Óscar de la Borbolla
12/08/2024 - 12:03 am
Mi testimonio
Sorpresa tras sorpresa fue para mí el paso de los años: las reglas eran otras o, mejor aún —esto tardé mucho en comprenderlo—no existían reglas.
Cuando tenía 20 años qué dogmático y qué inocente era: juzgaba todo con mi brújula moral, y lo poco que veía me resultaba clarísimo: había un abajo y un arriba, un norte y un sur, un camino bueno y uno malo. Catalogaba a mis contemporáneos, y con una sola mirada me resultaban transparentes sus vidas; llegué, incluso, a meterlos en dos grandes grupos: unos cuantos conseguirían sus metas, sus anhelos; los más, en cambio, no tenían punta, no podía descifrar lo que sería de ellos una década más tarde. Yo me clasificaba entre los primeros: mi confianza en mi talento sólo requería del empeño: estaba seguro de que el esfuerzo era el piolet para subir el Everest.
Pero —como dice Borges— “Han pasado lentos los años/ pisando como paquidermos,/ladrando como zorros locos,/ han pasado impuros los años/ crecientes, raídos, mortuorios”. Y no puedo sino experimentar más que un sentimiento leve de compasión por aquel yo antiguo, inocente y pueril que creía tener las claves de la vida. Hoy, a más de 50 años, comprendo que mi apreciada brújula moral no era más que una fotografía rígida que no cambiaba la orientación de su aguja por más que el camino diera de vueltas, y me hiciera dar de tumbos una y otra vez modificando la dirección y por eso, a veces, sin saberlo, creyendo encaminarme al norte, lo hacia hacia el este y, a veces también, dirigiéndome al sur, terminaba en el norte…
El talento y el tesón, qué ingredientes tan irrelevantes fueron a la hora de la hora. Algunos, a quienes no les veía punta, llegaron por atajos insospechados a unas metas que ni siquiera se habían propuesto y eran buenas, magníficas incluso, y algunos también de este grupo sencillamente no llegaron y efectivamente, como lo había previsto, quedaron apartados del camino; sin embargo, no les fue peor que a otros que había visualizado victoriosos y que corrieron hacia la misma triste suerte.
Sorpresa tras sorpresa fue para mí el paso de los años: las reglas eran otras o, mejor aún —esto tardé mucho en comprenderlo—no existían reglas.
Yo no sé si mi experiencia valga más que un mero testimonio personal y pueda tener visos como para generalizarse, pero es mi experiencia y hoy me atengo a ella.
El talento sirve, pero, como se comprenderá, no garantiza nada; el esfuerzo cuenta, pero tampoco asegura un necesario ascenso, pues unos suben como cohetes y luego caen como meteoritos, o no caen sino que siguen adelante, mientras que otros con esmero de termitas y talento no consiguen siquiera moverse. Mi conclusión es muy simple: el principal factor es la suerte, el azar, la fortuna o, como quiera que se llame al instante en que todo converge para bien o para mal.
Nadie debería enorgullecerse de su vida y tampoco de recriminarse nada, pues no es uno el artífice de su existencia, uno es a lo más una lancha sin timón que navega a ciegas en la arbitraria dirección del viento.
Sin embargo, para tranquilizarme, me aferro a lo que he hecho toda mi vida; quizás porque es más fácil seguir una costumbre, aunque bien sé que el puerto al que aspiraba viene y se aleja sin que mis actos intervengan y, sobre todo, sonrío: sonrío como la hiena que no sabe bien a bien de que se ríe…
Twitter @oscardelaborbol
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