Con la autorización de Miguel Ángel Santos Ramírez, Puntos y Comas comparte el cuento Collar de oro.
Por Miguel Ángel Santos Ramírez
Ciudad de México, 13 de abril (SinEmbargo).– El niño y el gato se miraban de frente; el uno anhelaba por fin poder devorar al otro, pero ninguno de los dos estaba dispuesto a asumir la soledad que le traería comerse a su compañero. Y, de pronto, estaban de nuevo acurrucados en la esquina de aquella casa en ruinas, como si nada hubiera pasado. Dormían juntos bajo el montón de trapos deshilachados para procurarse calor.
Al despertar, el niño asomó la cabeza por el rincón de donde se habían desprendido unos ladrillos, ahí encontró un trozo de pan que había guardado el día anterior. Buscó con la vista por la habitación y, entre los escombros, vio la cola negra del gato deslizarse suavemente. El niño se levantó después de apartar los trapos viejos y avanzó hacia el gato. El animal emitió un ronroneo cuando el pequeño pasó la mano por su lomo. El niño le ofreció la mitad del pedazo de pan, pero el gato ya había encontrado su alimento, llevaba entre los dientes el cuerpo desgarrado de un roedor. Se sentaron y comieron juntos con la mirada perdida en la ventana sin cristal.
Afuera se sentía frío. El día era gris, como todo en aquel barrio. Las calles estaban repletas de basura acumulada por semanas. El gato husmeaba en la basura y, de vez en cuando, la revolvía con una pata, pero nunca encontraba nada particularmente útil y regresaba a caminar al lado del niño. Ambos se dirigían a la casa del hombre de la nariz torcida, con la esperanza de que les diera agua o comida a cambio de un trabajo.
Entraron al edificio. Hacía tiempo que ya no tenían que llamar a la puerta porque se había desprendido de las bisagras y nadie se había tomado el tiempo de volverla a colocar. Pasaron junto a una pareja de mujeres desnudas que dormían en uno de los rincones. El gato saltó sobre las piernas de una de ellas y esta emitió un quejido ronco sin moverse. Alcanzaron las escaleras y tuvieron que pasar por encima del cuerpo inmóvil de un hombre calvo que tenía una jeringa ensartada en el brazo izquierdo. Los peldaños de madera rechinaban bajo los pies del niño. Finalmente llegaron al piso superior y se encontraron con la puerta de la habitación abierta. Adentro no había nadie más que una anciana sentada sobre un huacal. La vieja sostenía una revista frente a sí, pero, por su expresión, parecía ser incapaz de leerla. Cuando advirtió la presencia del niño, dejó la revista a un lado y volteó.
—Hola, pequeño, acércate.
El niño desvió la mirada y se mantuvo parado junto a la puerta. El gato se acomodó sobre sus zapatos agujerados.
—Vienes a buscar a Beto, ¿no? Ayer en la noche salió con una mujer y no ha regresado —dijo la anciana con una voz lenta y pesada.
El niño asintió y bajó la vista hacia el gato que se encontraba lamiendo una de sus patas.
—¿Cómo se llama?
El pequeño miró a la mujer y de repente sintió miedo. Movió el pie y el gato se apartó. Luego, ambos ya se encontraban bajando las escaleras. Al niño le sorprendió no encontrar al hombre calvo tirado sobre los escalones, pero más le sorprendió verlo caminando normalmente como si minutos antes no hubiera parecido más muerto que el desayuno del gato.
Cuando salían del edificio, se toparon con el hombre de la nariz torcida, quien los miró fijamente con esos grandes ojos rojos.
—¿Adónde vas, cabroncito? —dijo el hombre mientras se acomodaba el pantalón. El niño dio un paso atrás y el gato lo siguió—. Te tengo un trabajito. ¿Puedes hacerlo?
El niño asintió.
2
En la avenida los coches pasaban rugiendo a gran velocidad. El niño observaba esto sentado junto a la caja vacía de un teléfono público. El gato caminaba dando vueltas a su alrededor mientras maullaba impacientemente. El hombre de la nariz torcida, al que la mujer llamaba Beto, le había encargado sentarse ahí hasta que llegara alguien a darle instrucciones. Él, por supuesto, no se había negado.
Empezaba a hacer un poco de calor en la calle. Sin embargo, el sol solo asomaba algunos de sus rayos, pues el cielo estaba lleno de nubes. Las personas pasaban de un lado a otro y, de repente, la calle se encontró totalmente repleta de gente. Asimismo, el tránsito en la avenida se había detenido y los cláxones sonaban insistentemente. Una señora que llevaba de la mano a una niña pequeña se detuvo frente al niño y al gato, y los miró a ambos. Buscó en su bolso y sacó una torta envuelta con una servilleta, la cual le entregó al niño. Mientras él tomaba la torta, se fijó en la cara de la niña, que lo observaba con un gesto de disgusto. Seguramente, esa torta había sido de ella. El niño partió la torta a la mitad y le entregó la mitad más pequeña al gato. Cuando terminó de comer su mitad, volteó a un lado y vio que el gato había dejado el pan y sólo se había comido el jamón y el queso. Entonces, el niño recogió el pan y lo comió sin importarle que estuviera sucio.
Al poco rato de haber comido, se le acercó un hombre joven que llevaba puesto un gorro gris. Llevaba en la mano una mochila pequeña. El niño tomó la mochila, pues sabía que era lo que Beto le había encargado hacer.
—Dale la mochila a un hombre de barba larga que lleva una playera con un dragón. Él te va a dar otra mochila igual. Se la vas a llevar a Beto —dijo el hombre del gorro y se alejó por donde había llegado.
Cuando el sol comenzaba a ocultarse, el niño identificó al hombre de barba larga y playera de dragón, entonces, se acercó a él. Intercambiaron mochilas sin mirarse y ambos se retiraron.
El niño y el gato estaban llegando de nuevo al edificio donde se encontraba el hombre de la nariz torcida, pero se detuvieron antes de entrar. En el suelo había un objeto brillante que parecía un collar, estaba atorado entre dos piedras. El niño se agachó y lo tomó entre sus dedos. Parecía hecho de oro. Podría venderlo y comprar algo de comer. Lo guardó en el único bolsillo de su pantalón que no estaba roto y siguió andando hacia el edificio. El gato se adelantó y atrapó un pequeño ratón que había salido de un hoyo.
Ahí en la sala, las dos mujeres seguían acostadas, pero parecía que habían dejado de respirar. Seguramente, habían muerto como tantas personas lo habían hecho en las mismas condiciones. El hombre calvo estaba sentado de espaldas mirando a la ventana del fondo. Tampoco se movía. El niño y el gato subieron las escaleras y, al entrar a la habitación, se encontraron con Beto y la anciana. Ambos estaban sentados frente a frente con una expresión fría. El niño dio un paso, pero el gato se atravesó para impedir que avanzara. El hombre y la vieja estaban inmóviles como los demás. El gato anduvo lentamente hacia ellos y con una pata intentó rasguñar la pierna de la mujer. Para sorpresa del niño, la pata del gato dio contra el suelo como si la mujer no estuviera ahí. Y, en efecto, ya no estaba ahí. Se había esfumado de pronto. Lo mismo sucedió con Beto, y en la habitación ya sólo estaban el niño y el gato.
Bajaron las escaleras solo para darse cuenta de que las personas que estaban en la planta baja también se habían fundido con el viento. No tenía caso seguir ahí. El niño y el gato volvieron a la casa en ruinas en donde dormían.
3
El niño despertó. Se levantó con cuidado para no despertar al gato, que ahora ya tenía el pelaje lleno de canas. Ahí, en una esquina, había dejado la mochila que tendría que haberle entregado a Beto. La tomó y revisó su contenido. La mochila contenía una gran cantidad de billetes. El pequeño no pudo reprimir una exclamación, la cual despertó al gato. ¿Qué iba a hacer con tanto dinero ahora que Beto no estaba?
De pronto, un pedazo de techo cayó entre el niño y el gato. Ambos se miraron y después voltearon a ver el techo de donde se había desprendido aquel trozo de cemento. Esa casa no aguantaría más, se estaba deshaciendo. Tendrían que salir de ahí y conseguir otro lugar para vivir. Quizá aquel dinero les serviría para rentar un cuarto.
La lluvia caía con furia. En la calle andaban las personas con sus paraguas mientras el niño y el gato trataban de refugiarse bajo las marquesinas. Llegaron a la esquina, en donde había un pequeño local del que surgía un agradable olor. Se detuvieron un momento para comprar algo de comida. La señora se mostró muy amable con el niño y lo invitó a sentarse; pero, cuando él se negó a dejar al gato fuera, la señora le prohibió la entrada. El niño terminó comprando un par de sándwiches en una tienda. El gato nuevamente dejó el pan y solo comió el contenido. El niño esta vez no se comió las sobras del gato; el sándwich estaba muy bien preparado y pudo llenarse con eso.
La tormenta se había transformado en una llovizna. El niño ya se encontraba empapado, al igual que el gato. Caminaban sorteando los charcos, aunque fuera imposible que se mojaran más. Era hasta cierto punto bueno entretenerse en algo mientras andaban.
De repente, el sol salió y mostró la claridad de la calle. El gato parecía más cansado y su pelaje ya era el de un felino viejo. El niño, asimismo, había dejado de ser tal. Su rostro ya mostraba las primeras señales de vello y sus ojos se habían vuelto más serios y duros. La ropa que llevaba el adolescente estaba deshilachada y llena de cortes por todos lados. En algún punto, la playera mostraba manchas marrones de sangre seca. Y la mochila del dinero había desaparecido de sus manos. La tendría, quizá, una banda de delincuentes. Pero que le hubieran quitado el dinero no era lo que más le dolía, sino el hecho de que se hubieran llevado también el collar de oro. El gato parecía igualmente molesto, pero su vejez no le permitía volverse y atrapar a los ladrones, simplemente andaba junto a su compañero.
Llegaron al centro de la ciudad y ambos se sentaron en una banca mientras observaban a las personas. Todos parecían felices, como si los rayos del sol fueran la suma de las sonrisas de la gente de ahí. Entonces, mientras una nube pasaba frente al sol, el joven pensó en que no sabía lo que era sonreír. Nunca había tenido la oportunidad de hacerlo.
El adolescente fijó la vista en una joven mujer que caminaba en dirección al monumento de una señora mayor con la mano en la cadera y la vista hacia el horizonte, y, cuando se detuvo, el adolescente observó que ella llevaba puesto su collar de oro, el mismo que le habían robado. Se levantó de su asiento, corrió hacia la mujer y se plantó frente a ella. Entonces, la miró con un gesto triste mientras emulaba un murmullo bajo. La mujer se inclinó para escuchar lo que le decía el adolescente y este aprovechó el momento para arrancarle el collar. Huyó lo más rápido que pudo y alcanzó a escuchar que la mujer pedía a gritos un policía.
Ahí sentado al fondo del callejón, mientras contemplaba el collar, se dio cuenta de que el gato no lo había seguido. Al parecer, ahora sí estaba solo. Le hubiera gustado, por lo menos, probar un poco de la carne de ese gato, sería deliciosa pero no abundante. En fin, tenía el collar y era eso lo que importaba.
4
Al fin se había cambiado la ropa, incluso se había dado un baño. Se rasuró, pero decidió conservar su cabello largo, que le llegaba por debajo de los hombros. Salió de su pequeña casa con dinero en un bolsillo, el collar de oro en el otro y un arma de fuego en el cinturón. Se sentó en un escalón, como siempre, para esperar a Francisco. Minutos después, cuando el sol se ocultaba, su compañero llegó. Caminaron hacia el callejón y se ocultaron en las sombras.
En el borde de una de las ventanas, el adolescente, que ya se había convertido en hombre, pudo distinguir tres gatitos dormidos. Apartó la vista, pues sintió una punzada en el corazón.
—Ahí viene una mujer —dijo Francisco y salió del escondite. El hombre lo siguió.
Mientras apuntaban con las armas a la mujer, Francisco le decía que querían el dinero y el celular. El hombre se limitaba a asentir a la voz de su compañero. La mujer no pudo reprimir un grito que llamó la atención de un par de policías que se encontraban a la vuelta. El hombre logró escabullirse y dejó a Francisco atrás, a merced de los oficiales. Mientras corría, volteaba de vez en cuando y vio cómo los oficiales, su compañero y la mujer se quedaban inmóviles y se desvanecían.
Cuando se cansó de correr, entró en un burdel y simpatizó con una de las prostitutas. Era una mujer acabada, con los dientes corroídos por el tabaco; además, tenía un olor amargo, como de enfermedad. Pero al hombre no le importó, solo quería relajarse. Pagó la cuota y entró al cuarto seguido de la mujer.
Mientras la prostituta acomodaba su agrietado cuerpo sobre él, pudo ver que del otro lado de la ventana se asomaba un animal con los ojos amarillentos y nocturnos, como de un cazador. El hombre sonrió y cerró los ojos.
En la oscuridad, el hombre pudo escuchar no un gemido de placer, sino un llanto sutil que provenía del alma de la mujer.
5
Salió del burdel y se sintió enfermo. El corazón le punzaba de nuevo y el estómago se le había revuelto. Se detuvo frente al espejo de un auto y fijó su mirada en su reflejo. Pudo ver que su rostro se había vuelto pálido y se había llenado de manchas. Además, su piel se encontraba arrugada y flácida. Volteó la vista hacia el burdel y vio que la puerta estaba cubierta con cintas amarillas y un cartel que decía “CLAUSURADO”.
Continuó su camino hacia el centro de la ciudad. Volteó a su derecha y vio que la prostituta lo acompañaba. Intercambiaron miradas serias mientras el hombre trataba de ocultar el collar. Sabía perfectamente que eso era lo que ella deseaba. Ella negó con la cabeza y se despidió dirigiéndole una mirada acusatoria que penetró muy profundamente en su interior. Aquella mujer desapareció tras una cortina de niebla que perseguía al hombre.
Al doblar a la derecha, se encontró con los policías y con Francisco, quien estaba esposado. Los oficiales miraron directamente al bolsillo del hombre. Sabían que ocultaba el collar ahí, pero decidieron no acercarse. Francisco lo maldijo en voz baja pues también había querido el collar. La niebla seguía su curso.
El adolescente sacó el collar y lo contempló. Era realmente hermoso. No podía creer que hubiera estado a punto de venderlo. Llegó al centro de la ciudad y se encontró con la mujer que había tenido antes ese valioso objeto. Ella quiso recuperarlo, pero él logró escapar. La niebla se tragó a la mujer cuando esta se cansó de perseguir al adolescente.
Caminó por un largo rato hasta encontrar una mochila que estaba tirada en el suelo y se arrodilló para recogerla. Adentro había billetes. El niño se echó la mochila en la espalda. Llegó al barrio del que había escapado hacía muchísimos años y reconoció la casa de Beto. Y ahí estaba el hombre de la nariz torcida junto a la anciana y las otras personas que iban al lugar. El niño los saludó y le entregó la mochila a Beto. Éste le agradeció y le dio a cambio una manzana y una botella de refresco. Vaya que se había portado generoso ese día; pero el niño se dio cuenta de que lo que Beto quería era el collar. Cuando el niño se aseguró de que la niebla se había llevado a Beto y a los demás, devoró la manzana y bebió el refresco.
El niño observó la casa en ruinas, pero pasó de largo. No quería entrar, pues la niebla podría alcanzarlo. En cambio, siguió caminando y se paró frente a un enorme muro.
—¿Qué desea, señor? —dijo una mujer que pasaba por ahí. Llevaba puesto un hábito de monja.
El niño negó con la cabeza y trepó al muro. Entró y vio que el pasto se había secado y casi todo el patio era pura tierra. Se adelantó hasta el edificio principal y, de repente, ya no pudo seguir caminando.
Entró gateando y pasó al lado de muchos niños y niñas que lo miraban con cierto interés y miedo. Finalmente, llegó y se recostó en un montón de cojines apilados. Era una sensación reconfortante. Cerró los ojos por un momento, y cuando los abrió se encontró con los ojos del gato. Era este apenas un animalito recién nacido. El gatito maulló y se echó al lado del bebé. Cuando la monja llegó para ver qué sucedía vio que el bebé sostenía entre sus dedos el collar de oro.
—Ese collar estaba contigo cuando te encontramos, ¿sabes? —la monja suspiró—. Veo que te llevas bien con el gato. Serán grandes compañeros —la monja sonrió y se alejó.
El bebé, entonces, sintió una punzada en el corazón y se retorció. Finalmente, el dolor pasó y solo sintió una tranquilidad inmensa acompañada por un ronroneo. —Gato —dijo el bebé antes de ser devorado por la niebla que inundó la habitación del orfanato.