Hay que contar historias como ésta, porque las otras abundan. Dicen que las historias de la gente feliz no venden: ni siquiera se escriben porque quién quiere realidad. Quién quiere gente de pinta ordinaria, viviendo sus vidas ordinarias. Si al menos fueran existenciales, fueran una clara representación del absurdo de la existencia, la monotonía de lo cotidiano, o el vacío del sistema capitalista… Lo ordinario como queja está bien, como exaltación no. La mejor felicidad es discreta, quizá para no presumir, quizá porque la felicidad más profunda lo que hace es apaciguar, y entonces no se cuentan historias como esta porque sus protagonistas están ocupados viviéndolas y no clamándolas. Son invisibles, o quizá transparentes.
Hoy quiero contar de esa noche, una noche normal de gente felizmente aburrida que ve la televisión, que se atrinchera en un sillón bajo la manta viva de cuatro perros, que encuentra epifanías en ese sillón e intercambia una mirada pícara que no es de “hagamos el amor” sino de “vayamos por helado, maldita sea”. Los dos se levantan aunque se está tan bien ahí, se ponen zapatos y abordan el coche en piyama, corren al supermercado que está a punto de cerrar pero no tan a punto como para correr, y llegan al congelador. Esta es gente que se cuida, que hace ejercicio y se mide el azúcar en la sangre, pero no esa noche.
Dos litros de helado, un bote de chocolate untable, una galleta de microondas y vuelven a correr hasta la caja porque hay mucha prisa, sin saber por qué, carcajadas esas sí con explicación: somos adultos huyendo de nuestra casa adulta, nuestra dieta saludable y nuestra noche tranquila ¿para qué? Para la gran transgresión: comprar dulces, atragantarnos, empaparnos, porque llueve, y refugiarnos como niños que acaban de huir del mismo supermercado con paletas robadas en la bolsa. Mientras él rodea el coche y ella se acomoda en su asiento, todavía riendo a carcajadas, piensa: “al demonio… voy a decirle que nos casemos. Ya. Porque esto es demasiado perfecto”. Él, al subir y mirar su gorro con orejas de gato, tan ridículo en alguien de su edad, y las mejillas chapeadas por la innecesaria carrera, piensa: “Ahora. Se lo pediré ahora. No sé por qué ni por qué ahora, pero resulta que eso. Que ahora”. Ninguno dice nada, pero se sonríen y luego celebran bailando el haber alcanzado a salir del estacionamiento sin tener que pagar.
Ésta es gente normal, protagonista de ninguna novela. Quiero contar que se conocieron de la manera más mundana, tan mundana que da la vuelta completa y se vuelve mágica. Que se enamoraron por todas las razones correctas, y no por alguna sacada de un manual de astrología o de alguna compleja pasión oscura, enterrada en la psique de alguno de los dos. No. Ya no creían en el Destino así, en mayúsculas, pero estaban listos, traían maletas pero no baúles, traían cicatrices pero no deformidades, y era mucho más difícil contestar a “¿por qué no?” que a “¿por qué sí?”. Se les fueron los años sin tiempo de tener miedo ni tener coraje: parecían estar actuando una obra que los dos conocían, cuyos diálogos se habían aprendido por separado, preparándose para un estreno sin ensayos previos.
Ellos no le llamarían amor ciego, no. Al contrario: amor de ojos bien abiertos, de sentidos disponibles, de tacto aunque la piel esté reseca y oídos aunque la anécdota sea aburrida o el chiste repetido. Amor de “si quieres, aquí está mi lupa, para que leas mis letras chiquitas”, de guardar los viejos secretos no porque sean oscuros, sino porque ya no importan y porque guardaron, junto con ellos, las armas viejas, aunque eso los volviera más vulnerables. Confiaron y esta vez, las cosas salieron bien.
Comieron el helado y pasaron unas semanas preguntándose por qué se casa la gente. Porqué gente como ellos, porqué cualquier gente. Él sonreía para sí, diciéndose que había sido un impulso extraño, pero que no se iba. Ella empezaba artículos intentando ordenar su cabeza (que no su corazón), para responderse a sí misma la siguiente pregunta: ¿Por qué quiero decir que sí?
Una noche que de extraordinaria tuvo la caída de doscientos árboles, y cuya tempestad nada tenía que ver con la esencia de estos dos seres tan ensillonados y enchocolatados, él la invitó a cenar. El lugar al que iban estaba cerrado. La comida a ella le cayó fatal. Hablaron de cosas tan de diario que ni se acordarían. Al volver a casa él le pidió que se casaran y ella dijo que sí. Aún no se soltaban del abrazo cuando uno de los cuatro perros se cagó a la mitad de la sala y hubo que levantar la mierda y limpiar el suelo. Aquello no era un presagio ni una broma: sólo la vida siendo la vida, y luego volvieron a su celebración privada y feliz y discreta y se dijeron que casarse era un símbolo, al igual que el helado podía serlo, que era una travesura, también, como el chocolate y la galleta y el helado, y que seguir creyendo en el amor eterno era una de las cosas que compartían y que no importaba, a fin y al cabo, si alguna de esas era la respuesta a la pregunta que los dos se habían hecho, y que tanto les había zumbado en la cabeza: ¿por qué se casa la gente? Si al fin y al cabo había llegado otra pregunta: ¿quieres pasar tu vida conmigo? Y los dos habían dicho que sí.