MARIANA LIMA BUENDÍA PONE A LA CORTE EN PRUEBA

19/03/2015 - 12:00 am

PRIMERA DE DOS PARTES

Entre el 29 de junio de 2010 y el 25 de marzo de 2015 habrán transcurrido 4 años, 8 meses y 25 días. Ese es el tiempo transcurrido entre el asesinato de Mariana y la fecha –el próximo miércoles– en que las y los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) se pronunciarán en torno al feminicidio ocurrido en Chimalhuacán, Estado de México.

El caso de Mariana, la hija asesinada de Irinea y Lauro, los padres en permanente luto y exigencia de justicia, ejemplifica los principales obstáculos y problemas que enfrentan los familiares de víctimas de feminicidio debido a que, independientemente de cómo ocurren las muertes violentas de las mujeres, las autoridades omiten una investigación con debida diligencia y perspectiva de género.

En septiembre de 2013, la SCJN atrajo el caso de Mariana al considerar fundadas las quejas por las omisiones cometidas por las autoridades de procuración de justicia del Edomex para investigar de manera adecuada y oportuna el caso. No es un hecho menor para las miles de mujeres asesinadas en México. El 25 de marzo próximo, los mexicanos estaremos ante la oportunidad histórica de que la Corte reconozca la importancia de la realización de diligencias necesarias para investigar, con perspectiva de género, las muertes violentas de mujeres y los feminicidios, y siente un precedente para establecer estos criterios de investigación.

Por primera vez, la SCJN podrá pronunciarse en el sentido de que las autoridades encargadas de procurar y administrar justicia consideren determinadas actuaciones con perspectiva de género en términos de lo establecido por la sentencia de “Campo Algodonero”, dictada por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

La atracción del caso de Mariana Lima Buendía y la sentencia favorable pondría en evidencia que el tema de violencia contra las mujeres es un tema de preocupación y de grave violación a derechos humanos. La determinación que se dicte es trascendente, pues coadyuvaría a la lucha de las víctimas de feminicidio por el acceso a la justicia y el derecho al conocimiento de la verdad.

Irinea y Lauro, los padres de Mariana. Foto: Humberto Padgett, SinEmbargo
Irinea y Lauro, los padres de Mariana. Foto: Eduardo Loza

Ciudad Nezahualcóyotl, Estado de México, 19 de marzo (SinEmbargo).– Irinea Buendía toma un cordel idéntico al que, según la justicia mexiquense, su hija utilizó para colgarse. La mujer de rostro moreno y cabello blanco camina a la ventana de la sala de su casa, se recarga la pared y se lleva el lazo alrededor del cuello.

Deja caer su peso calculando no caer, pero con la suficiente fuerza para demostrar dos cosas: la marca que dejaría un ahorcamiento de esa naturaleza sería profunda y dibujaría una “U”, con el centro de la forma en la parte de mayor contacto con tendencia a desvanecerse hacia los lados y arriba.

Pero antes prueba algo más: esa soga no soportaría el peso de una mujer adulta. La madre de Mariana Lima ha hecho la prueba una y otra vez. Un hilo para macramé como ese cede a los 14.5 kilos.

“A mi hija la mató su esposo, un policía judicial al que por premio hicieron comandante de Toluca. Pienso que el dolor no se acabará; a lo mejor sufra demencia y piense que todo estará bien, pero ya no. A mi hija nunca la voy a tener otra vez conmigo, y eso me queda bien claro.

“Siempre hemos tratado de que se haga justicia; ese pedir y pedir y exigir justicia es simple y sencillamente para que otras mujeres no mueran. Independientemente de lo que hagamos mi hija nunca volverá, pero quiero que el hombre que mató a mi hija no mate a otra mujer”, habla Irinea Buendía en entrevista pocos años después de la muerte de Mariana Lima.

Y ya se verá: el comandante de la Policía Judicial del Estado de México Julio César Hernández Ballinas es la perfecta metáfora del sistema de justicia mexiquense respecto de las mujeres.

***

Irinea Buendía nació en 1952 en Tenextepango, Morelos, en la zona de mayor influencia del caudillo revolucionario Emiliano Zapata, en cuyas historias de justicia y rebelión al oprobio cabalgó su infancia.

No mucho tiempo después murió su padre.

Los Buendía visitaron su tumba e hicieron camino al DF con la esperanza de encontrar en la capital mexicana un tratamiento para la meningitis que sufría una de las hermanas menores; el médico del pueblo había dejado claro que él no la sacaría adelante y que necesitaba hospitalización y tratamiento especializado. Toda la familia se aferró a la vida de esa niña.

Tal vez en ese momento se encendió en ellos el profundo sentido de lucha por la vida de sus mujeres. Era 1968, Irinea lo recuerda bien porque la Ciudad de México sufría en la ambigüedad entre la fiesta olímpica y la matanza estudiantil.

Irinea abandonó la escuela en busca de trabajo para contribuir en la compra de medicinas para su hermana enferma. El esfuerzo no fue en vano y la niña sobrevivió, pero la vida de todos cambió para siempre. No regresaron a Morelos sino que compraron un terreno en la colonia El Sol, en Ciudad Nezahualcóyotl, una porción de territorio que poco tiempo atrás se desprendiera de Chimalhuacán, cadáver del paraíso que fuera el lago de Texcoco.

A los pocos años, Irinea rompió la regla moral de ese tiempo y vivió en unión libre con un hombre con quien procreó sus primeros dos hijos, niño y niña. La pareja rompió y ella conoció a José Lauro Ignacio Lima Cervantes, quien una tarde lustró sus zapatos, planchó su camisa, y con la debida ceremonia que el asunto exigía, pidió la mano de Irinea.

Lauro es un hombre de cuerpo pequeño, cabeza blanquísima, humildad apacible e inteligencia luminosa que lo llevó a descubrir los libros por cuenta propia. Se entusiasmó con Emilio Salgari al grado de tener la audacia de nombrar Sandokan a uno de sus hijos.

Irinea y Lauro continuaron su vida en Neza. Él trabajaba como inspector de reparto de hielo para la Cervecería Modelo, un empleo que lo llena de un cándido orgullo que alcanza su cima cuando relata los momentos en que, cada Navidad, él mismo llevaba un cartón de cervezas Victoria al dueño de la empresa.

La pareja adquirió un pequeño puesto de jugos y licuados en el mercado, que Irinea atendía. La vida parecía sencilla: los dos niños estudiaban en alguna primaria cercana y esperaban a Lauro para comer; a él se le dio naturalmente la crianza de los muchachos con los que llegó su mujer.

El matrimonio aprovechó una oferta para comprar la casa en que hasta ahora viven y donde nació Mariana, exactamente en el mismo lugar en que ahora Irinea habla de su Marianita muerta.

La niña nació el 25 de marzo de 1981 precediendo a Laura y Sandokan, el último de los hijos de Irinea y Lauro.

“En el jardín de niños se llevaba bien con todos los demás; siempre jugaba, nunca peleaba. Alguna vez Laurita, más pequeña, la defendió: a Marianita no le gustaba pegar y nunca tuve ninguna queja de ella, jamás. Hasta ya de grande le gustaba mucho bailar. La Flaquita tocaba la flauta en la secundaria. Le gustaba la “Flauta de Pan”, se la aprendió muy bien.”

Mariana era hábil con las manos: aprendió tarjetería, bordado e hizo un curso de estilista antes de ingresar al Colegio de Ciencias y Humanidades de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), plantel Oriente. Era una muchacha con un encendido sentido de la justicia heredado de Irinea y una perseverante dedicación al aprendizaje, por ejemplo de Lauro.

Logró estudiar Leyes en la muy solicitada Facultad de Derecho, en Ciudad Universitaria. Creía con tierna honestidad que su trabajo significaría un cambio, aunque fuera modesto, en un mundo definido por la injusticia.

La muchacha se planteó la meta de cursar una maestría en Derecho Penal y en 2006 consiguió empleo en el Centro de Justicia de Chimalhuacán, en el oriente de la zona conurbada de la Ciudad de México y uno de los sitios con mayor concentración de miseria urbana en el país.

Chimalhuacán ha tenido únicamente gobiernos priistas y su trazo fue resuelto por invasores profesionales de terrenos que vendían dos o tres veces cada lote a familias de pocos recursos llegadas principalmente del sur de México. Esos acaparadores se convirtieron en poco tiempo y hasta el presente en los dueños de la economía y la política del municipio, un sitio sin árboles, agua escasa y enjambres de carretas tiradas por caballos y mulas cuyo sufrimiento ni siquiera es posible imaginar.

Tal vez Chimalhuacán, con 612 mil habitantes en 2010, sea el único lugar en la Ciudad de México –integrada por el Distrito Federal y hoy mayormente por el Estado de México– en que aún se ven niños y ancianos descalzos en las calles.

La Procuraduría General de Justicia del Estado de México construyó en Chimalhuacán un Centro de Justicia.

En ese lugar Mariana conoció a un policía judicial, el hombre de su vida y, sostiene Irinea, su madre, con claras evidencias, el hombre de su muerte.

***

Irinea vivió junto a su hija los oscuros años de matrimonio con un policía judicial. Foto: Humberto Padgett, SinEmbargo
Irinea vivió junto a su hija los oscuros años de matrimonio con un policía judicial. Foto: Eduardo Loza

En 2008 Mariana concluyó la licenciatura y sus compañeros de la Procuraduría festejaron en casa de la muchacha. Aún faltaba la titulación, pero eso estaba a la vuelta de la esquina.
Asistieron el agente del Ministerio Público, su secretario y otros funcionarios. También Julio César Hernández Ballinas, un policía judicial mejor conocido por su segundo apellido; sólo Mariana se dirigía a él por sus dos nombres de pila. Pronto mostró tener el protagónico de la reunión.

Ballinas es alto, fornido, muy moreno, tiene nariz ancha, es parcialmente calvo –cuando no se afeitaba la cabeza, se teñía el poco pelo de rubio–, se deja o dejaba el bigote y resultaba evidente que era varios años mayor que Mariana: él tenía 45 y ella 29.

En aquella fiesta vistió camisa blanca y pantalón y zapatos negros; se sentó en la cabecera, desenfundó su pistola y la colocó sobre la mesa. Parecía en actitud vigilante y su posición cerca de la puerta de la casa resultó para los padres una exhibición chocante de su ánimo alerta.

Aunque esa noche se abstuvo de beber alcohol, llamó la atención con gritos y groserías; sólo bajaba la voz cuando se dirigía, con cuchicheos, al agente del Ministerio Público, su jefe.

No dejó su lugar hasta que Marianita se acercó.

–Ven, te voy a presentar a mis papás –pidió la joven mujer a Ballinas.

Irinea recordaría, años después, su primera impresión del policía judicial: “Cuando nos lo presentó, de inmediato percibí a un tipo muy prepotente, con un ego muy grande y que se siente más que nadie, que se piensa el dueño del mundo, así lo siento yo; que todos le quedan chicos y nos ve como por encima del hombro, yo siento”.

El tipo evitó el saludo de mano. Sus ojos rojos refulgían dentro de los párpados colgados.

–Buenas tardes, jefa –se dirigió a Irinea.

Lauro, el papá de Mariana, se había tomado algunas cervezas y estaba con un ánimo parlanchín.

–¿Es tu novio o tu amigo? –le preguntó a Mariana.

–No, es mi amigo nada más –se sonrojó la joven.

–Aquí sí tienes que andar muy derechito, porque Marianita es hija de familia –advirtió el agente del Ministerio Público al policía judicial sólo para confirmar la relación.

Ballinas escuchaba y observaba. Al final de la reunión, Lauro obsequió una caja de cervezas a sus últimos invitados y se despidieron.

Trataron con Ballinas una vez más antes de que el policía judicial, con prisa y fastidio, atravesara el trámite de pedir la mano de Mariana.

Irinea describiría a su inminente yerno: “Bastó mirarlo a los ojos para darse cuenta de que es como las víboras: nomás están esperando el momento en que alguien falle para ellos sentirse más todavía”.

***

–¿Es tu amigo o es tu novio? –averiguó Lauro apenas tuvo oportunidad, mostrando con sutileza su desagrado por ese hombre a quien describiría años después:

“Desde el primer momento nos causó mala impresión”, complementa. “Se nota prepotente de inmediato, como el dueño del mundo. En su actitud exige que se le respete y se acaten sus decisiones. Lo tratamos poco porque era mal visto en esta casa: no era hombre para ella. Siempre hemos tenido la opinión de que los policías judiciales son prepotentes”.

Mariana calló y Lauro, con su permanente actitud afable, se sentó al lado de su hija y le relató cómo había aprendido que los policías no son hombres de fiar.

Antes de casarse con Irinea, tuvo una tienda en el Distrito Federal, cerca de la Basílica de Guadalupe.

–Como provinciano, uno no tiene malicia –escogía las palabras con su hija–. Dos veces me sorprendieron los rateros, yo creo que mandados por la misma policía.

Para su suerte, conoció a un policía judicial con quien inició cierta amistad. Ese hombre le presentó a uno de sus cuñados, quien con el tiempo apareció en la tienda de Lauro y le pidió dinero prestado con el argumento de que necesitaba una refacción para su vehículo, mostrándole un trozo de fierro engrasado como prueba de su necesidad.

–Pues yo no tengo, mi capital no es mucho y el que me cae lo utilizo para la mercancía –intentó justificarse Lauro.

–Mire, présteme ciento cincuenta pesos –“dinero de hace cuarenta y cinco años”, subrayó Lauro en su relato para aclarar la cuantía del préstamo, pero él no supo resistir y le entregó 200.

–Yo mañana se lo traigo temprano –prometió el pariente del judicial.

–Espero que así sea, porque ya sabe que aquí el dinero nunca sobra.

El tipo se fue y no volvió. A los dos o tres días llegó otro sujeto con sombrero texano, chamarra de piel y zapatos cafés; aguardó a que Lauro terminara de despachar a unos niños.

–Buenos días –saludó el tendero.

–Buenos días. ¿Usted es el dueño de la tienda?

–Sí, yo aquí lo atiendo.

–Pues mire, tenemos una denuncia contra usted.

–¡Ah, caray! Si yo ni salgo de mi changarro. ¿Denuncia? ¿Por qué o de qué?

–Usted es comprador de chueco –así se le dice a lo obtenido ilegalmente.

–¿Qué?

–Sí, sí, usted: lo que se roban los rateros se lo vienen a vender a usted. –La refacción grasienta relució en la memoria de Lauro–. Agarramos a un ladrón de coches, de esos que los desmantelan y luego venden las cosas que les quitan, y usted le compró una parte de la bomba de agua.

–No, yo no la compré, mire, la cosa estuvo así –para efectos de impartición de justicia en México, Lauro se ubicó circunstancialmente, ya daba lo mismo cualquier explicación–: conozco a un fulano que es un compañero de usted, un agente, tiene un cuñado y él me vino a pedir el favor de que le prestara doscientos pesos para comprar una pieza de un carro descompuesto.

–Sí, así son estos hijos de tal por cual –Lauro evitó ensuciar el lenguaje–, lo que pasa es que todo esto nosotros ya lo dimos de alta, ya tenemos cada cosa que encontramos, pero debemos comunicarlo a la jefatura y ya no podemos echarnos atrás. Venga conmigo, vamos al Ministerio Público, o le advierto que se irá derecho a la cárcel por robo.

–No, pues yo tengo que atender mi negocio... ¿En cuánto me sale la multa, la infracción o como le llamen ustedes? –imploró Lauro.

–Deme mil quinientos pesos y ahí muere –se franqueó el judicial.

Lauro entregó el dinero y siguió adelante con el negocio.

Una de sus principales ventas era el huevo. El comerciante compraba en un gran expendio hasta que apareció un hombre con un triciclo amarillo, de los que tienen un par de llantas al frente, y le ofreció el alimento al precio, a costo de mayorista, sin necesidad de hacer el complicado traslado por la fragilidad del producto.

Al poco tiempo volvió a verlo, en esa ocasión a bordo de un automóvil con otros sujetos. El vehículo desaceleró frente a la miscelánea lo suficiente para que Lauro lo saludara y quedara así indudablemente establecida su identidad, tras de lo cual el tipo fingió estar golpeado.

–¿Usted lo conoce? –levantó la voz uno de los acompañantes del vendedor, ya dentro de la tienda y con actitud policiaca.

–Sí lo conozco, porque como comerciante trato con mucha gente.

–Pues sí, pero ustedes no se fijan con quién tratan, nunca piden notas de lo que compran.

–Sí tengo notas –pretendió Lauro alguna defensa.

–¿Tiene notas de todas las cajas de huevo que compra?

–No, de esas no tengo; de eso es de lo único que no tengo.

La rutina continuó con la exhibición de dos actas levantadas por robo de huevo: una mostraba un supuesto hurto con valor superior a los sesenta mil pesos, y la otra era por siete mil pesos.

–Mire, este fulano anda engañando a todo el mundo, roba el huevo de una granja por Texcoco y anda sorprendiendo aquí a los comerciantes, ya agarramos a varios.

Y lo hicieron con él también: lo llevaron a la jefatura de policía, en el centro de la ciudad, y lo mantuvieron detenido sin mayor explicación o noticia durante un día hasta que apareció uno de sus hermanos.

–Aquí hay una denuncia levantada por sesenta y tantos miles de pesos y otra por diez, doce mil pesos –explicó un funcionario al hermano de Lauro.

–Pero mi hermano no ha comprado todo ese huevo –argumentó a favor del detenido.

–No, nosotros no decimos eso, pero es uno de los que han comprado.

En cuanto hubo oportunidad, Lauro pidió a su hermano que buscara al viejo conocido de la Policía Judicial; él podría deshacer el embrollo. Y así fue: seguro, con acento grave, su amigo deslizó al otro lado de la reja.

–Se necesitan cinco mil pesos.

Lauro pagó, cerró la tienda para siempre, y también para siempre desconfió de cualquier policía judicial que se le atravesara en el camino. Esa era la moraleja de la historia que en vano intentó que aprendiera su hija Mariana.

***

Los padres de Mariana aseguran que siempre fue una hija muy deseada. Foto: Humberto Padgett, SinEmbargo
Los padres de Mariana aseguran que siempre fue una hija muy deseada. Foto: Eduardo Loza

Mariana sólo decía que lo quería y que simplemente su novio sobrevivió a una mala infancia, aunque había visto muchas cosas que no le gustaban.

–Pero tú no eres su salvadora; Marianita, ese tipo de hombres lo primero que hacen es que te compadezcas de ellos y tú no tienes por qué llevar esa carga –observó la madre.

–Pero yo me he enamorado y tú sabes que en el corazón no se manda –se aferró la hija.

En adelante, el policía merodeaba la casa y evitaba entrar; cuando pasaba por su novia se apostaba en la acera de enfrente y desde ahí avisaba de su presencia.

–¡Mariana! ¡Mariana! ¡Mariana! –gritaba.

–¡Cállese! –salía Lauro a la carrera–. ¿Por qué lanza esos gritos?

El judicial guardaba silencio y Mariana, a la carrera, salía para evitar otra tercia de gritos con su nombre.

Un domingo, a fines de agosto de 2008, Lauro e Irinea regresaron a casa luego de visitar un templo mormón, atravesaron el umbral y se encontraron con que el aire de su sala era vapor de cerveza que salía del pecho, estómago y cada poro de la piel de Ballinas. Un narcocorrido inundaba el resto de la casa.

Mariana cocinaba un caldo de pescado que fue a comprar muy temprano al mercado de La Viga; se esmeró en guisarlo bien picante para regresar a la mínima sobriedad necesaria al policía que se mecía en el sofá con la barbilla hundida en el pecho.

–Marianita, Julio César está bien borracho –obvió Irinea.

–Está tomado –matizó Mariana–. Le digo que ya no lo haga, pero es terco.

Al poco tiempo llegó el mayor de los hijos de Irinea. Otra de sus hermanas también estaba invitada pero se encontraba fuera de la ciudad, así que sólo serían unos cuantos los que atestiguarían ese mediodía la petición de mano de Mariana por Julio César.

Nadie acompañaba al pretendiente. Esta falta de etiqueta no hizo sino abonar en Lauro e Irinea el desprecio y angustia que ese hombre les representaba.

–Me quiero casar con su hija –se esforzó Ballinas en decirlo de corrido, pero, sin que fuera a propósito, orientaba la cabeza en una dirección y la mirada en otra–. Tenemos fecha para el 13 de septiembre; es lo que quiero hablar con ustedes.

–¿Nos está pidiendo la mano o nos pone ante un hecho consumado? Tal parece que nada más nos viene a avisar –se arrancó la suegra–, no nos está tomando en cuenta así como para pedir su mano. Para empezar yo no estoy de acuerdo, porque no estoy acostumbrada a tratar con gente borracha y menos para una cosa de estas; esto es serio y me hubiera gustado que al menos trajera a su mamá.

Ballinas o su presencia etílica asumió que la negativa envolvía un insulto y la simple insinuación de algo semejante lo hacía estallar.

–Ya estoy grandecito como para traer a mi mamá, yo ya sé lo que decido –tronó.

–Puede ser que ya tenga la edad para sentirse grandecito, pero en algo así de importante… Para mí hubiera sido más significativo que pidiera la mano de mi hija en su juicio y no así como está usted. Ni a mis hijos, que son mis hijos, les permito tomar bebidas embriagantes en mi casa, ¿por qué a usted sí? A mí eso no me parece.

–No es momento para tratar un asunto de esta naturaleza –terció Lauro–, ni el estado. Me gustaría que viniera consciente de lo que hace y que pueda sopesar su responsabilidad: casarse no es una cosa tan sencilla y no se debe tratar un asunto tan a la ligera.

El hermano, con más suavidad, también intervino a favor de la idea de que su futuro cuñado se presentara sobrio.

–Yo sé lo que hago, estoy consciente de lo que estoy haciendo –se empecinó Ballinas.

Finalmente, el policía hundió la cuchara en el plato de pescado y chile.

Una semana antes del matrimonio, Ballinas bebió hasta tirar bala al cielo; se tambaleaba y buscó dos cervezas más antes de pedir a Mariana y la mejor amiga de ésta, Maricela, que salieran a la calle en Chimalhuacán.

–Vénganse, vamos a echar unos plomazos –balbuceó, de acuerdo con el relato de Maricela.

–Cálmate, Julio, no saques esa arma porque es muy peligrosa –pidió Mariana.

–¡Qué va a ser peligrosa! Eso es para los pendejos, pero ya sabes que yo no soy pendejo. Ya, vamos.

Tomó la pistola y jaló el gatillo dos veces.

–Cálmate, porque pueden venir los vecinos –imploró Mariana.

–Yo soy la verga y nadie, ningún cabrón me va decir nada, y que se me paren los hijos de su puta madre.

–Dámela, yo te la guardo –suplicó Mariana y lloró.

–Ya, pinche vieja, ya vámonos para que dejes de estar chingando.

***

Uno de los últimos mesajes de Mariana. Foto: Humberto Padgett, SinEmbargo
Uno de los últimos mesajes de Mariana. Foto: Eduardo Loza

Mariana Lima Buendía y Julio César Hernández Ballinas acordaron su boda únicamente por la vía civil el 13 de diciembre de 2008 en casa del policía, en lo alto de un cerro en Chimalhuacán.

Ballinas estaba divorciado y en su anterior relación se había unido también por la Iglesia, lo que impedía el rito católico.

La egresada de Leyes sabría pronto y de la peor forma que su predecesora vivió golpeada y humillada por el hombre al que ahora ella se unía.

Ella quería vestido blanco, pero Ballinas se adelantó y le presentó un traje sastre color caqui: el atuendo le resultaba tan desagradable a la muchacha que estuvo a punto de cancelar la ceremonia.

–Apúrate, ya es tarde y no apareces –apresuró Ballinas por teléfono.

En su casa, en Ciudad Neza, su amiga Carmen notó las dudas.

–Marianita, si no te quieres casar, no te cases –la exhortó.

–Pero es que mis papás… –se justificó Mariana.

–No, hija, por nosotros no lo hagas –intervino Irinea, esperanzada–. No sientas que tienes que hacerlo sólo porque haya venido a hablar.

–Sí lo voy a hacer –se convenció.

–Es tu decisión.

Emprendieron el camino a Chimalhuacán. En el recorrido, de una hora en auto, Ballinas no cesó de marcar el teléfono para azuzar a Mariana. Hablaba tan fuerte que Lauro e Irinea escucharon las groserías con que se dirigía a la novia.

Mariana, además de familiares, sólo invitó a amigas: impensable que conociera a un varón. Una de ellas, Maricela, le era cercana desde la infancia y también se oponía al enlace por parecerle que el prospecto en cualquier momento se revelaría con claridad como un individuo misógino.

De parte de él, sólo asistió su madre a la ceremonia; la mujer vivía en la colonia Campestre Guadalupana, también en Ciudad Nezahualcóyotl. Además de ella sólo había contacto familiar con una hermana, Maribel.

Los demás asistentes eran agentes del Ministerio Público y policías judiciales que, apenas calló el juez, emprendieron la borrachera capitaneada por Ballinas. Conforme la fiesta avanzaba, la distancia al baño parecía multiplicarse, así que los policías orinaban en el garaje.

“Hasta para él era mucho. ¡Se cayó encima del pastel!”, exclama Irinea mientras Lauro asiente con la vista puesta en el suelo. “Ya se movía grotescamente, estaba en completo estado de ebriedad”, añade el hombre.

***

El matrimonio hizo su hogar en la casa de él en el barrio Xochitenco de Chimalhuacán, una vivienda de dos pisos sin terminar.

Una de las primeras decisiones de Ballinas fue exigir a Mariana que renunciara a su trabajo y se convirtiera, de un día para otro, en ama de casa consumada: la vivienda tenía que lucir impecable y cada cosa debía ocupar su lugar.

Antes del primer mes de casados, el 10 de enero de 2009, Mariana habló por teléfono con su madre. Apenas descolgó Irinea, la muchacha rompió en llanto: Ballinas la había golpeado y corrido de la casa.

La mujer pidió a otro de sus yernos que la llevara con Mariana. Subieron al auto y cuando llegaron a Xochitenco la encontraron sentada en la puerta con los cabellos erizados en distintas direcciones y la cara enrojecida.

–¿Qué pasó, Marianita? ¿Qué te pasó? –preguntó Irinea mientras entraba a la casa del policía, ausente en ese momento.

–Me pegó Julio César porque no le pareció cómo le hice el bistec ni el jugo; quería la carne cocinada a tres cuartos y el jugo bien colado –repitió las órdenes.

La madre observó con preocupación un bate de beisbol recargado en la pared.

–Vamos a denunciarlo, Marianita –no dudó Irinea.

–No, porque ya me dijo que si lo denuncio me va a matar con ese bate que está ahí: nomás uno en la cabeza me va a dar y me va a meter a la cisterna, porque dice que ahí ya ha metido a dos o tres viejas –lloró, como su madre lo hace ahora al repetir el diálogo.

–No importa, vamos, no va a pasar nada –insistió la madre.

–No, mamá, no voy a ir.

Mariana sólo aceptó volver a casa de sus padres en Ciudad Neza. Irinea y Ballinas iniciaron un duelo por convencer a Mariana: la madre, de llevar el asunto al Ministerio Público, y el marido de hacer volver a su mujer.

–Me regreso con él, mamá, le voy a dar otra oportunidad –resolvió Mariana con su mamá.

–No puede ser, no puede ser, Marianita.

Y se fue a Chimalhuacán.

En febrero de 2010 las labores de la casa empeoraron porque Ballinas decidió retomar la construcción de la casa, así que todo el tiempo el lugar estaba cubierto por el polvillo de cemento y yeso.

Ese mismo mes, un domingo, sonó el teléfono en casa de los padres de Mariana. Irinea descolgó y escuchó la voz de su yerno. Se escuchaba extraño: no ebrio, al menos no como antes lo oyera. Había algo ausente en el tono, lento en el flujo de las palabras.

–Voy a matar a Mariana –amenazó.

–¡¿Tiene mierda en la cabeza o qué le pasa?! –se crispó la madre.

Al otro lado se escuchó la llegada de Mariana y un forcejeo por el teléfono.

–Mamacita, ¿qué te está diciendo? –habló Mariana.

–Luego te explico, Marianita, ¿estás bien?

A los dos o tres días, afuera de su casa, Irinea tuvo oportunidad de encarar a Ballinas. Era buen momento, porque el policía estaba sobrio.

–¿Qué le pasa a usted? ¿Por qué me habla por teléfono para decirme que va a matar a mi hija?

–Sí la voy a matar –respondió el otro–. Sí la voy a matar y la voy a meter en la cisterna.

–Mire, si no quiere a mi hija, déjela aquí. A nosotros no nos estorba, siempre hemos amado a Mariana; ella fue una niña deseada y usted no la quiere, ni siquiera la respeta.

–No, jefa, yo para consejos ya estoy grandecito –el hombre inició la retirada.

–No lo voy a perseguir, venga para acá.

–Ya le dije que yo para consejitos ya estoy muy grandecito –Ballinas dio media vuelta.

A fines del mismo febrero Mariana volvió a Neza, nuevamente golpeada, y el ir y venir golpeada y arrepentida se convirtió en una rutina. Según Lauro e Irinea, las primeras justificaciones del policía para lastimar a su hija tenían que ver con que la muchacha no desempeñaba correctamente las labores de la casa. Ella explicaba que había pasado su vida en las aulas y no en la cocina, pero nada importaba cuando de los huevos del judicial se trataba: sin excusa, debían tener exactamente tres claras sin nada de yema y estar bien revueltos.

–Nada más le pusiste dos.

–No, le puse las tres.

–¿Qué crees, que soy un pendejo? ¡No! La pendeja eres tú porque yo sé perfectamente, mi garganta está capacitada para saber cuántas claras le pusiste.

Y cachetada. La defensa lo enfurecía y el silencio también. Irinea y Lauro recuerdan que le reclamó alguna vez porque le pareció que su ropa estaba mal lavada, y una más porque la notó con sobrepeso.

–¡Pinche gorda! ¿Crees que eres la única? –Ballinas dejaba claras las cosas antes de azotar la puerta.

Un día, mientras manejaba con su esposa al lado, frenó abruptamente la marcha del auto.

–¡Ya volteaste a ver a ese hijo de la chingada!

–Yo nada más volteé así, yo no volteé a ver a nadie –tembló Mariana.

Pero en el mundo sólo existía una verdad y la golpeó varias veces en el vientre. Irinea cuenta los detalles porque Mariana le compartió cada momento de su vida en el infierno.

En los primeros meses de 2010, Mariana dejó de visitar a sus padres durante una semana; Irinea buscó la manera de verla y un sobrino aceptó llevarla a Chimalhuacán. La distinguieron sentada en una silla afuera de su casa, sujetaba un palo de escoba entre las manos y llevaba vendada una de las piernas, desde el pie hasta la rodilla.
Ballinas, asegura Irinea, la había arrojado por las escaleras. Mariana requería atención médica, pero la posibilidad de que el asunto derivara en que el policía fuera llamado a cuentas la hizo desistir de visitar al médico.

–Ay, Marianita, de veras no entiendo, ¿por qué no lo dejas? –insistió la madre.

–Él va a cambiar, se tiene que dar cuenta de que yo lo quiero, que no va a encontrar a otra mujer que lo quiera como yo.

Ese mismo mes, en la Semana Santa de 2010, Ballinas golpeó a una de sus amantes en el cercano municipio de Chalco. Mariana lo supo por su propio marido, dueño de una lengua con vida propia cuando bebía. En la versión compartida a Irinea, el tipo montó en cólera, arrojó contra la pared el teléfono celular de la mujer y luego la golpeó. Pero la amante se defendió, con una navaja alcanzó a cortar superficialmente al policía en el abdomen y luego huyó. Ballinas vivía mortificado desde ese momento porque la señora era una reputada bruja y el terriblemente supersticioso judicial mexiquense temía ser blanco de algún hechizo de magia negra.

Esta zozobra empeoró el ánimo del hombre, que se vengó de la situación con su esposa.

Ballinas tenía un amigo, judicial como él en el Distrito Federal, quien le prestaba su vehículo oficial al policía mexiquense; en una ocasión, Ballinas maniobró ese auto con la intención de atropellarla.

Junto a esto aseguraba que otra de sus mujeres, residente en ese tiempo en Tijuana, vendría a vivir al Estado de México. Humillación sobre vergüenza, ésa era su vida.

“De la nada la pellizcaba, la abofeteaba, la pateaba. La tiraba de la cama y le decía: ‘Te voy a matar, hija de la chingada’; se detenía hasta que la veía llorar. No tenían regadera en el baño sino tambos, así que se bañaban a jicarazos. Cuando Mariana se empezaba a bañar, a él se le antojaba arrojarle agua fría. Es un torturador.”

Mariana así lo entendió y dio por hecho que los incidentes de la escalera y el auto fueron en realidad intentos por asesinarla. A fines de junio de 2010 aseguró que estaba dispuesta a denunciar a su marido: se lo dijo a Irinea, a Lauro y a Carmen, su mejor amiga.

Y también se lo dijo al policía judicial Julio César Hernández Ballinas.

***

El 26 de junio de 2010 fue sábado. Ese día tocaba pagar a los trabajadores que continuaban la construcción de la casa del policía. Ballinas revisó donde guardaba el dinero, sitio que también conocía Mariana.

–Faltan dos mil pesos, ¿dónde están? –preguntó, ya con la furia en ascenso.

–No sé, tú debes de saber. Yo no agarro nada de ese dinero.

–Tú tienes que saber dónde está. Yo llevo mis cuentas perfectamente.

–Yo no he tomado ningún dinero de ahí –Mariana supo que en cualquier momento le caería un manotazo.

Ballinas lanzó una metralla de insultos y frente a los albañiles empujó a Mariana por una escalera provisional instalada afuera de la casa; ella se alcanzó a detener y, mientras recuperaba el equilibrio, recibió un zapatazo en la espalda lanzado por su marido. La mujer tomó su teléfono celular antes de salir a la carrera, segura de que la tunda sería implacable.

–¡Mamá, me acabo de salir y vengo corriendo por unas calles escondiéndome de Julio César, porque si me ve me va a pegar!

–Cuando salgas a la avenida toma un taxi –pidió Irinea.

–¡No, mamá, no traigo dinero!

–No importa, tú toma el taxi, yo aquí lo pago.

Mariana buscó a Maricela, su amiga de la infancia, también avecindada en Chimalhuacán; le pidió veinte pesos prestados, desde ahí se comunicó nuevamente con su madre y le aseguró que iría hacia allá, pero no llegó.

Irinea la buscó al día siguiente, domingo 27 de junio.

–¿Qué pasó, hija? ¡Te estuve esperando!

–Julio César me encontró en la avenida, me subió al coche y me trajo a la casa. Nomás me pegó –Irinea recalca el “nomás”–. Ya desayunó y ya se largó.

A la mañana siguiente, Ballinas estacionó su auto afuera de la casa de Irinea; su esposa bajó con los ojos hinchados por el llanto. A solas con su madre, Mariana repitió el diálogo de los minutos anteriores:

–No sirves para lavar, no sirves para planchar, no sirves para hacer la comida, no sabes ni barrer, no sabes hacer nada, bueno, no sirves ni para la cama.

Pero esta ocasión, por primera vez la mujer respondió: Irinea piensa que esta defensa escaló el ánimo violento de él a un nuevo nivel.

–El que no sirve para la cama eres tú y creo que ya deberías de haberte dado cuenta. Siempre me estás acusando de que no sirvo para lavar ni para planchar; puede ser que no sepa hacerlo como a ti te gusta, pero pongo mi mayor esfuerzo. Y tú no sirves para nada.

–Al rato que lleguemos a la casa vas a ver, hija de la chingada –amenazó él, desconcertado al tiempo que dejaba a su esposa con sus suegros.

Algo había cambiado en Mariana.

–Ya no lo aguanto, mamá, ahora sí ya no lo aguanto –continuó con su madre.

–Marianita, lo has aguantado porque has querido. Tu papá y yo te hemos dicho que te apoyamos, que en lo que tú quieras hacer nosotros estamos contigo, y finalmente lo único que quieres es estar con él aunque te pegue –Irinea avivó la rebelión.

–Ya no, mamá. Ya decidí que ahora sí lo voy a dejar y no hay vuelta de hoja.

–Está bien.

–Nomás eso te quería decir.

–Muy bien, vamos a desayunar, hija.

Mariana sólo tomó leche: el líquido blanco y frío parecía desintoxicarla. La muchacha miraba sus uñas largas pintadas de rojo.

–Mamá, préstame dinero; mañana me voy a comprar ropa interior. Ahorita voy a ir a preparar mis cosas y a presentar una denuncia de hechos –aseguró la exempleada del Ministerio Público–. Y también mañana me quisiera comprar unos trajecitos, ¿me acompañas? –propuso a su madre.

–Y de pasada te compras unos zapatitos –se ilusionó Irinea: el fin de la relación con Ballinas estaba, como nunca, a la vista y las señales de renovación eran claras en la concentrada planificación de la muchacha.

–Yo te pago, siempre te he pagado. Voy a visitar a la licenciada para ver si me da trabajo –dijo en referencia a una abogada con la que antes de su matrimonio hizo labores de pasantía.
Mariana observó el reloj. Eran las doce y media del lunes 28 de junio de 2010.

–Se me va a hacer más tarde, me voy directamente al Centro de Justicia para levantar la denuncia e inmediatamente paso a la casa, hago mis maletas y me vengo. Estoy de vuelta a las tres de la tarde.

–¿Quieres que vaya contigo? Te acompaño.

–No, mamá, yo voy sola. Yo lo voy a arreglar sola –la joven se llenó de aplomo.

Por primera vez en varios meses Irinea escuchó contenta a Mariana.

Atardeció e Irinea no tuvo noticias de su hija. No tenía manera de llamar a su teléfono celular porque su teléfono de casa estaba restringido para hacer llamadas a móviles. Decepcionada, la madre concluyó que su hija había otorgado otra oportunidad más al marido golpeador.

Esta conclusión y la ansiedad por regresar el tiempo a este momento y gritar a su hija que ya no fuera a la casa de Chimalhuacán, que se quedara con ella y juntas le cerraran la puerta en la cara al policía, se convertirían en una idea agitada alrededor de la cabeza de la mujer, como un insecto que se golpea una y otra vez contra el vidrio de un foco.

–MAÑANA SEGUNDA Y ÚLTIMA PARTE.

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