Puebla, un recorrido entre sabores y lugares por la llamada ciudad “de los ángeles”

12/11/2018 - 12:01 am

Un rasgo distintivo de esta ciudad es el apego a su gastronomía. A diferencia de otras ciudades, en Puebla no es común ver franquicias de comida rápida y todos sus restaurantes, o casi para no exagerar, tienen platillos de sus famosa gastronomía. Por ejemplo, en el restaurante de un argentino, los profiteroles tienen cajeta y en la carta no falta el mole, lo mismo con la pizzería de los portales de la plaza, en el que sirven chalupas y sopa de tortilla. El único Burger King del centro, chiquito medio perdido, es visitado más por su panorámica vista que por su amarillo menú.

Por María Luisa Alós

Ciudad de México, 19 de noviembre (SinEmbargo).- ¿Por qué Puebla es chula, pero nadie la corteja? ¿Por qué nació española y los poblanos son mestizos como en el resto del país? ¿Por qué su conservadurismo y su apego a la iglesia católica no impidieron que en su suelo se hayan gestado la revolución y la Batalla del 5 de Mayo? ¿Por qué decimos Puebla y en el imaginario aparecen los chiles en nogada y el mole?

Fui a Puebla por unos días con mi amigo fotógrafo Gustavo con la idea de conocerla; he ido infinidad de veces, a visitar amigos, familia o de paseo y confieso que nunca me despertó un gusto especial. En esta ocasión decidí ir con otra disposición, como si fuera a conocer a una persona, platicar con ella, escucharla, sin prisas.

Lo primero que me sorprendió fue reconocer mi ignorancia sobre la historia de México y el papel medular de esta ciudad en lo que es ahora este país. Sin temor a equivocarme puedo decir que en Puebla está gran parte del ADN de México.

Como en todo origen hay un destino, y la huella del pasado no escapa a la ciudad. En su fundación los límites de Puebla tocaban las costas del Pacífico y del Golfo de México. Esa condición la hizo el cruce inevitable de este a oeste y de sur a norte. Fabián Valdivia evoca el esplendor de la Colonia Española, cuando en Puebla se podían comprar especies de la India o China, porcelanas, sedas y otros tesoros desconocidos en el continente que quedaron impregnados en la cultura y los oficios de sus habitantes, como la talavera, la gastronomía, la arquitectura y la traza urbana. A pesar de todo ello o por eso, Puebla sigue con ese estigma de “ciudad de paso”, dicen con un movimiento de cabeza algunos de sus habitantes.

Sin embargo, en ese no entender no hay un socavo a la autoestima. Al hablar con la gente que con gusto y conocimientos nos acompañó a recorrer sus calles, restaurantes, bares, túneles, parques, dulcerías, fábricas, museos y cafeterías, la fachada recordada de esta ciudad se iluminó con otra visión.

El primer día en Puebla, el sol que se transportaba por la calles entre la gente y el olor de churros aliviaron el frío del mediodía. En la terraza del museo Amparo, un café espresso y las cúpulas de la ciudad ayudaron a aterrizar del corto viaje desde la ciudad de México. Las calles perfectamente cuadradas conservan el trazo original de cuando fue fundada, por lo que es posible ver el final de cada una además de permitir que el viento circule por todos sus costados sin que ninguna estructura lo desvíe.

Puebla es un lugar con mucha historia y cultura. Foto: Gustavo Gatto

Un rasgo distintivo de esta ciudad es el apego a su gastronomía. A diferencia de otras ciudades, en Puebla no es común ver franquicias de comida rápida y todos sus restaurantes, o casi para no exagerar, tienen platillos de sus famosa gastronomía. Por ejemplo, en el restaurante de un argentino, los profiteroles tienen cajeta y en la carta no falta el mole, lo mismo con la pizzería de los portales de la plaza, en el que sirven chalupas y sopa de tortilla. El único Burger King del centro, chiquito medio perdido, es visitado más por su panorámica vista que por su amarillo menú.

Por la tarde, conocimos a Fabián Valdivia para guiarnos a través de la historia y la vida cotidiana de esta ciudad. A este historiador de arte Puebla le queda a la medida, la lista de lugares de todo tipo por conocer tuvo que ser recortada, disertada, negociada, un dilema que desaparece cuando entre risas acordamos el clásico, “pues tendremos que regresar”. Dice Fabián que México, y Puebla en particular, tienen un acervo histórico y cultural invaluable que no ha sido estudiado a profundidad. A pesar de esta riqueza no hay expertos en la materia y apenas tenemos cerca de un siglo de haber empezado con la tarea de investigarlo. En Europa, por ejemplo, tienen cerca de 300 años de dedicarse a la historia del arte.

Por la tarde fuimos al café, librería y biblioteca La Profética, ubicado en un edificio del siglo XIX en el centro. Al poco rato de estar ahí notamos Adolfo, mi amigo poblano de la infancia, Gustavo y yo una ausencia gratificante: aquí no hay televisores ni altavoces estruendosos, solo una ligera música clásica de fondo. Así es Puebla en general, no sé si el silencio clerical de tanta iglesia ha permeado la ciudad y blindado el ruido al que muchas ciudades mexicanas se han vuelto inmunes. Pedimos unos tacos de cecina con papa y nopales envueltos como giros griegos en tortillas de maíz azul y mezcal, y la noche nos cobijó sin prisas. Platicamos de nuestros últimos recuerdos, la infancia congelada en fotografías de color sepia que hacen parecer más remotos nuestros orígenes: yo con calzones de encaje que trato de mantener en su lugar y los caireles desordenados debajo de un sombrerito de paja y Adolfo bien apostado con la vela de su primera comunión, de trajecito y el pelo engominado. Nuestros padres nos inventaron un romance que nunca sucedió y desembocó en una amistad entrañable. Nos reencontramos hace casi una década, con recuerdos despintados y un presente continuo por conocernos, y en cuanto lo pienso así se va develando mi relación con esta ciudad que de un momento pasa de maternal a sorpresiva, de familiar a oscura. Lo que queda claro es que hay algo que busca ser descubierto y tal vez nunca revele todos sus secretos.

Al otro día nos encaminamos a los Túneles Gustavo y yo con Azael, originario de Oaxaca y egresado de la carrera de turismo. Transitamos por debajo de una parte de la ciudad desde donde se han creado mitos, leyendas, secretos. Hace aproximadamente cinco años se descubrieron y fueron abiertos al público en 2016. Existía el rumor de los túneles pero nunca los habían localizados hasta que las obras viales los dejaron al descubierto. Lo interesante es que aún no está claro para qué fueron construidos ni su fecha exacta. Los cerca de mil metros recuperados (aún hay más por descubrir), dicen algunos, tuvieron como objetivo atacar por la retaguardia al ejército francés; otros aseguran que sirvieron como medios de comunicación entre casas de personajes importantes, las iglesias y el Fuerte de Loreto, y los más prácticos están convencidos que es un sistema hidráulico antiguo que desemboca en el río San Francisco. También se dice que en 1865 un reportero publicó por primera vez sobre su posible existencia a través de entrevistas con gente que oyó hablar de los túneles y calculó que abarcan 12 kilómetros, de los cuales dos están dispuestos para visitar y miden cerca de 850 metros y otro 152.

Las calles de Puebla guardan historia. Foto: Gustavo Gatto

La administración de los Túneles le ha puesto la huella histórica, desde la entrada se puede admirar un gran cuadro de la batalla de Puebla hecho por un soldado, lo cual provoca un ánimo nacionalista antes de cruzar la entrada. ¿Puede un soldado sostener un pincel con maestría y luego coger una bayoneta?, me pregunto en silencio. Como es martes no hay mucha gente, nos topamos con una pareja de argentinos de mediana edad que se nos unen. La claustrofobia es aminorada por una iluminación azulada y amarilla y el sonido continuo de corridos de la época de la Batalla del 5 de Mayo alternado con efectos de una guerra en acción. ¿Habrá alguien que salga convencido de este alucine subterráneo de que ganamos aquella guerra? Las guerras siempre tienen un ganador o producen ganancias, no sólo o necesariamente monetarias. ¿De qué nos sirve haber ganado la Batalla del 5 de Mayo si perdimos otras con el mismo ejército pero esas las desconocemos la mayoría? Entre tantas luces y sonidos mi mente se detiene en el cuadro de la entrada, dos ejércitos a punto de encontrarse, no se ven en detalle los rostros, pero es posible imaginar la juventud uniformada, la sangre derramada como un sistema hidráulico que no deja de fluir hasta el presente.

La luz de la salida cobra mayor destello al aparecer el barrio de Xanenetla, con sus casas coloridas y vestidas de murales. Azael dice que hace cinco años el colectivo Tomate fue elegido para pintar el caserío con el objetivo de “recuperar” al barrio de la delincuencia. Cada habitante eligió el tema que presenta su fachada; sí, ahí, al pie del túnel que nace a unos metros del Fuerte de Loreto. Un túnel que conecta a la milicia con la delincuencia, sin metáforas.

En la cima de los Fuertes hacemos una pausa en el café que domina una panorámica de Puebla, el bullicio lejano de la gente y los carros nos mantienen en nuestras sillas por un largo rato para apreciar la distancia, unir el cuerpo y el alma aunque sea por unos instantes. Azael es de Oaxaca, cuenta que vino a Puebla porque aquí hay muchas universidades. Nos confiesa que el mejor queso Oaxaca se hace en una región de Puebla, pero eso casi nadie lo sabe y prefiere decirlo en voz baja, entre divertido y avergonzado.

La calle de las dulcerías es un clásico poblano, apenas ocupa un par de cuadras pero no requiere más, con apenas 10 o más establecimientos es suficiente para llenar los ojos y la nariz. Las vitrinas son malvadas, contienen los dulces más hermosos de la Tierra. Son pequeños museos, casi se puede olvidar que se pueden comprar. La combinación de ingredientes árabes, españoles y mexicanos han creado uno de los mejores productos del mestizaje.

Foto: Gustavo Gatto

En el pequeño espacio de tiempo, visitamos la fábrica Uriarte, donde se producen las losetas más famosas de México, la talavera. Es tanto el interés de la gente por este arte antiguo, una de las cinco denominaciones de origen del país, que se realizan visitas guiadas como si de un museo se tratara. En cada eslabón del proceso, en lugar de cartelitos explicativos, los obreros-artistas son los que describen su trabajo. Llama la atención que a pesar del refinamiento y habilidad que se requiere no hay escuelas ni talleres de aprendizaje, los conocimientos se transmiten de generación en generación. Salvador Ruelas, es uno de los tres alfareros que toca por primera vez la materia prima. Explica que un tibor tarda dos meses y medio de producción y su elaboración se basa en las mismas técnicas que se han usado desde hace 200 años. En el área de pintado, las manos femeninas son las que abundan, pueden platicar mientras “plumean” la cerámica sin que se las vaya un trazo chueco. Cada pieza expuesta en el salón de venta pasó por muchas manos desde alfareros, retocadores, vidrieros, esmaltadores, firmadores, plumeadores y diseñadores, algunos de ellos artistas plásticos que hacen obras únicas. Un ejército de artistas que producen obras en serie. ¿Qué diría Theodore Adorno de esta peculiar forma de producción?

Caminamos por el centro, vamos al barrio de los artistas. En las avenidas que circundan el centro, se aprecian las huellas del sismo de septiembre, los andamios, las grietas abiertas. Las calles están llenas de jóvenes. En momentos esta ciudad parece un hervidero de muchachos que toman los espacios públicos para practicar obras de teatro, música o detenerse en las plazas y cafés en grupos. Las muchachas caminan solas o acompañadas, ajenas a la inseguridad que se ha apoderado de Puebla, da un poco de optimismo verlas así. En una calle peatonal donde están los pequeños talleres de pintores la luz cobra otra dimensión, parece domingo o día de asueto. Así son los artistas, ajenos también a otra realidad. Reconforta la ajenidad con que se mueven los poblanos. Nuestros lentes de sol, la libreta y la cámara permiten el equívoco en un pintor que nos mira con recelo y le pregunta a nuestro guía si somos de algún partido político. Nos reímos, nunca nos habíamos sentido tan dignos de desconfianza.

La hora de regreso nos apura. No me quiero ir sin llevarme unas galletas de pistache. Le ruego a Azael que me acompañe a buscarlas y me jala entre puestos de mercado, callejuelas hasta llegar a una vecindad y plantarnos dentro de una casa. Pregunta por don Emilio, y sale un hombre cercano a los 60 años, con un mandil pringado de harina y las manos empolvadas. Entre vitrinas viejas y paredes descascaradas, se esconde una historia. En el tiempo que amasa la harina relata cómo se hizo maestro de la repostería. “Empecé de mirón. A los 12 ya moldeaba dulces y me dejaban acercarme al horno”. Y de ahí el salto a Estados Unidos y algunos países de Europa. Lo cuenta como si hubiera ido a la feria del pueblo más cercano. En su travesía ha expuesto y enseñado el arte de las calaveritas de azúcar, los dulces de leche, y claro las galletas de pistache, entre otras golosinas. El cocinero no necesita de un local externo o brillante en una avenida transitada, su prestigio le permite hornear en donde vende y vive. Azael complementa la historia al decir que lo han entrevistado de diferentes partes del mundo. Edmundo Quintana saca las manos de la masa para aclarar que eso ya pasó, que está cansado de viajar y lleva doce años sin hacerlo.

UN SUEÑO

Corremos al hotel El Sueño, que le hace honor a su nombre. En una de las típicas casonas del centro de Puebla este reducto habilitado para pasar la noche, en donde nos hospedamos, nos espera su dueño, Héctor Fernández de Lara. Al verlo la primera vez es difícil asociarlo con el inmueble, es joven, cercano a los 40, desprovisto de ceremoniosidad, culto. Viste un pantalón a cuadros grandes y nada en él parece escogido al azar. Y ahí empieza la relación con ese espejo que es su hotel: cada habitación tiene un sello particular, un estilo entre kitsch, moderno con pequeños detalles que hacen sentir al huésped dentro de una película o un cuadro. Cada habitación tiene el nombre de una mujer artista célebre. En esta ciudad donde los índices de feminicidio han crecido de manera alarmante, este recinto les rinde homenaje y las adora como una iglesia a sus santos.

El menú del restaurante El Sueño busca ser original. Foto: Gustavo Gatto

La originalidad también tiene su huella en el menú del restaurante. Para lograrlo contrató a Zuriel Ramos, otro joven, y un equipo de trabajo que no sólo le ponen ingenio a cada guiso sino también a su forma de nombrarlos y presentarlos, como las quesadillas deconstruidas que constan de queso de hebra fundido con elementos moleculares o el mole de rosa o los chilaquiles carbonara. El chef cuenta que la experiencia de estar en hotel y restaurante como este es un reto distinto. “Es padre porque puedes experimentar, hay más libertad. Aquí somos un restaurante de autor”. Zuriel escoge las palabras y una puede imaginarse la misma meticulosidad que imprime al seleccionar una hierba en el mercado o tomar la cantidad exacta de sal entre sus dedos. Proveniente de Tlaxcala, explica que su cocina está compuesta de recetas tradicionales de Puebla con mezclas de la francesa y la oriental básicamente pero, aclara, con ingredientes locales.  Dice lo que hemos escuchado de manera recurrente, la gastronomía poblana está en un proceso de regresar a lo tradicional con nuevos formatos. Existe un plan que comparten restauranteros y las autoridades de turismo de vetar la promoción de establecimientos que no cumplan con esa tradición, en especial en lo que respecta a los chiles en nogada, por lo que no se acepta que se ofrezcan fuera de la temporada que marca la cosecha de la materia prima.

En la mesa del restaurante el discurso de Zuriel se hace realidad y probamos un poco de la selección que ha hecho para compartir con Héctor. Los platillos aderezan una plática que saben a gozo o al revés. Los poblanos comen más por placer que por hambre, pienso con incorrección política. Es fácil romper el hielo con este hombre que lo mismo puede ser originario de Puebla (como lo es), de Italia o el Peloponeso. Con la embriaguez que pueden producir los cinco sentidos cuando se conectan me atrevo a preguntarle qué hay de cierto sobre lo que se dice acerca de la personalidad mocha y conservadora de los poblanos. Hay algo de cierto, responde con franqueza, y nos adentramos a preguntarnos si eso es sólo característico de Puebla, porque ciudades con esos rasgos abundan en este país.

El atardecer nos recuerda que es hora de regresar a la ciudad de México, la libreta de apuntes y la cabeza van repletas y desgrano en días cada momento, elijo y reelijo que escribir. Regresé dos semanas después, sin una agenda, como quien va a encontrarse con un conocido y entonces revivo gestos, palabras, visiones, aromas, sabores, la textura de las piedras que sostiene las fachadas, Puebla se convirtió en un personaje que lo habitan muchos otros. No sé si es la ciudad o esta disposición, pero hablar con su gente es fácil, caminarla, atravesarla, oír de sus maravillas y sus atrocidades. Esta vez tomo un café sola en la cima del museo Amparo donde se divisan las cúpulas y los cables de luz, la analogía del pasado con el presente es inmediata. Miro el techo que cubre los días y las noches del bullicio de abajo. Decido quedarme un rato ahí, escribiendo con la cabeza.

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