Te lo digo porque a mí me tranquilizaba que me lo dijeran, aunque fuera incapaz de creerlo en el momento: sí, volverás a ser feliz. Sí, definitivamente. Y ¿sabes qué? Serás más feliz de lo que crees, porque el universo te manda lo que pides y ahora vas a saber pedir mejor. ¿Me tranquilizaba que me lo dijeran o me irritaba? Había, definitivamente, la sensación de “esta gente me habla desde el otro lado del espejo”, como tú dijiste el otro día. Me hablan desde otro plano, desde otra dimensión, no saben lo que yo estoy sufriendo, no saben nada. Pero yo todavía me acuerdo, me esfuerzo en no olvidar porque ese blanco y negro le da más lustre a mis colores de hoy, en contraste.
Estuve en las tardes eternas que ni se anochecen ni se alborean, en la miopía que te niega el futuro más cercano, la hora siguiente en la que podría pasar algo bueno, algo pequeñito, un chiste que te hiciera reír, un pastel que te despertara la boca tan desértica luego de los años de silencio. La cama es una celda y las sábanas un pitón que te come las piernas. La luz del sol es la burla más personal y las cortinas fingen ser aliadas y luego ríen maliciosamente porque sus mascotas, las enredaderas espinosas, se dan bien ahí en la sombra húmeda, en la soledad voluntaria, en el musgo verdoso que se pega a tus manos y hace que las cosas bellas resbalen, caigan al suelo, se quiebren en mil pedazos y tú puedas decir, entonces, que el suelo está lleno de cristal, que los pies deben guardarse, que los senderos deben esperar.
La música es la peor ofensa, sólo por existir. Incluso la música más triste, que arrulla las melancolías y duerme las esperanzas, es demasiado buena y la odias, la odias, la odias. Y te odia: sus corcheas danzan y al llegar a tu piel los poros, portones de tu castillo medieval, se les cierran encima y les cortan las cabezas. Quedan las tristes líneas erguidas, sin rumbo ni voz, colgando del metal oxidado, listas para caer al foso de pirañas que rodea tu castillo en el pico del acantilado, en el que los letreros de No Molestar cuelgan de cada manija y de cada ventana sellada y escarchada.
Yo escribo tu nombre en tus ventanas, con mis dedos tibios, porque creo que conozco tu nombre. Estoy aquí afuera, pegando la boca a la escarcha para que se derrita y puedas leerme los labios desde ahí dentro: el invierno no es eterno. El desierto no es desierto. El alma se reconstruye: tu alma de tormenta que un día fue una nube blanca pero una, unidad, completa, fuerte, presente, y que se llovió y se desperdigó en manantiales, océanos y pantanos, que se te derramó entre los dedos, que se destiló en el pasto, que alimentó a las hormigas, que se filtró en la tierra más fértil y se coló entre las rocas más indiferentes, volverá a subir desde el subterráneo pronto, en verano.
Cuando cambie la estación y se te calienten los huesos, tu agua volverá a flotar, será neblina primero, encontrará sus pedazos en el aire y tus piezas se volverán a abrazar con sus dedos fluviales, y debido a su caída tendrán muchas historias que contar. Tus gotas ya no serán transparentes, habiendo viajado alrededor del universo, habiendo lamido trincheras sangrientas, habiendo atravesado lagrimales de niños tristes, habiéndose mezclado con la más sucia desesperanza, con el más puro deseo, con el miedo más primitivo y la noche más oscura. Serán de colores, serán de prisma y serán espesas, como tus carbones, como tus óleos, como tus lápices que buscan, agudos, delinear las líneas más negras. Hay negro, sí, en todos los tonos, pero tus células palpitantes de negro sólo pueden vivir gracias a tu hoja blanca, a los espacios vírgenes que cantan esperando que abras los portones y te des cuenta de que no es tarde, hermosa. Es muy temprano. Esto apenas empieza.