La lucha y lo que la envuelve es un lenguaje cifrado, un acto de lenguaje que además de seducirnos es una adivinanza, un reto. Para ayudar a descifrarlo, como eje de los dos números clave que Artes de México ha dedicado a ese fenómeno tan peculiar y tan vivo, los editores emprendieron una nueva traducción, realizada magistralmente por María Palomar, del ensayo clásico de Roland Barthes sobre la lucha.
Por Alberto Ruy Sánchez
Ciudad de México, 13 de marzo (SinEmbargo)- Es un hecho que la lucha libre apasiona y fascina. Algo en ella envuelve los sentidos y posee al público completamente. Y una de sus dimensiones más atractivas es la del lenguaje que se despliega desde las gradas a gritos. Ahí una segunda lucha libre, hecha de palabras, flota simultánea en el aire como otra piel de la noche.
Pero toda la lucha y lo que la envuelve es un lenguaje cifrado, un acto de lenguaje que además de seducirnos es una adivinanza, un reto. Para ayudar a descifrarlo, como eje de los dos números clave que Artes de México ha dedicado a ese fenómeno tan peculiar y tan vivo, los editores emprendieron una nueva traducción, realizada magistralmente por María Palomar, del ensayo clásico de Roland Barthes sobre la lucha. Forma parte de la serie de osadas incursiones en la vida cotidiana que el autor emprendió en los años cincuenta y que se convirtieron en claves para comprender el lenguaje del mundo que comenzaba a querer ser moderno. Primero publicó uno cada mes en revistas. Una serie que agrupó luego en un volumen bajo del título significativo de Mitologías. Con ese libro abrió puertas al pensamiento para reflexionar sobre lo que entonces no se consideraba digno de atención mayor.
Puso en la mesa una cincuentena de temas con los que la gente convivía pero sobre los que no reflexionaba. Y cerró su libro con un largo ensayo propositivo, titulado “El mito hoy”, en el que inventó un nuevo campo de pensamiento, a medio camino entre la antropología, la sociología, el psicoanálisis y la lingüística. El seminario que sería su cátedra permanente se llamaría: “Sociología de signos, símbolos y representaciones”. En Mitologías lanzó un programa para develar las ideologías de los poderes de su tiempo con el instrumento de la poesía. “Entiendo por poesía”, dice Roland Barthes,“la búsqueda del sentido inalienable de las cosas”. Y su meta, en libros y cursos, era intervenir con la lucidez de la poesía en “la desgarradura del mundo social”. Lo que debemos buscar, sostiene, es “una reconciliación de los humanos con lo real, de la descripción con la explicación, de las cosas con el saber”.
Sobre la lucha adelantó ideas fundamentales. Explicó por qué no es un deporte como el box, por ejemplo, completamente protestante: donde se rinde culto aséptico al esfuerzo. Donde las cualidades físicas de un contendiente se imponen sobre las del otro. La lucha es más cercana al teatro antiguo y los espectáculos rituales y excesivos del barroco. Despierta una emoción descarnada: la lucha, o el catch, como se le llama en Francia, sucede bajo “una luz sin sombras, elabora una emoción sin pliegues.” Emoción bruta e incuestionable.
Roland Barthes describe cómo cada personaje y situación se conectan con regiones inmediatamente viscerales del espectador. El físico del luchador, obeso o atlético, su despliegue de máscara y traje y cabellera, es el primer mensaje afectivo. Los luchadores encarnan defectos y virtudes, aspiraciones y vilezas, son una Comedia Humana “que entrega al público el gran espectáculo del dolor, de la derrota, y de la justicia.” Todo ello amplificado por el énfasis de la máscara. Que como en el teatro griego subraya más de lo que esconde. “Una orgía de malos sentimientos” en la escena produce, según Barthes, la mejor lucha.
Ellos saben volar
Los villanos, los rudos, son siempre excesivos, rompen las reglas por pulsión, hacen trampa sistemáticamente. Son malísimos y el público se los cobra. Cada espectador es parte de la lucha. El arma principal de la persona que vocifera desde las gradas es el ingenio. El doble sentido de sus gritos es una llave verbal que todos gozamos como se disfrutan las llaves físicas aplicada en el escenario del cuadrilátero. Que en la lucha libre se llama fastuosamente el ámbito del “pancracio”, el ámbito donde está en juego todo el poder.
Con mucha frecuencia, el ritual del exceso hace que la acción suceda más allá del cuadrilátero encordado. Los luchadores se salen pero lo suyo no es un salto hacia afuera, es un vuelo de ave o de dios, un gesto sobrehumano. Que, ocasionalmente, se lanza incluso sobre el público. Se rompen todas las reglas del espacio y del tiempo supuestamente acordadas. Algunas veces se anuncia o se inicia una pelea en las tribunas. En otras ocasiones, el luchador ofendido y humillado reta de pronto al público que lo abuchea y se baja del ring para lavar la vergüenza de haber sido insultado. Nunca pasa a mayores. La inminencia de los golpes prohibidos fuera del ring es parte del drama.
Pero el despliegue de malabarismos, de enorme elasticidad de los cuerpos y sus masas rebotando contra las cuerdas, el espectáculo de energía desbordante, tiende a lo contrario: al nudo, a la contención forzada, al espectáculo del dolor, la humillación. La llave aplicada hasta el fin es la mitología misma del sufrimiento humano. El repertorio de llaves es toda una gramática del sufrimiento impuesto y de la derrota.
Pero se convierte en una derrota de dimensiones míticas, mucho más tremenda que una derrota deportiva. Es la derrota de los dioses y de los humanos. No es el resultado de una destreza o de una fuerza física sino de algo más antiguo y profundo. Aquí toda derrota es mítica. Es derrota o victoria de la justicia. No de un deportista hábil o torpe.