Susan Crowley
12/10/2024 - 12:03 am
Pompidou: Una fiesta surrealista
"Han pasado años y el Pompidou festeja a esta banda de locos. Pone en pausa la agenda de hoy: dar voz a los giros artísticos que están mucho más preocupados por la realidad dolorosa, injusta, desigual del mundo".
Para conmemorar cien años del movimiento surrealista, el Museo Pompidou de París deja a un lado a las otras vanguardias y a su necesidad de actualizar sus salas con propuestas de última generación y lleva a cabo una exposición probablemente sin precedente de los Surrealistas. Una fiesta en la que se reúnen todos esos genios de la pintura, más allá de sus convenciones y de las cuotas pendientes que les dejó el declararse surrealistas. Un corsé que, innecesariamente, los condenó a estereotipos que no tenían nada que ver con el tan traído y llevado inconsciente.
Lo mismo da, tantos años han pasado que lo que importa es la celebración cuyos protagonistas tuvieron en común ser estrellas, cultivadores de la personalidad, una generación que supo aprovechar los logros y las fórmulas pictóricas para crear un espectáculo permanente. Quizá el movimiento vanguardista más popular. Solo lo puede igualar el Impresionismo, también lleno de sobreentendidos y clichés.
El surrealismo se convirtió muy pronto en centro de operaciones de un montón de ideas forzadas sin aclarar, en un manifiesto impositivo, rígido y, por cierto, obcecadamente masculino. Hombres siempre acompañados de sus mujeres y con pocas ganas de reconocerlas como las genias que fueron. Pura usadera en la historia del arte. Basta ver el caso de Max Ernst con Leonora Carrington, para confirmar el nivel de misoginia del que estamos hablando. Abandonada por él, fue encerrada en una clínica y condenada a electroshocks y drogas experimentales para hacerle vomitar el inconsciente. Mientras tanto, Max se paseaba con su mecenas amante, Peggy Guggenheim, por las mansiones neoyorkinas haciendo gala de su arte surrealista.
Pero hoy, con todo el movedero que la lucha de las mujeres ha generado, los surrealistas deambularán por el Pompidou más allá de sus clichés, del machismo y las limitaciones que mostraro: grandes pintores, artistas cuestionables. Podrán trepar por los muros, carcajearse, bailar y entonar improperios abalados por su eterna capacidad de transgredir elegantemente y retar las consciencias europeas siempre tan conservadoras. Marginarse sin apartarse del sistema. Clásicos atrapados en la forma que pretendían romper. Nada lo ejemplifica mejor que los cuadros de Magritte, mejor escritor por su inteligencia y sagacidad y, aunque duela a sus fans, convencional pintor de obras, sí de calidad, pero que podrían ser afiches publicitarios. ¿Cuán revelador del inconsciente puede ser la imagen de un hombre cuya cabeza es una manzana verde?
Las enseñanzas de Sigmund Freud, colocaron sobre la mesa un menú de símbolos, iconografías, personajillos que unas veces abrevaban del gran surrealista Jerónimo Bosch, o de la macabra inteligencia de Goya. Todo en paquetes bien armados y de fácil visualización. Etiquetas avaladas por el audaz André Breton, un político del arte cuyo proselitismo fue gigante.
La pauta estaba más que clara, había sido simplificada en una fórmula fantasiosa. Pero ojo, cualquier vuelco del inconsciente sería frenado con el cinismo de los que lo saben y pasan de todo. En los y las surrealistas las cosas estarían siempre bajo control. Ahora bien, nadie duda de que sus experiencias en escritura automática, en cadáveres exquisitos, en juegos de mesa esotéricos, en sesiones de médiums, en experimentaciones en los fumoire de opio, no hayan desencadenado lenguajes vagos y fascinantes: un performance constante capaz de impresionar a todos.
Pero no así en sus cuadros, cuidadosamente realizados para no traicionar a lo visualmente aceptable. Eso es: imaginar el inconsciente, detenerse en el umbral del misterio y describirlo con los recursos del intelecto, con imágenes aprobadas por los académicos avant la letree. Algunas provocaciones muy bien escogidas. Había que quedar bien con Dios y con el Diablo. Pero si no creemos en Dios, jalarle los bigotes al otro sin crear violencia. Ofender a las buenas consciencias, tomando las debidas precauciones. Seducir como lo hicieron Dalí, Magritte, Ernst, De Chirico, pueden pronunciarse sin jugársela del todo. Igual serán adorados por quienes les perdonan la intrascendencia a cambio de su maestría.
¿Es posible entrar al inconsciente? Parece ser que Louise Bourgeois sí. Su don y su maldición era poder escarbar en ese terreno ominoso que todos tenemos y, posteriormente, saber manifestarlo. Al observar cualquiera de las obras de una de las más grandes artistas de todas las épocas, queda confirmado lo que fue capaz de ver. Una especie de chamana cuyo prodigio nos permite presenciar esas otras capas que subyacen a la razón. Pero se necesita ser maga, poeta y hechicera.
Lejos de este vértigo provocado por lo desconocido, la trama surrealista es predecible y suele componerse de lugares comunes. Cautivaron y siguen cautivando, intrigan y llevan a la misma conclusión: ¡qué surrealistas son!
Pero nadie esperaba que las cosas cambiaran. Las guerras mundiales obligaron a poner en pausa cualquier fantasmagoría. El fin del mundo encarnado. El exilio obligado trajo a tierra fértil a quienes ya tenían muy bien montado su espectáculo. Mientras Europa daba asomos de esa eterna caída, Estados Unidos apelaba a sus orígenes nativos. Cobrarían un nuevo sentido con la pose surrealista como mentor.
Renacería la experimentación de los estados profundos y el inconsciente. Los jóvenes artistas: Pollock, Rothko, Motherwell, De Kooning, se alistaban para, en acciones performáticas, conocidas como action painting, entrar de lleno a eso que Freud llamó inconsciente. Más que irreverentes, trasgresores; intensos sin medida; un poco alcohólicos y terminales; suicidas en potencia, cargarían con la gran encomienda surrealista. Pero, cuidado con desatar el inconsciente. Si se trata de provocarlo, tener un látigo a la mano, podría decir Jackson Pollock retando al accidente controlado. Imagino que Rothko contestaría con un, me lanzo al abismo interior sin paracaídas, no sé cuántos golpes soporte. Tal vez De Kooning agregaría, dejemos a Picasso atrás, es demasiado lo que hizo para bien y para mal, y convocaría a las formas más bestiales y salvajes que jamás se hubieran imaginado en el plano pictórico. El poder femenino jamás visto, desde la Venus de Willendorf.
Así lo hicieron los Expresionistas Abstractos Americanos, actuaron como animistas. Dejaron de llamarlo inconsciente para nombrarlo espacios inexplorados, únicos, irrepetibles, infinitos. Esos mismos que en sus sueños despierto, Chagall supo captar sin tener que vender su alma a los surrealistas. Pero, volviendo a los fiesteros, habrá que decir que, a esos viejos lobos de mar, poco les importaba el riesgo que tomarían sus seguidores.
Su marcha triunfal en la historia del arte tenía por caudillo a Breton especie de oportunista que no perdía la oportunidad de llevar agua a su molino. Su lobbying para atrapar miembros del surrealismo lo volvió el líder indispensable. Lo hizo hasta con nuestra Frida, que se dedicó a gritar a los cuatro vientos que ella no tenía nada que ver con ese movimiento, Bretón la inscribió y ya. O Marcel Duchamp, que nunca se tragó el manifiesto. Si bien coqueteó con la idea, su talento estaba muy por encima de sus amigos pintores de caritas de gatos y pipas que no lo son. El quizá más grande artista del siglo XX y hasta hoy irremplazable, tenía planes más altos a los que habría que dedicar textos completos.
Han pasado años y el Pompidou festeja a esta banda de locos. Pone en pausa la agenda de hoy: dar voz a los giros artísticos que están mucho más preocupados por la realidad dolorosa, injusta, desigual del mundo. Giros que hablan de etnias, de cuestiones ambientales, de migraciones dolorosas, de racismo, de machismo, por decir algunos. Esta agenda no es la agenda surrealista precisamente. Por un momento, se deja a un lado esa toma de consciencia necesaria, parecen decir los francesitos y hacen una fiesta donde corre el champán, las imágenes estrafalarias, los bocadillos de tapioca disfrazada de caviar, como lo hacían Remedios y Leonora, en sus célebres reuniones en México. Juguemos al cadáver exquisito, bailemos con los espíritus, dejemos que nos invadan las extravagancias de quienes siguen siendo tan atractivos, aunque ya sin mayor misterio. La pintura por la pintura. Merecen ser celebrados. @suscrowley
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