una desconocida. decía: “estás triste y no puedes esconderlo”. yo no contesté porque en general contesto pocas cosas, comenzando por los correos electrónicos de mi madre para quien es un suplicio no saber algo de mí. a ella contesto algo como “disculpa que tome ventaja de este derecho que creo tener de ser canalla, madre mía” y luego le cuento en lo que ando porque pues ella qué culpa.

la desconocida no sabe que ese día por la mañana me asomé al espejo tratando de reconocerme, pero no pude. metí un par de dedos en mi boca para sentir el filo de los dientes, me piqué los ojos, me estrujé la nariz, me quité la playera, me rasqué los tatuajes, me pellizqué los muslos, pero no: era una desconocida –tal como ella– en mi cuerpo.

no me escondí, tampoco lo intenté. el precio de vivir a flor de piel, sin máscaras, es algo parecido a un desapego efímero de nuestro propio cuerpo.

tenemos derecho a ser canallas, pero cuando decidimos no vivir bajo algún disfraz, pagamos el costo de la indecencia porque lo propio sería, por supuesto, que nos cubriéramos la tristeza o la alegría o el placer o el coraje o el desencanto o la envidia o las ganas o el acné o el puñetazo que te metió el esposo o el cólico de huevos que te dejó la novia o, qué sé yo: la esperanza. lo propio sería, por supuesto, esconder cualquier cosa para sentir que nuestra hipocresía –travestida de armonía social– no se ha alterado.

querida desconocida: dicen que esta frase es de Buda: hay tres cosas que no pueden ocultarse por mucho tiempo: el sol, la luna y la verdad. el resto, asumo, logra ocultarse en otra medida más mundana, pero para qué: hoy ni prisa tengo.

Julieta Cardona

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