Gisela Pérez de Acha
12/10/2014 - 12:00 am
Facebookistán
En Internet, son los algoritmos los que controlan los derechos humanos. Detrás de cada decisión sobre libertad de expresión, derecho a la privacidad y a la información, hay un equipo de técnicos ingenieros que controlan la fórmula matemática e imponen las reglas. Del lado de los usuarios no nos queda de otra: obedecer, o dejar […]
En Internet, son los algoritmos los que controlan los derechos humanos. Detrás de cada decisión sobre libertad de expresión, derecho a la privacidad y a la información, hay un equipo de técnicos ingenieros que controlan la fórmula matemática e imponen las reglas. Del lado de los usuarios no nos queda de otra: obedecer, o dejar de usar el servicio.
El caso de Facebook es paradigmático en este sentido, pues Facebook es su propio soberano: hace las reglas, las ejecuta y es la última autoridad en su plataforma. La periodista Rebecca MacKinnon le llamó Facebookistán, una especie de nación que gobierna las actividades de más de mil trescientos diez millones de usuarios. Si de hecho fuera un país, sería el segundo más grande del mundo por debajo de China y por encima de la India.
El poder económico de Facebook se basa en el capital social de su red: mientras más personas se conecten, más se consolida su poder mismo. Cada pedazo de información que vertimos en su plataforma; cada foto, post, like, inbox, amigo o poke se vende a empresas de publicidad para hacer anuncios a la medida. Es imposible utilizar el servicio sin primero “regalar” todo tipo de datos personales. Por eso todo el emporio de Facebook está construido en base a una violación al derecho a la privacidad, y aprovechando el incansable narcisismo de una generación que cada vez revela más y más datos, han encontrado la forma de convertir nuestra información en minas de oro puro. Si creemos que el servicio es gratuito estamos muy equivocados, el producto somos nosotros.
Si Facebook fuera un Estado, su poder sería indisputable y aterrador. No solo sabe todo acerca de nuestros hábitos, intereses y comportamientos sino que además, la empresa tiene una moneda que puede ser comprada en 49 países, un fondo económico formado por las cuotas que cobra a terceros que venden cosas usando su plataforma y una especie de impuesto en determinadas transacciones. Inclusive mandan “diplomáticos” alrededor del mundo para negociar marcos legales con los países involucrados en Facebook. Ben Hammersley, el editor de la revista Wired en el Reino Unido, dijo hace poco en una conferencia que los países también deberían mandar un representante a Facebook. ¿Por qué a Facebook? Porque ahí es donde la gente está. Y tiene toda la razón.
Si fuera un país, tendría control absoluto de la libertad de expresión de sus “habitantes”. En una plataforma que cada vez es más importante, Facebook tiene el poder para determinar quién puede escuchar y quién puede ser oído alrededor del mundo, mucho más que cualquier juez, rey o presidente. Al tener el control del algoritmo puede censurar contenidos en completa opacidad, sin dar criterios ni justificación alguna.
El procedimiento es el siguiente. Cuando un usuario “reporta” una fotografía o un post, la mandan al “equipo” de Seguridad, Odio y Acoso, Contenido Abusivo (se refiere a contenido sexual) y Problemas de Acceso donde funcionarios específicos deciden qué hacer: borrar, dejar, o escalar a un nivel de alarma. No hay “acciones” en Facebook, todo tiene que ver con contenido expresivo y en última instancia depende de los empleados determinar si es apropiado. Cualquier cosa podría ser bajada (y la cuenta responsable suspendida) porque algún ingeniero de la empresa la consideró obscena, racista o simplemente inadecuada. El parámetro es tan amplio que ha llegado a censurar fotos de pacientes con cáncer de mama, un estudio sobre penes publicado en Scientific American, besos de parejas gay e inclusive famosas obras de arte como L’origine du monde de Gustave Courbet.
La libertad de expresión es un derecho que tutela la disidencia. No solo se contrapone a la censura del Estado sino que es n principio fundamental en una democracia porque representa la protección a expresiones minoritarias. Contrariamente a este principio, las reglas de Facebook se encaminan a prohibir todo tipo de expresiones que mayoritariamente se consideren ofensivas. El disenso rara vez existe.
La gran paradoja es que Facebook no es un Estado, es una empresa privada que no puede ser escrutada en términos de derechos humanos. Al menos no de la manera tradicional. Es su propio soberano que implementa y ejecuta las reglas a su medida y en todo el mundo. Se podría argumentar que es válido lo que Facebook hace, que como privado puede elegir y determinar unilateralmente qué hace con las expresiones y datos ajenos, pero esto es un argumento liberal decimonónico que hoy en día, frente al creciente poder de las empresas privadas, ya no es sostenible.
En Internet los algoritmos controlan derechos humanos mientras los usuarios están completamente desprotegidos en términos legales. Creo que como generación hay que pensar dos veces: si nuestros datos son poder, ¿a quién se los estamos regalando?
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