El brillante historiador michoacano Luis González y González, miembro de El Colegio Nacional, describió el pedazo más ardiente de su estado: “Se le dice Tierra Caliente con sobrados merecimientos, por razones muy justificadas. Según algunos es susceptible de hacer huir a los mismos diablos, según otros, basta con rasguñar un poco el suelo para sacar diablitos de la cola. Unos y otros afirman haber visto difuntos terracalenteños condenados al purgatorio que volvieron por su cobija.”
González y González murió en 2003 y no vivió su tierra convertida en la capital de los Caballeros Templarios. Si el ojo –era tuerto– del humanista se hubiera posado en las parcelas sembradas por los mismos michoacanos con sus propios niños, quizá habría tenido por certeza que los demonios regresarían al infierno aterrorizados de lo ocurrido en la Tierra Caliente.
Y, ante los hechos de Nazario, los condenados del pasado habrían de ser redimidos como santos.
Apatzingán, 2 de marzo (SinEmbargo).– Un Caballero Templario arrebató a Cruz Emmanuel de los brazos de su madre. Lo tomó por los tobillos y caminó hacia un grueso árbol con la mirada y las súplicas de María Loya, la madre del pequeño de tres meses de edad, sobre su espalda.
La noche del 26 de agosto de 2013 en el ejido Las Mujeres era una maraña de llantos y gemidos.
Horas atrás, un grupo de pistoleros asaltó una casa de adobe y lámina al lado del camino que lleva hacia El Tuerto. Derribaron la puerta y voltearon el lugar en busca de cada ser humano. Encontraron 13 relacionados entre sí por el matrimonio de Víctor Cortés Silva y Alicia Torres Marín.
Los enjuiciaron de manera sumarísima. Algo balbucearon los adultos con los ojos abiertos como de venados ante la luz de la lámpara que precede el fuego de la escopeta.
La familia trabajaba en la huerta de limones propiedad de un hombre de apellido Méndez, pariente lejano, pero al fin pariente de José Jesús Méndez Vargas, El Chango Méndez, “el traidor” que pretendió pactar con Los Zetas la aniquilación de La Familia Michoacana.
Las pruebas acusatorias eran irrefutables desde la perspectiva de los Caballeros Templarios de Michoacán, los mismos que presumían un juramento de protección a los niños, las mujeres y los ancianos.
Los asesinos establecieron que la responsabilidad recaía en las 13 personas, desde Cruz Emmanuel, de tres meses de edad, hasta Felipe Cázares González, de 73 años.
Asesinaron a Víctor Cortés en la misma casa y subieron al muerto y los vivos a las camionetas, donde iban prisioneros otros tres hombres. Uno de ellos, bocabajo y con las manos atadas, calculó por el tiempo y la consistencia del camino que cruzaban el puente de piedra y rodeaban hacia arriba un cerro pequeño y puntiagudo que parece un chipote.
Detuvieron el convoy en una parcela del ejido Las Mujeres. Era domingo 26 de agosto y, apenas el miércoles anterior la Luna fue llena, así que las sombras de los asesinos y la fila de sus víctimas cubrían los terrones de la tierra preparada para recibir maíz.
La vehemencia de la súplica del rehén que seguía el camino con los golpes de su cuerpo en el casco metálico de la camioneta ocasionó que los pistoleros le prestaran atención. Algo dijo de manera correcta que hizo concluir a los Templarios que estaban por matar a la persona incorrecta, pero no lo liberaron, no hasta después de que se apagó el último grito en la Tierra Caliente.
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Uno de los hombres de Nazario Moreno, El Más Loco, líder de los Templarios, despojó a Diana Lizbeth Jaimes, de 19 años de edad, de su pequeño hijo, Jorge Luis Carranza.
Los hombres ataron las manos del niño de año y medio de edad por la espalda y empujaron sus hombros hacia abajo, hasta arrodillarlo. Alguien colocó un arma de fuego sobre su nuca. Víctor Manuel Cortés Torres, también sujeto de los brazos, escuchó el disparo sobre su hijo y luego el aullido de su mujer.
Diana corrió hacia el cuerpo de Jorge y se apergolló a él. Entonces la mataron a ella y así, abrazada a su niño quedó enterrada durante los siguientes siete meses en que yacieron en la fosa clandestina. Víctor los acompañó algunos metros al lado, junto a los dos hombres cuyo secuestro precedió a los de su familia.
El llanto de Cruz Emmanuel parecía atravesar como una segueta la cabeza de Peter Botas, el Templario a cargo. La versión disponible es que él mismo alargó la zancada hasta María Victoria Loya Calderón, de 19 años, y le arrebató al niño nacido apenas tres meses atrás. Caminó hacia un árbol que irrumpe en el horizonte en Las Mujeres y sujetó al niño por los tobillos con ambas manos. Giró la cadera, meció al niño, tomó impulso y descargó su peso hacia adelante estrellando la cabeza de Cruz Emmanuel en el tronco.
Luego de Víctor Manuel siguieron sus hermanos Evaristo, de 20 años; Luis Enrique, de 18 años; Fernando José, de 13, y María de Jesús, de 7.
Alicia Torres Marín presenció el asesinato de sus cinco hijos, su esposo y su nieto. Pronto se les unió. El anciano y otro hombre arrancado de la casa de los Cortés y apellido Carranza se les unieron.
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Los Templarios invadieron a casa de Aarón como si el demonio hubiese soplado una estopa impregnada de gasolina hacia adentro de su cerca, en la comunidad del Alcalde, un caserío de 300 viviendas sendero abajo de La Fortaleza de Nazario Moreno, El Más Loco, líder de los Caballeros Templarios de Michoacán.
La noche del 26 de agosto de 2013 se había convertido en la madrugada del 27 y, dentro de la propiedad de Aarón, comisionado de seguridad en la región, se distinguían los restos de pintura amarilla de una máquina retroexcavadora, el imán de los sicarios.
– ¡El operador! –reclamó Pedro Naranjo García, un matón conocido como Peter Botas. Lo acompañaban una docena de pistoleros, entre estos Rigoberto Morales Valencia, Antonio Álvarez, un tipo llamado Osvaldo y apodado El Mono y, hasta donde la investigación va, también Enrique Arriaga Herrera y Miguel Padilla Pedraza. – ¿’Ontá el pinchi maquinista? –urgió Peter Botas.
La máquina y propiedad del Ayuntamiento de Apatzingán, ocupaba el patio de Aarón, quien la había pedido en préstamo a la autoridad para desmontar su parcela.
El maquinista no tuvo más opción y salió de la oscuridad en que dormía, en la misma casa de Aarón, un hombre con cuerpo nudoso pasado de los 50 años de edad, piel rosa casi roja, cabello corto y blanco y ojos azules como el cielo despejado de la Tierra Caliente. Al verlo, es difícil decidir si tienen más tipo coronel estadunidense o de cura español. El fusil AK47 que cuelga de su hombro derecho despeja la duda, aunque su lengua apunta en la otra dirección.
No pudo hacer mucho para defender al trabajador, quien se perdió en la noche, cerro adentro hacia el ejido Las Mujeres, a la velocidad de oruga de la mano de chango.
– ¡Haz tres pozos! –ordenó Peter Botas.
El maquinista trabajó durante el resto de la madrugada.
–Sabemos dónde vives y quién es tu familia –advirtió Peter Botas antes de liberarlo. Un par de días después, los Templarios llevaron la mano de chango a casa de Aarón.
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A principios de 2014, cuando los terracalenteños se sublevaron contra los –también terracalenteños– Caballeros Templarios de Michoacán, Aarón dirigió la insurrección en El Alcalde, por donde Nazario campeaba sobre una mula retinta de patas blancas y la cómoda custodia de cientos de guardaespaldas armados hasta con metralletas calibre .50, aptas para derribar helicópteros.
Los autodefensas de la región, en los límites de Apatzingán y Tumbiscatío, avanzaron hasta tomar la ermita construida a propósito de la falsa muerte del Más Loco, en diciembre de 2010, “abatimiento” festejado por los gobiernos de México y Estados Unidos, como “un golpe demoledor, insuperable” al “sanguinario cártel” de Los Caballeros Templarios de Michoacán.
A principios de marzo de 2014, un hombre con la boca seca y los ojos aguados, apareció en la barricada de los autodefensas.
– ¡Mi hermana, mi cuñado, mis sobrinos, mi compadre…! –gimió Valentín Torres Marín, hermano de Alicia, la difunta jefa de la familia masacrada.
–Oye, ¿cuánto tiempo hace de esto? ¿Qué mes fue? –averiguó Aarón.
–Los levantaron el domingo 26 de agosto para amanecer lunes 27. Se los llevaron a todos.
– ¿En agosto del año pasado? –Aarón comenzó a atar los cabos.
–Sí –aseguró Valentín.
– ¿De 2013?
–Sí. Sí, de 2013.
–Mira, yo en agosto traía una mano de chango trabajando en una parcela en el Tuerto –explicó Aarón.
Reunieron algunos hombres y buscaron rastros de los entierros donde el maquinista refirió la excavación, pero no encontraron nada, así que buscaron al operador.
– ¿Qué lo pusieron a hacer?
–Me pusieron a hacer tres pozos, uno grande, dos chicos.
– ¿Dónde fue?
–Arriba de su parcela, don Aarón.
–Ahí no hay nada. ’Ira, te vas a emproblemar si no vas y señalas dónde fue. Tú tienes que ir y decir “aquí fue”. Yo te apoyo contra las represalias. A ti nada te pasa, porque los Templarios ya se fueron y primero nos pasa a nosotros que a ti, porque es fue tu trabajo. Si no lo haces, te vas a quedar solo.
El 3 de marzo de 2014, el operador regresó al árbol en que murió Cruz Emmanuel.
–Aquí, aquí fue.
Al día siguiente, el paraje se convirtió en un hervidero de policías. El Servicio Médico Forense reunió los restos en ocho bolsas de plástico negro que acomodó en la batea de una camioneta y cruzó el puente de piedra en sentido contrario al que cruzaron los 13 viejos, hombres, mujeres y niños la noche del 26 de agosto.
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“El asesino está preso en Morelia. Se llama Pedro Naranjo García y lo hizo con una regata de pistoleros que traía con él. Hay unos libres todavía. Uno de ellos se llama Rigoberto Morales Valencia”, comenta Aarón con sus ojos azules puestos en las cañadas de alrededor, por donde los restos de los Templarios se ocultan para emboscar federales y rurales. “El tal Antonio Álvarez dicen que no tarda en salir”.
– ¿Eran usted enemigo de Pedro Naranjo antes del levantamiento de los autodefensas?
–Si antes hubiéramos sido enemigos, me habría matado. Uno tenía que hacer amistad con ellos. Al encontrarles había que saludarlos a toda madre, como que se llevaba uno muy bien con ellos, porque si miraban que uno no les saludaba, se encabronaban. Uno tenía que fingir que era un amigazo de ellos –habla como militar–. Nosotros no decíamos “mañana haré esto”; nosotros decíamos “si Dios me da licencia”, porque sabíamos que la vida era un constante peligro. Ahorita estamos armados y de perdida nos defendemos y morimos en la pela, no levantados y martirizados. A un muchacho muy querido de aquí lo caparon, le arrancaron los ojos, le mocharon oídos y le tumbaron la cabeza.
– ¿Usted percibe en estos hombres algo distinto a los demás?
–Son personas que no creen en Dios –ahora suena como sacerdote–. Son personas satánicas que ya no piensan que van a tener un día que dar cuentas al Creador de lo que hacen. Y son personas que les han lavado psicológicamente ya la mente. Cuando Nazario hacía las pláticas, les daba terapias para que ellos no sintieran temor de matar y que vieran el asesinato como algo necesario y obligatorio. Cuando mataban a una persona la abrían y le sacaban el corazón... Y órale: “¡Cómete un pedazo, tú otro, tú otro!”.
– ¿Eso se dice que hacía o hay alguien que lo afirma?
–Hay alguien que lo afirma. Nosotros agarramos una persona en El Morado que había amagado con matar una familia. Nos confesó que eso era positivo, que sí comían los corazones. Dijo que él nomás se echaba los pedazos a la boca, los mascaba y tiraba el pedazo. Nazario quería ver que se llevaban el corazón a la boca.
– ¿Y explicó cuál era la idea de Nazario para hacer eso?
–La idea de él era para endurecerles más el corazón y que les valiera poco matar, que se les hiciera algo común, que no tuvieran lástima. También tomaban sangre. Cocinaron carne de personas y ahí no había que alguien no quería comer. Todos lo tenían que hacer. Le entregamos esa persona a la Policía Federal y lo repitió todo.
– ¿Recuerda el nombre de ese hombre?
–Yo no más lo conocí como El Mudo. Y claro que habló. Sí. Refirió a una fosa, por estos cerros, con más de 300 cuerpos. Ha de ser cierto porque esa información también la traía el Ejército por su parte de alguien que lo confesó allá, en el DF. Un día nos fuimos a buscar ese entierro, pero no hemos dado con el agujero. Otro, que le dicen El 24, lo agarramos y nos confesó que le abrió el vientre a una mujer embarazada con una motosierra para sacarle al bebé. Esa mujer era de Acatlán y también mataron su familia entera, esa vez se llevaron entre ocho y 10 personas.
– ¿Él lo confesó?
–Él lo confesó. Lo tuvo el Ministerio Público en sus manos y lo soltó. Tres horas después de que lo soltó, se giraron las órdenes de aprehensión en su contra. No más lo soltó por algún billete y tres horas después se volvió libre. ¡Tres horas! ¿Pa' qué quería más?
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Pedro Naranjo, Peter Botas, enfrenta su proceso en una cárcel de mediana seguridad de Morelia. Ha sido señalado por el maquinista, el hombre que sobrevivió para ver la masacre, Aarón y Valentín Torres Marín, hoy convertido en miembros de las Fuerzas Rurales, cuerpo integrado por el ex Comisionado Alfredo Castillo y en vías de desaparición oficial, pues en la realidad los hombres de la Tierra Caliente no muestran disposición para el desarme.
Los sicarios Enrique Arriaga Herrera, de 24 años de edad, y Miguel Padilla Pedraza, de 27, ambos vecinos de la colonia Pénjamo, municipio de Apatzingán, están también sujetos a proceso.
Durante la primera mitad del año pasado, los 13 familiares muertos fueron llevados a El Carrizo, el pueblo de Parácuaro de donde eran originarios y del que migraron para sobrevivir en la pizca de limón.
Los dos hombres con que ya tenían detenidos los templarios la noche del 26 de agosto no fueron identificados y terminaron en la fosa común.
Antes, Evaristo Cortes Torres, Víctor Manuel Cortes Torres y Jorge Luis Carranza Jaimes desfilaron por las calles del centro de Apatzingán hasta alinearse sus ataúdes frente al Palacio Municipal de la capital templaria.
El padre Gregorio López, promotor de los grupos de autodefensa en la Tierra Caliente, atizó al Alcalde de Apatzingán, Uriel Chávez Mendoza, familiar de Nazario, El Más Loco:
“Ahorita anda desenterrando a 13 muertos que tuvo que haber visto él indirectamente, pues su policía municipal fue la que los levantó... Todos sus cuerpos de seguridad está involucrado trabajando para el crimen organizado.”
Diana Lissette Jaimes fue desenterrada y separada de su pequeño Jorge luego de siete meses y siete días en que estuvieron abrazados en el infierno michoacano más conocido como la Tierra Caliente, lugar del que los diablos salen despavoridos por el calor y el miedo.
Por razones burocráticas, la Procuraduría de Justicia de Michoacán entregó los cuerpos de Lissette y Jorge a sus deudos con meses de diferencia.
En consecuencia, madre e hijo fueron velados ni enterrados juntos y quedaron separados en la muerte. *