A diez años de la muerte de David Foster Wallace, su leyenda se ha ido completando

12/09/2018 - 10:12 am

David Foster Wallace, criticaba la cultura de masas y al mismo tiempo era adicto a la televisión. No le gustaba ser reconocido, pero aceptó usar el apellido materno para que su nombre fuese más sonoro e identificable.

Diez años de la muerte de David Foster Wallace. Foto: Especial.

Madrid/Ciudad de México, 12 de septiembre (ElDiario/SinEmbargo).- En el clarividente perfil que David Foster Wallace (Nueva York, 1962- California, 2008) redactó sobre el senador John McCain en el 2000 para la revista Rolling Stone, el escritor cierra con una reflexión que podríamos adaptar a él mismo en el décimo aniversario de su muerte.

“Existe una tensión entre el atractivo de John McCain y la forma en que ese atractivo debe estructurarse y presentarse a fin de que pueda ser elegido. A fin de que ustedes lo compren”, dice tras casi cien páginas de perfil que por supuesto le recortaron en la edición final. El atractivo de DFW, como le refieren desde siempre sus simpatizantes (y en los últimos dos años también sus detractores), está claro.

Quería que “las cabezas palpiten como lo hace un corazón”, y lo logró con una prosa rebuscada que huía de los tópicos y al mismo tiempo acataba al milímetro las reglas gramaticales que había aprendido de su madre, profesora universitaria de inglés. La publicación de La broma infinita (1996) sirvió para idolatrar a ese joven introvertido en las entrevistas, inclemente en sus textos, sensible y de pluma macarra cuyo estilo nadie se atrevía a definir. Cuya personalidad compleja nadie se atrevía a entender. Y en definitiva, cuya figura descuidada era perfecta para mitificar.

Tras su suicidio el doce de septiembre de 2008, el fenómeno se multiplicó hasta tal punto que su viuda afirmó que le habría desquiciado del todo. Los retratos con las coloridas bandanas y las pequeñas gafas sin montura se reproducían por esporas y, al final, Foster Wallace terminó convertido en lo que siempre había despreciado y ridiculizado: un producto de marketing.

Sin embargo, al igual que el senador McCain, DFW sabía cómo venderse y aprovechó sus conocimientos sobre la psicología de la masa en beneficio de su propio bolsillo. ¿Le hace eso menos relevante para la literatura norteamericana? Al contrario. Pero, como él mismo exigía a los periodistas con los que cubrió la campaña republicana en el 2000, no debemos quedarnos con la cara visible del escritor o con un solo “perfil”.

La leyenda de David Foster Wallace se ha ido completando con los años a través de sus luces y sus sombras. De la transparencia con la que hablaba de ciertos tabúes y de la verdadera intención económica que existía tras ese ejercicio de sinceridad. “Empecé a escribir no ficción nada más que por razones monetarias”, confesó en 2005. Le cogió el gusto a ser el protagonista omnisciente de sus propios textos, lo que le abría puertas y alimentaba una fama que no buscó pero que tampoco se esforzó por evitar.

David Foster Wallace en 2005. Foto: Especial.

La última pieza que completó su perfil de alma atormentada la colocó la escritora Mary Karr el año pasado, cuando contó en Twitter los abusos y violencias que tuvo que soportar del autor. “Intentó comprar un arma, me pateó, trepó por el costado de mi casa por la noche, siguió a mi hijo de cinco años desde la escuela a casa, tuve que cambiar mi número dos veces y aún así lo consiguió y continúo llamando durante meses y meses”, dijo la autora de El club de los mentirosos.

Aunque sus declaraciones fueron acogidas con sorpresa y decepción (y bastante negación por parte de los acólitos de DFW), lo peor es que Mary Karr no estaba descubriendo nada. Muchos lo sabían porque su biógrafo ya lo había desvelado en sus memorias, Todas las historias de amor son historias de fantasmas, en 2012.

“Me sorprendió, en general, la intensidad de la violencia en su personalidad. Era algo que sabía cuando escribí el perfil del New Yorker, pero creció en mí. Me hizo pensar más sobre David, la creatividad y la ira. Pero en el otro extremo del espectro, era un tipo abierto y emocional, que lloraba y que amaba intensamente a sus perros. Él era todas esas cosas”, contestó D.T Max, su biógrafo, a The Atlantic.

Aquellas averiguaciones sobre el hervidero emocional que era David Foster Wallace dieron lugar a unas pocas líneas en la biografía de Max. “Una noche, Wallace intentó empujar a Karr de un coche en marcha. Poco después, se enfadó tanto con ella que le lanzó una mesita de té”, escribe el periodista. Seis años de negro sobre blanco, pero a nadie pareció importarle porque era fruto de esa relación entre creatividad e ira que solo tienen los genios (en masculino).

El neoyorquino afirmó a un grupo cercano de colegas que metía a las mujeres en su cama como si fueran un “ejercicio de física”, pero luego despreciaba ese tipo de actitudes machistas e insensibles en Entrevistas breves con hombres repulsivos (1999). Esa contradicción ha hecho casi imposible separar al David Foster Wallace personaje del David Wallace (sin el adorno del Foster) persona. Lo que es seguro es que el público ha endiosado al primero y por eso muchos se niegan a asimilar que su violencia tuviese víctimas más allá de sí mismo.

Jason Segel como David Foster Wallace en el biopic “The End of the Tour”. Foto: Especial.

Wallace se contradecía de continuo. Criticaba la cultura de masas y al mismo tiempo era adicto a la televisión. No le gustaba ser reconocido, pero aceptó usar el apellido materno para que su nombre fuese más sonoro e identificable. Quería convertirse en un recluso como Thomas Pynchon, pero nunca rechazaba una sola gira promocional.

Él se divertía haciendo gala de estas contradicciones y a los lectores les divertía aún más, incluso a los que no habían abierto un libro suyo en su vida pero le admiraban por su excentricidad.

Lo que estos no quisieron ver era que esos simpáticos requiebros surgían en una cabeza a punto de explotar. Su buen amigo Jonathan Frazen escribió en una columna del New Yorker que David Foster Wallace se había suicidado para no tener que estar a solas con sus pensamientos. No era un genio triste, era un genio oscuro, como también reivindicó su editor Glenn Kenny para criticar la caricatura de gigante bonachón del biopic The End of the Tour.

DFW tomó antidepresivos durante 22 años y fantaseaba con la muerte hasta en los textos que iban a ser publicados por grandes revistas como Harper’s y Rolling Stone. Se reconocía como una persona egoísta, aunque no daba más detalles al respecto, y era increíblemente autocrítico y tendente a empequeñecerse.

Al otro lado está el impacto que tuvo La broma infinita, las facultades de periodismo en las que se estudia Hablemos de langostas y los muchos hombres que aprendieron a ser menos despreciables gracias a sus entrevistas ficticias.

David Foster Wallace invitaba a los lectores de su crónica política en 2000 a mirar con pensamiento crítico la campaña de marketing de John McCain pero, a la vez, a no olvidar lo bueno que sus discursos habían despertado en ellos.

Lo mismo ocurre con DFW. Su contexto, muchas veces despreciable y otras revelador, es necesario para comprender su escritura y las pasiones que despierta. Algo que describió muy bien al referirse al senador republicano: “La cuestión de si de verdad McCain [en este caso DFW] es real ya no depende tanto de lo que hay en el corazón de él como de lo que puede haber en el de ustedes. Intenten permanecer despiertos”.

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