Los hombres del poder que la madrugada del 20 de diciembre de 1994 se reunieron en secreto para devaluar el peso, se sometieron más a la política que a la advertencia y el buen juicio. Y México pagó un precio muy caro su trasnochada determinación. Porque, si tuviera que abrirse un museo de las pesadillas, la crisis financiera que esa noche se inició, ocuparía la sala principal.
El relato en números fríos indica que la debacle ha significado para las finanzas públicas mexicanas una pérdida de 116 mil millones de dólares. Pero esa escalofriante cifra no fue el costo mayor. Por aquellos días, millones de familias mexicanas supieron a qué sabe el hambre, miles de empresarios bajaron la cortina y cientos de jóvenes estudiantes truncaron sus esperanzas. El ahorro interno quedó destruido y es la hora en que ese daño no ha sido cuantificado.
En los muchos análisis de la hecatombe se han asomado como causas la corrupción, la ausencia de transparencia, la complacencia de los políticos y la omisión de la tragedia nacional que significaba el levantamiento de la guerrilla zapatista en Chiapas. Es difícil no evocar aquel pasado de horrores y culpas ahora, cuando 43 estudiantes de la Normal Rural Superior Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, Guerrero, cumplen más de dos meses desaparecidos y la economía muestra un freno. Es verdad que en veinte años se han adoptado medidas para que los grandes ahorradores asuman las consecuencias de un probable quebranto, pero también es cierto que las instituciones con el destino macroeconómico en sus manos, no han sido capaces de imponer un "nunca más".
Esta es la historia de esa reunión, donde hace veinte años se inició el camino a la parada del infierno.
Ciudad de México, 20 de diciembre (SinEmbargo).– La noche del lunes 19 de diciembre de 1994, la temperatura en el sur de la Ciudad de México había descendido a dos grados y el Ajusco estaba como boca de lobo. Los hombres que integraban el Pacto de Bienestar y Estabilidad Económicas (Pabec) pasaron por ahí antes de llegar al edificio de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social. Los había llamado Jaime Serra Puche quien cumplía dos semanas como titular de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP). Los llamó porque se guardaba un anuncio. Cuando lo conocieron, las miradas de esos hombres no volvieron a ser de otra forma; sumisas al espanto, azoradas por el futuro.
Capitales en dólares cuantificados en cuatro mil millones se habían marchado de México en menos de un mes. El ingreso de divisas a través de la Bolsa Mexicana de Valores (BMV) era una tercera parte de lo recibido en el año anterior. El monto de los Tesobonos –títulos denominados en dólares pero pagaderos en moneda nacional–, de 32 mil millones de dólares. Había que hacer algo por el peso mexicano. En esa hora. De madrugada. Pronto.
Serra Puche inauguraba un estilo discreto de hablar, alejado del habitual, lineal, descarado, sin matices, al que tenía acostumbrados a lo reporteros. Una hoja de block de notas mostraba sus letras deformes, casi ilegibles, desbordando los renglones, como si las hubiera bañado una lluvia pertinaz:
“Como ustedes saben, la situación en Chiapas está muy delicada. Mañana queremos hacer un anuncio del Pabec que dirá así: los sectores del Pacto acordaron abandonar la banda de deslizamiento del peso y dejar que éste sea determinado por las fuerzas del mercado debido a los acontecimientos en el estado de Chiapas”.
¿Qué ocurría como para encontrar en la selva y cañadas la justificación de esta reunión económica?
Ese mismo lunes 19 de diciembre, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) tomó 38 municipios, entre ellos Simojovel, Yajalón y Chanal. El Subcomandante Marcos admitió que un grupo había burlado el cerco militar impuesto por Ejército Mexicano desde el 12 de enero anterior para llegar a esos municipios, mas aclaró que no se disparó un solo tiro. La Secretaría de Gobernación negó esa toma territorial. Pero la Bolsa Mexicana de Valores reaccionó a los acontecimientos con un descenso en los precios de las acciones de 4.15 por ciento en promedio.
Silencio en esa sala de juntas de dos mesas de media luna cuya separación era una pequeña jardinera. Desde el sexenio de Miguel de la Madrid (1982-1988), las flores de ese espacio eran cambiadas cada reunión del Pacto. Aquella noche las olvidaron y frente a los invitados completaban su muerte.
Mientras transcurran estas oscuras horas, Serra Puche se mantendrá en medio de Herminio Blanco, Secretario de Comercio; Santiago Oñate, Secretario del Trabajo y Previsión Social, y Miguel Mancera Aguayo, Director del Banco de México. Las palabras de Oñate y Blanco serán escasas y hasta débiles. Las de Mancera, escasas pero directas como dardos. Las de Serra Puche, muy revueltas como agua de río bajo golpe de huracán.
LOS EMPRESARIOS
El asombro, la alarma y algunos tintes de rabia pintan una voz unánime. Es de los empresarios:
–¿Y qué más, Jaime?
–Nada más.
La seca respuesta provoca la exaltación de Luis Germán Cárcoba, presidente del Consejo Coordinador Empresarial (CCE):
–¡No puedes anunciar que sólo vas a soltar el peso. Ello debe ir acompañado de un paquete de medidas de emergencia!
Serra Puche gira la cabeza de derecha a izquierda:
–Yo no puedo hacer nada más.
Están ahí los mismos hombres de negocios que desde el 2 de diciembre anterior le solicitaron al Secretario de Hacienda una reunión de emergencia. Quisieron mostrarle al Secretario de Hacienda su preocupación por la economía mexicana desde 20 días antes.
De Serra Puche obtuvieron:
“No los puedo recibir. Tengo 15 días para entregar el proyecto de presupuesto. Pero, además, no veo por qué están preocupados. No hay qué temer. Devaluación, no habrá”.
La confianza se había ido de México. El asesinato del candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI) a la Presidencia, Luis Donaldo Colosio y el levantamiento armado en Chiapas tenían manchado el horizonte. Se sentía descontento, zozobra y preocupación. Todo junto y por separado.
El descontento, porque los empresarios habían pugnado durante casi seis meses porque Pedro Aspe Armella se quedara a cargo de la Secretaría de Hacienda, y el Presidente electo Ernesto Zedillo Ponce de León había cerrado a piedra y lodo la puerta a esa posibilidad.
La zozobra, porque el gabinete zedillista, recién nombrado, no convencía a los inversionistas. Por ejemplo, en la Secretaría de Energía estaba Ignacio Pichardo Pagaza, ex Gobernador del Estado de México, a quien en el momento de su designación lo envolvía un huracán de acusaciones proveniente de Mario Ruiz Massieu en torno al asesinato de su hermano, Francisco.
La preocupación, porque días antes, los empresarios entregaron a Serra un documento técnico, elaborado por el Centro de Estudios Económicos del Sector Privado (CEESP). El estudio preveía que la paridad del peso frente al dólar no aguantaría.
Esta noche, además de Germán Cárcoba; están ahí Fernando Cortina Legarreta, presidente de la Confederación de Cámaras Industriales (Concamin); y los recién designados presidentes de la Confederación de Cámaras Nacionales de Comercio (Concanaco) y de la Cámara Nacional de la Industria de la Transformación (Canacintra), Germán A. González Quintero y Víctor Manuel Terrones.
Este 19 de diciembre, Serra Puche se torna melancólico, usa pausas y silencios de sepulcro. Frente a él, la voz en agudos de José Madariaga Lomelí, el dueño de la casa de bolsa Probursa y Multibanco mercantil de México.
Dos años después de este momento, los informes del auditor del Fobaproa, Michael Mackey, develarán que en noviembre de 1994, Probursa incrementó en mil 800 millones de pesos su tenencia de Tesobonos, operación que le produjo una utilidad de cinco mil 400 millones de pesos en tan sólo dos semanas.
En la noche de la hecatombe, la conducta de ese hombre es de inquietud pura. Es él quien deshace el espasmo provocado por el anuncio de Serra:
–¿Qué creen que va a pasar si sólo lo anunciamos de esta forma? –dice Madariaga.
Las miradas de los hombres de negocios se concentran en un solo individuo que esa noche sufre de gripe fuerte y su temperatura ha subido a más de 37 grados. Con abrigo forrado en felpa negra y bufanda gruesa que le llega hasta la boca, callado en su estilo solemne, ejerce sin escándalo el catarro. Es Miguel Mancera Aguayo, Director del Banco de México.
“¿Cuál sería el nivel al que llegaría el peso? –se pregunta Mancera y responde sin usar las manos, atrapadas en el abrigo: “De acuerdo con nuestra experiencia, sería una devaluación de 15 o 20 por ciento, ni de chiste de 50 o 60 por ciento. Una vez que la situación en Chiapas se tranquilice, volverá la normalidad a los mercados”.
–¡Pero debe haber medidas adicionales en un plan de emergencia! –piden en forma airada los empresarios.
Mancera Aguayo vuelve a su silencio. La alta temperatura lo vuelve a poner cabizbajo, contra la mesa.
La escena concluye con un hecho inaudito. Los empresarios le piden a los miembros del gabinete económico, abandonar el salón. No por decisión, voluntad o diplomacia. Salir es una orden:
“Salgan del salón. Hablaremos nosotros”, exige con tono de profesor uno de los líderes empresariales. Y los del gabinete económico se van.
Avanza el reloj. El rostro se le ha agravado a Serra Puche hasta que un empresario aparece en el pasillo:
–Jaime: concluimos que esto es inaceptable. Nada ayuda un anuncio así. Debemos omitir lo de los zapatistas que es una mera anécdota. Si se amplía el margen del peso, se debe elaborar una serie de medidas. No, Jaime. No. Esto es inaceptable.
JAIME SERRA PUCHE
Fue el hombre más distinguido en las negociaciones del TLCAN con Estados Unidos y Canadá. Era el serio y efectivo Secretario de Comercio, de la antigua Secofi, entre 1988 y 1994. Jaime Serra Puche era el miembro del gabinete salinista que sin reserva declaró que no leía jamás la prensa mexicana; sino The Wall Street Journal y The Financial Times. Fama de trajes negros de marcas multinacionales en una época en que el mercado mexicano no estaba abierto de par en par. De capacidad negociadora reconocida. Hasta 1994, un hombre de hazañas. Un hombre que estaba por cumplir 39 años de edad.
¿Acaso el Serra Puche del 19 de diciembre pensaba que nueve días después estaría estampando su firma en una breve y poco explicativa carta de renuncia al Presidente?
Y si lo que más preocupa a un político es el sitio que brinda la evaluación de la Historia, ¿qué pensaría el apuesto Serra Puche, de cabello y bigote negrísimos, de lo que estaba por hacer? Él, cuya carrera sólo mostraba avances: de subsecretario de Hacienda de 1986 a 1988, a Secretario de Comercio de 1988 a 1994 y luego a Secretario de Hacienda.
¿Acaso hubo un presentimiento –uno ligero, quizá– que su poder político se desvanecería en cuanto amaneciera de una vez y para siempre, y que veinte años después en su currículum en la Iniciativa Privada aparecería “Secretario de Hacienda sólo por 28 días”?
–Debo comparecer ante el Congreso. Me van a cuestionar el Presupuesto de Egresos. No puedo, no puedo, no puedo. No puedo sacar a Chiapas de todo esto.
Vino una pausa en la que se escucharon halos de exhalación. Los empresarios y los miembros del gabinete económico adivinaban un largo tiempo implacable y desastroso.
Serra Puche perdía el control y dejaba de ser el secretario brillante con las respuestas oportunas. Señor de sí mismo por muy pocos segundos ya. Un líder empresarial que se había mantenido meditabundo quebró la pausa:
–Oye, Jaime, ¿y si nada más se mueve la banda sólo dos centavos diarios y se acelera el desliz?
Otra vez, los ojos de Serra Puche sobre Miguel Mancera Aguayo:
–¿Cómo ves Miguel?
Desde el abrigo de felpa, el Director del Banco de México:
–Eso quién sabe si funcione.
Intervino el líder empresarial meditabundo: “Bueno, pero si sabemos que lo otro no va a funcionar y esto pudiera tener probabilidades…”
–Bueno –dijo Serra Puche-, permitan que evaluemos esta propuesta.
Los líderes empresariales se quedaron con el presagio nítido de que Serra Puche levantaría el teléfono rojo para hablar con el Presidente Ernesto Zedillo.
LOS LÍDERES SINDICALES
Fidel Velázquez Sánchez tiene 95 años de edad. Está lúcido e inquieto. En sus apariciones diurnas –las de las conferencias de los lunes en el edificio de la CTM- el dirigente ha tomado el aire de los ancianos heridos por la inminencia del fin. Su andar es muy lento y su hablar tan salpicado de sofocos, que no se entiende.
En el salón frente a donde están los empresarios, unos 20 dirigentes obreros discuten con desorden. En el centro, Fidel Velázquez Sánchez. Un día después negará ante los reporteros haber asistido a esta reunión. “Yo no estuve y si estuve, pruébenmelo”.
Escucha la propuesta del secretario Serra Puche: “Soltar la paridad…”
El cetemista no le permite terminar y le menciona dos condiciones para aceptar la devaluación anunciada: el compromiso del sector privado a no subir los precios durante tres mees y un aumento salarial de emergencia. Jaime Serra le explica que un aumento salarial es improbable. “Eso está en chino”, le dice.
Le ofrece también arrancarles el compromiso a los empresarios de congelar precios. “Los haré comprometerse antes de que salga el sol”.
Pero el sol no sale. Al contrario, se ingresa a los más negro de la noche. Santiago Oñate palmea el hombro del Secretario de Hacienda. Los líderes obreros hablan en torno a Fidel Velázquez. Lo que sigue es un un ir y venir de Serra Puche entre los dos salones, franqueado por Blanco y Oñate. Se han convertido en personajes incidentales. Su destino político no está atado a lo que ahora ocurre. (Blanco continuará en la Secretaría de Comercio, Oñate en la de Trabajo y después será embajador de México en Inglaterra).
Los sectores obrero y empresarial no tienen contacto formal. Lo impiden los miembros del gabinete económico. No intercambian siquiera saludos. Excepto por dos que se encuentran en el baño.
–¿Cómo van?
–Mal, ¿y ustedes?
–Pésimo.
“Nos quieren sacrificar a nosotros cuando es el gobierno el que debe ajustar”, indica el empresario. El dirigente obrero remata con léxico rotundo: “Están haciendo puras pendejadas y chingaderas”.
Y Serra Puche:
“Por favor, apóyenme”.
Un empresario levanta el dedo índice y señala los rostros de los miembros del gabinete económico de Zedillo. Sobre cada uno, deja caer la frase más pesada de la noche: “Ustedes, señores… ¡Son una bola de ineptos!”
Y los presentes asienten.
–“Lo mejor es que dialoguemos con los dirigentes de los obreros”, coinciden los empresarios.
Un solo estado de ánimo guardan los empresarios-cúpula: enojo. El mismo que por su parte tienen Herminio Blanco y Santiago Oñate. Los dos mueven los brazos como aspas. Predomina el desorden de palabras y movimientos.
Los empresarios se incorporan para emprender el camino hacia el otro salón. Pero Serra Puche corre al umbral. Extiende los brazos y alarga el cuerpo: “No lo hagan, por favor. No se vayan. No, por favor, quédense aquí. Una firma del pacto sin ustedes sería lo peor. Ellos están intransigentes”.
Y la escena, otra vez, se desbarata: “Está bien, Jaime. Nos quedamos, pero déjennos solos”.
EL AMANECER
“Hemos tomado, Jaime, la decisión de hablar con el Presidente de la República”, escucha el secretario Serra Puche de voz de un líder empresarial.
–¿Pero a esta hora? Si va a ser la una de la mañana –dice el secretario–, veo difícil que puedan hablar con él, pero vamos a hacer el intento.
Del otro lado de la bocina, responde Luis Téllez Kuenzler, entonces jefe de asesores del Presidente, el cargo que tuvo José Córdoba Montoya en el salinismo. “El Presidente duerme y no puede ser despertado”– le dice a Serra Puche.
La ironía viene a la mente de uno de los empresarios: “Es el único mexicano que a esta hora de desastre puede dormir”.
Se acaba el aplomo. Ya nadie discute, ya nadie reclama, ya nadie levanta ni los brazos ni la voz. Se sabe que el pacto no va a ser firmado, que ninguno de los sectores aceptará nada.
“Tenemos que salir antes de que abran los mercados. Me voy a bajar a hacer un comunicado. Vamos a mover la banda por decisión del gobierno y el Banco de México. Lo importante es que jamás usemos las palabras “devaluación” y adjudiquemos la decisión a los conflictos de Chiapas”.
–¿Y que más, Jaime?
–Desde las 6:30 empezaré a hablar con Pedro Ferriz de Con y José Gutiérrez Vivó.
Entonces, la impugnación de nuevo, como al principio, como si nada de la oscura noche hubiera pasado:
–Pero en Nueva York no oyen ni a Ferriz ni a Gutiérrez Vivó. Se va a generar un caos. Tiene que hacerse una conferencia de prensa, Jaime.
–No –vuelve a decir el Secretario.
Un puño cerrado golpeó la mesa:
–¡Será la primera devaluación que se anuncie radiofónicamente!
El ambiente es de funeral. La indumentaria del Director del Banco de México, Miguel Mancera Aguayo, de abrigo negro, es la más ad hoc. La oscuridad en el Ajusco, también.
Luis Germán Cárcoba ofrece su ayuda al Secretario para redactar el boletín de prensa. Los empresarios se colocan detrás de él. Le dicen: “Quita”, “pon”, “eso no, Jaime”, “no, si mencionas a Chiapas vas a causar más conflictos”.
Y él, sumiso a acatar por primera vez lo que no había sido impuesto por él mismo, hace caso a veces. Luego, vuelve a su antiguo planteamiento de justificar la ampliación de la banda en los acontecimientos de Chiapas y en no utilizar la palabra devaluación.
Amanece.
–Oye, Jaime, ¿y el Presidente Zedillo? ¿Cuándo va a anunciar la decisión? –pregunta otro de los representantes empresariales.
–Él no puede comprometerse.
Los líderes empresariales y obreros abandonan el edificio de la Secretaría del Trabajo. Van con el mundo a sus espaldas; todos como Atlantes, hijos de Zeus. Al salir, respiran el aire de una nueva época.
–¿Tú qué crees, Cárcoba? –se escucha una voz al bajar las escaleras.
“Va a ser un desastre”.
–Fuentes: asistentes a la reunión que desean anonimato y documentos en el archivo de la Secretaría de Gobernación