Las memorias atendidas de Guillermo Fadanelli brotan en El billar de los suizos, editada por Cal y Arena. Son las memorias de los viajes que hacía el autor en la juventud, donde llegó a urdir amistades a pesar de su carácter solitario, a las que les dedica este libro. Publicamos tres crónicas del libro, entre ellas “Susurros en el Savoy”, un homenaje a Joseph Roth, que hizo, precisamente, Hotel Savoy.
Ciudad de México, 12 de agosto (SinEmbargo).- Lo poco que me es posible prometer aquí es que si mis crónicas se leen con buen ánimo y sin mala leche entonces el viaje será compartido y nadie se arrepentirá. “La gente no es mala si tiene espacio donde moverse”, se escucha decir a un personaje en Hotel Savoy, la novela de Joseph Roth. Mas yo añadiría que el espacio en donde uno puede moverse se relaciona más con la libertad, la curiosidad y la imaginación que con el espacio mismo (en el espacio lo extraño es mera continuación de lo conocido).
De lo contrario, lo más conveniente habría sido, en mi caso, realizar un viaje de cuarenta días alrededor de mi habitación y no exponer a los otros al mal rato de mi presencia y compañía. Aunque en general fui un viajero solitario, no grato y modesto llegué a urdir amistades que hicieron de mi vagancia algo memorable o, al menos, un suceso digno de recuerdo. Es posible que muchas de ellas no me guarden en su memoria, ya que ejercí con mucho cuidado la sana acción de pasar inadvertido —hasta donde mi temperamento lo permitió—, mas a todas estas personas, intensas y ocasionales, dedico este libro de crónicas.
Publicamos estas tres crónicas del libro El billar de los suizos, de Guillermo Fadanelli, con la autorización de Cal y Arena
El huésped perfecto
¿Qué vuelve a un hombre tan humano y vulnerable como el hecho o la decisión de abandonar su casa? Andar un poco y encontrarse de pronto entre desconocidos que ostentan ojos y boca humanos a pesar de no haber leído a Tolstoi ni a Tanizaki. Cierta clase de hombres que ha puesto sus ojos en las obras de estos escritores teme a la periferia, a la fuerza centrífuga y al encuentro con los extraños. Temor, aunque se hallen acostumbrados a desplazarse con alguna frecuencia a otros países. Sin miedo el viaje no es viaje. Si el popular temor a la gente y a la tierra desconocida se hace acompañar de una vigía escrutadora y celosa, entonces el conocimiento de las cosas y de las personas aumenta: se les conoce hasta el grado máximo de no saber quiénes son.
Si yo deseara tender hacia la sabiduría lo primero que haría sería mudarme a un hotel. Y esperaría a que llegara el virus con su porquería. Cada noche me preguntaría por la clase de persona que duerme en la habitación contigua a la mía: ¿Será una rubia, un perro heredero de grandes fortunas o un asesino que todavía no sabe que lo es? Y durante el desayuno observaría en el comedor atestado de estómagos vacíos el rostro de cada uno de los inquilinos: no es en las noches, y sí por las mañanas, cuando se reconoce a fondo a las personas: el que recién despierta es un delator, un delator de sí. En este tramo del día hasta los sonrisas llegan a parecer honradas. Veo a los hoteles como cruces de caminos chuecos, punto de reunión entre holgazanes y emprendedores, entre timadores y predicadores. Un hotel pequeño se asemeja demasiado a una casa y tarde o temprano aparecerá una madre que reprende a su descendencia o una hermana ruidosa que no cesará de torturarte con su música. Pero en un hotel de grandes dimensiones nadie te echará de menos cuando te marches y son escasas las ideas que circulan en el aire de sus habitaciones: en vez de ideas te encuentras con el lloriqueo de un ejecutivo que extraña a su esposa o con el aroma a su loción desteñida; y con los jadeos dentro de una botella.
Cuando me he propuesto escribir un relato busco un hotel modesto y no escribo nada. Por el contrario: en el hotel tapiado por ventanas selladas y televisiones que murmuran yo podría escribir la enciclopedia muda.
El piso veinte de un hotel destinado a ejecutivos simula bien una esfera en cuyo interior no hay lugar para más pensamiento ni vida. En Esferas, de Peter Sloterdijk, se da un ejemplo de lo que sobreviene cuando se abandona la cápsula materna y se va a la escritura con la idea de combatir el temor. En este tratado sostenido en varios libros, el contenido se manifiesta hacia afuera: una ventana rota de un piso cien de la torre cuatro del complejo siete del rascacielos más grande del mundo: una ventana rota de cualquiera de estos enjambres y la vida se anuda y se desata otra vez. Lo que es contrario sucede en una casa de huéspedes o en un hostal sencillo o austero: el aura de los huéspedes anteriores demora en largarse y uno se siente cercado por fuerzas cínicas que se resisten a abandonar los objetos de la habitación. Incluso durante la primera noche sueño los sueños de otros y al despertarme tengo la impresión de volver de un pasado que no es el mío. ¿Y cuál es el mío? Eso me sucede tan puntualmente que ya ni siquiera llama mi atención.
Ser famoso y a un mismo tiempo desear el anonimato no es elegante. Tampoco es gracioso aspirar a ser famoso cuando se es un desconocido, pues tal resulta ser el pan de todos los días. Tengo la impresión de que lo bueno para nosotros —las bestias humanas que vivimos en comunidad y perseguimos la tranquilidad— es aceptar el anonimato y desear con intensidad continuar siendo anónimos. De estos seres anónimos y resignados, quiero creer, se encuentran llenos los buenos hoteles. Parece que los resignados flotan cuando caminan y sus sonrisas son honestas y distantes. Quizás no puedan ser personajes de una novela, no son rubias, perros o asesinos, pero su existencia hace que los días sigan siendo tristes en las mañanas y emocionantes cuando el día comienza a hincarse cerca de las seis de la tarde.
Susurros en el Hotel Savoy
“La gente no es mala, si tiene espacio donde moverse”, susurra la voz en las entrañas de una taberna de pobres en donde los comensales, sentados alrededor de las largas mesas de madera, deben abrirse espacio con los codos para, en seguida, clavar la cuchara en la sopa. Se susurra en la novela Hotel Savoy y la voz de Joseph Roth, su autor, es como la triste melopea de un viejo amigo a quien nunca volverás a encontrar. “En los grandes restaurantes te saludan satisfechos porque encuentran sitio, pero cuando dos personas tienen que dormir en una cama pequeña y estrecha las piernas luchan durante el sueño y las manos rasgan el delgado cobertor que las envuelve.”
El Hotel Savoy es un sitio de encuentro en Europa central entre las almas y los expulsados de las revoluciones del mundo; he allí el próspero negocio de los hombres, comenzar una revolución y hacer culpables y asesinos a los inocentes. El Hotel Savoy abre sus puertas a todos nosotros y les ruego que no se desalienten al descubrir su hermosa y lujosa fachada porque en el interior, aun sea en los últimos pisos y en las buhardillas más apartadas, hay también lugar para las personas pobres y de modesta raíz.
En otra caja de cartón arrumbada en el armario conservo, también en desorden, las cartas que me escribieron los amigos desde sus diversos países de origen; y no es melancolía lo que siento, es un dolor permanente. Alguien me patea en el tobillo y se esconde. Una mano me estampa un golpe en la nuca y desaparece. Este dolor se abraza con el color opaco de las hojas que envejecen y con el peso de los sobres, los timbres, el papel y la tinta: la gravedad que reclama para sí los cuerpos que poseen un lugar en el mundo de la física y la química. La chingada que se transforma en leyes de termodinámica. Lo viejo que se desparrama en polvo. En cambio, los cerca de quince mil correos electrónicos que almaceno en la bandeja del ordenador desaparecerán un día durante un parpadeo electrónico que llegará a la hora acostumbrada: a las diez treinta y cinco de la mañana.
Hace 25 años que estuve en Cuba y ahora, cuando hurgo en el cúmulo de cajas avejentadas en los armarios, descubro que las cartas que me enviaron por entonces los amigos cubanos son las más voluminosas de todas las que poseo. (Cómo hablaban y escribían los cubanos: cuando se les permitía, claro). Ellos, los cubanos, no tenían permiso de viajar, pero lo hacían sus narraciones contadas por caligrafías excitadas: chismes, quejumbres, historias extraordinarias de hambre y deseo, puterías y reflexiones filosóficas, anhelo de encuentros y también peticiones de auxilio. Al final se hallaba siempre la petición de auxilio.
En La Habana, como en cualquier parte del mundo, existe también un hotel Savoy. El hotel no da servicio precisamente con este nombre, pero estoy seguro que fue allí donde me hospedé y organicé una modesta cena en su piso más alto.
A esta reunión acudieron cerca de quince personas y en todas ellas se notaban los enérgicos deseos de tomar ron. Antes me había instalado en el hotel Capri donde no se permitía la entrada a los cubanos, hecho que me orilló a cambiar abruptamente la sede de mis huesos al hotel Savoy. En algún momento de la madrugada yo, ebrio y exaltado, comencé a denostar a un gobierno que no permitía a los habitantes de la isla viajar a otro país si no era por medio de la expulsión o de la compañía de algún representante del Estado. La ingenuidad no necesita invitación para presentarse porque es mi compañera y no me abandona ni cuando duermo. Casi todos los asistentes a la terraza, confusos, se marcharon del hotel porque creyeron que hablaba yo de política y temían sufrir represalias. Ellos tenían miedo cuando en realidad encarnaba yo uno de los susurros comunes del Hotel Savoy: “La gente no es mala si tiene espacio donde moverse.” “A unos les falta el pan y otros lo comen con amargura.” “¿Por qué lloras ahora? Porque durante el día no he tenido tiempo.” Todos, excepto dos pintores, se fueron y el ron a medias quedó abandonado en la mesa. Decidimos, los restantes, ir al malecón a seguir hablando y a terminar con el resto de aquellas botellas idiotas y solitarias.
“La vida no es la vida todavía.” ¿Continuaban los susurros del hotel Savoy?, no, los susurros no, pero sí los gritos desaforados de mi amigo, Alonso Mateo, de cara al mar, al pasado y al presente. Todavía los escucho.
De Pamukkale a Leukerbad
Cuando un mesero, cualquiera, me pregunta sobre lo que voy a tomar, le respondo: “Por favor, traiga a esta mesa lo que usted imagine que puede hacerme mayor daño. Y que esté incluido en el menú.” Es una broma que no es broma. Y la forma de dirigirme al mesero, algo anacrónica, me despierta el apetito. Dirigirme al mesero llamándolo “caballero” o “estimado señor”, es señal de mucha sed, cruda y deseos de matarme. Desde hace treinta años tomo bebidas que, según afirman los médicos, titulados y no titulados, me empujarán hacia alguna clase de tumba y, sin embargo, estas personas cultas y previsoras han errado en sus predicciones. Mi salud es la enfermedad bien llevada y además me he vuelto un especialista en tumbas efímeras. Podría convertir un sofá cama en una tumba durante doce horas. Te haces amigo de tus enfermedades y juntos aprenden a llevar una buena vida. O una regular. O una vida a secas. Ahora bien, existen enfermedades intratables que no desean relacionarse conmigo. ¿Qué puedo hacer para agradecer su desprecio? Que venga el coñac.
En el verano de 2007 estuve en Leukerbad, un minúsculo pueblo en Suiza saturado de fuentes termales a donde se me invitó a participar en un encuentro de literatura. Yo no engaño a nadie: no soy un escritor que quiera ser tratado como tal. Yo prefiero desempeñarme en último de los casos como un borracho o un arribista. Y espero que no se me moleste. Que se me respete en mi calidad de “ser no respetable” y que se me ignore: el cero a la izquierda tan anhelado por ciertos hombres de letras. Fui hospedado en el recatado y cómodo hotel Bristol en cuyo balcón pasaba las mañanas hojeando las páginas de un libro que leería más tarde en público. El libro lo había escrito yo y lo leía para ensayar las acostumbradas mentiras en las que creo al pie de la letra. Son mentiras que no hacen daño a nadie, excepto a mí: son pura y vil literatura escrita en un mundo colmado de miseria y negocios que crean más miseria. Recuerdo que casi todas las personas que recorrían las calles de Leukerbad andaban ataviadas con una bata de baño blanca y caminaban en busca de alguna de las sesenta y tantas fuentes termales donde recuperarían la salud sumergiendo el cuerpo en aguas minerales. Sumergirse en el agua es una acción noble y natural —volver al origen— que se vuelve algo vulgar y ordinaria cuando se acompaña de la acción de emerger nuevamente.
Ancianos de huesos curvados, mujeres diminutas y rosadas entradas en edad, hombres enfermos y pueriles, parejas próximas a la extremaunción caminaban hombro con hombro rumbo a la fuente de estas aguas purificadoras. Ante una escena semejante yo redoblaba mis raciones de vino y coñac de modo que en la tarde me encontraba yo más bien resignado. Mi público lo formaban las mismas personas que recorrían las calles, aunque en el recinto se habían despojado ya de su bata de baño y vestían de manera formal, es decir no llevaban puesta su bata de baño, lo que, desde mi punto de vista habría sido un acto extraordinario. Estuve a punto de enloquecer ante la visión de esos espectros sin bata y llegué a tener la certeza de que incluso el pueblo mismo encarnaba en sí una alucinación.
Veinte años antes de aquella experiencia vivida en Leukerbad había puesto los pies en Pamukkale, una modesta ciudad en el suroeste de Turquía, una zona de aguas termales visitada también a causa de sus cataratas fosilizadas: un paisaje de cascadas blancas que se presta a la exaltación y a la emoción infantil. La razón de mi estancia en esta ciudad —varios años antes de que fuera declarada patrimonio de la humanidad (es decir: patrimonio de lo que no existe)— se debía a una sola razón: acompañar a cierta mujer, originaria de Bologna, que había tomado la insolente determinación de sumergirse en las aguas rejuvenecedoras de Pamukkale: ¿Para qué deseaba rejuvenecer esa joven de 25 años quien, además, podría, vía la fuerza de su salud y belleza, arrastrar a Italia completa hacia la Jonia. ¿Y yo? Ante ella y sus rulos dorados no tenía decisión.
Mi memoria ha conservado los pormenores de aquel viaje…y un mapa. Tres días me mantuve tirado en un camastro y presa de una temperatura que me llevó a sufrir alucinaciones reales, quiero decir realidades falsas: serpientes y rostros de criminales grabados en las paredes, odaliscas de tres cabezas, luces oscuras e insectos inmóviles que aparecían y desaparecían a cada parpadeo de mis ojos. Puta madre. La causa de mi enfermedad había sido beber un día antes de una toma de agua callejera en un barrio de Esmirna, la tierra de Homero. Yo tenía por costumbre beber agua de la calle y aún no llovía sobre el planeta ese demoniaco alud de botellas de agua purificada. En aquel entonces pegabas la boca en el grifo y esperabas saciar la sed: y ya. De modo que mientras la italiana se bañaba en un estanque de aguas subterráneas yo, luchaba contra la muerte debido a la ingesta de aguas negras.
Estas experiencias triviales no me han dejado, por supuesto, inmune. Aprendí a conciencia la lección, claro, hasta que vuelva a olvidar lo aprendido. He aquí mi lección de sobreviviente: seguiré bebiendo aguas negras de cualquier grifo anónimo, pero jamás volveré a visitar una zona por cuyas entrañas corran aguas termales, y mucho menos acompañaré a una mujer que busca embellecerse a costa de la salud de los hombres.