El secuestro de 43 estudiantes de Ayotzinapa y su entrega por manos de policías al crimen organizado es una tragedia de tal envergadura que ha cubierto otros dramas humanos que se viven en Guerrero. Junto a los miles de muertos dejados por la guerra de las drogas y los cientos desaparecidos que la tierra aún no entrega, existen pueblos enteros que debieron salir con el espanto del narco soplándoles la nuca.
Huyeron de sus casas dejando todo atrás, apenas con la ropa puesta y sin ningún futuro por delante.
Aunque el Estado mexicano ha disminuido la importancia del desplazamiento interno por razones de violencia, lo cierto es que ahí están: niños, mujeres, ancianos separados de sus hogares como quien arranca maleza.
Esta es la historia de uno de esos pueblos.
Chilpancingo, 6 de noviembre (SinEmbargo).– Lino Macedo vivió los 90 años de su vida en Santa María Sur, entre las cañadas de venados y jabalíes. Ahí, en la Tierra Caliente, debía morir en silencio y en paz.
La tarde del 5 de junio, el Ejército reunió a quienes pudo y mandó a decir a los demás que debían dejar, en ese mismo momento, toda su vida atrás. Quien se quisiera quedar, viviría y moriría por su cuenta y riesgo. Ninguna se persona quedó.
Pocos meses después, Lino agonizaba bajo las láminas galvanizadas de un salón de fiestas llamado Calypso, en medio del ruido de extraños.
Los 118 vecinos empelotados en ese pedacito de Chilpancingo se arremolinaron afuera del cuartito separado de los demás con sábanas colgadas a manera de cortinas. Al fin el zumbido cedió y Lino reclamó su derecho a morir donde nació.
Lo llevó su mujer, Diega Olivares, y apenas pisó su pueblo, en el municipio de San Miguel Totolapa, parte del pedazo de Guerrero en la Tierra Caliente, cerró los ojos el pasado 11 de octubre.
Tendieron al viejo en la mesa en la misma mesa que crió a sus hijos y los pocos deudos reunidos colocaron frutas y velas.
Diega se sentó junto a su muerto y vistió de negro para acompañar el cortejo hacia el panteón. Lino debía ir en hombros de un pueblo, pero Santa María era un fantasma y por las calles de tierra sólo se asomaban los perros abandonados desde el 5 de junio, cuando los habitantes de esa comunidad y la vecina de Terreros salieron en estampida, con el miedo mordiéndoles los talones.
Subieron por decenas en camionetas de vecinos y algunas del Ejército y, en una hora, dejaron todo atrás. Sólo tuvieron de tiempo de llevar consigo la ropa que llevaban puesta. Hicieron el camino de 10 horas a Chilpancingo con los ojos pelones y la boca seca.
Esa noche durmieron bajo lonas en el parque ahora ocupado por los maestros en protesta por los 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos desde el 27 de septiembre.
En medio de la reticencia del aún Gobernador Ángel Aguirre por reconocer que la violencia producida por el crimen organizada arranca a la gente de sus pueblos, la autoridad estatal metió a 119 personas de todas las edades en un salón de fiestas, una bodega con paredes y piso de cemento y techo de lámina de 20 metros de ancho por otros 25 de fondo.
El lugar, además de la puerta, tiene una ventana. Cuando se ve a esas personas amontonadas en los cuartos del Calypso sólo se puede pensar en las torres de jaulas que los pajareros cargan por los mercados con animalitos atrapados en el monte.
“Lino Macedo murió por el ruido”, diagnostica Eduardo Maciel, comisario de Santa María Sur.
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De acuerdo con información oficial de la Secretaría de Seguridad Pública y Protección Civil de Guerrero, entre enero de 2013 y julio de 2014, casi 3 mil personas han sido desplazadas por razones de violencia en 25 pueblos de cinco municipios de Guerrero, casi todos de la región Tierra Caliente.
La Agencia de la ONU para los Refugiados, coloca a México en su Reporte Global 2014 como uno de los cinco países en América con existencia de desplazados internos a causa de la violencia. Los otros países son Guatemala, Honduras, Colombia y Perú.
Según esta oficina, al cierre de 2013, unas 160 mil mexicanos habían huido de sus casas por razones de violencia, principalmente asociadas con el narcotráfico. El informe apunta a la correlación entre el alza de homicidios y violencia criminal con el desplazamiento por razones de seguridad.
Los estados más afectados, según la ONU, sin Chihuahua, Tamaulipas, Durango, Michoacán, Nuevo León, Sinaloa, Sonora y Guerrero.
“Las organizaciones criminales, en la pelea entre sí y con las fuerzas de seguridad, han dejado a incontables civiles en el fuego cruzado. El miedo al reclutamiento forzado, incluso de menores, ha llevado a mucha gente a buscar seguridad en otras partes del país.
“La mayor causa reciente de desplazamiento es la expansión de la extorsión, incluyendo secuestros que afectan a todos los niveles de la sociedad mexicana. Las organizaciones criminales ya no sólo disputan las rutas del tráfico de las drogas, sino pelean por territorios más amplios. Mientras más áreas ocupan, más pagos ilegales de protección demandan a cualquiera, desde empresarios hasta campesinos”, se lee en el reporte e Naciones Unidas.
La Tierra Caliente es una pequeña patria interior de México gobernada desde hace años por el narcotráfico. La mayoría de sus municipios pertenecen a Michoacán, algunos más a Guerrero y otros al Estado de México.
Para referencia, uno de estos últimos, Tlatlaya, fue donde en días pasados efectivos del Ejército mexicano pasaron por las armas a 22 supuestos narcotraficantes sin mayor trámite que ponerlos contra la pared para fusilarlos.
Otro estilo de arreglar las cosas en la Tierra Caliente es decapitar a los enemigos y colocar al lado de sus cabezas cartulinas con frases como: “Esto es justicia divina y faltan más”.
La expansión de los Caballeros Templarios de Michoacán y su sobre posición en todos los segmentos de la economía ilegal y en varios de la legal, llevó a la Tierra Caliente a una generalizada situación de servidumbre y de gobierno de facto en manos de uno de los grupos criminales más violentos de México.
Los Templarios han sostenido enfrentamientos con grupos surgidos del Cártel de los Beltrán Leyva en los límites de Michoacán y Guerrero, en la misma zona en que está el municipio de San Miguel Totolapa, donde la presión desbordó a principios de junio pasado.
Desde abril, los enfrentamientos entre las gavillas rivales impuso la suspensión de servicios de salud y transporte público en varias de las comunidades y algunas de las escuelas estaban por quedarse vacías. El abasto de alimentos y gasolina se detuvo. Ni una ambulancia podía pasar por la zona sin que algún hombre con un cuerno de chivo en el hombro y el rostro embozado la detuviera.
De la sierra, hordas de hasta 60 sicarios “barrían” caseríos robando ganado, saqueando casas, quemando cultivos, violando mujeres, levando muchachos, matando a quien se atreviera a desclavar la mirada del piso.
Y, como el resto de Guerrero, la Tierra Caliente se convertía en panteón clandestino.
“Ya no se podía estar más ahí. Nos dieron una hora para decidir si nos salíamos o nos quedábamos. El gobierno decía que había problemas más serios y después vimos que se salía toda la gente y también decidimos irnos. Ahí teníamos todo, nuestra vida. Nomás me vine con mi mujer, mies cuatro hijos, una playera blanca, un pantalón de mezclilla y mis zapatos. Eso es todo lo que ahora tengo.
“La gente allá tenía problemas más graves, amenazas. Nos salimos todos, gracias a Dios bien. Salimos como 150 o 180 del Barroso de Santa María, una ranchería de casas dispersas: en 10 minutos encuentras una casa y, después en cinco minutos, otra. Hay mucho espacio”, relata Eduardo Maciel.
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Algunos caminaron por día y medio o dos entre los cerros. Otros se guarecieron en la iglesia de San Miguel Arcángel, en la cabecera municipal. Otros terminaron en Iguala y unos más en Morelos. Algunas estimaciones consideran que al menos mil personas se dispersaron de San Miguel Totolapa.
El gobierno de Aguirre interpretó la situación como un tema de “migración interna” y habló largo de la prosperidad que estaba por llegar a la Tierra Caliente. Paradójicamente, un edificio llamado Tierra Caliente, en el interior del Palacio de Gobierno, fue incendiado por los normalistas durante los días siguientes a la desaparición de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa.
Los vecinos de Santa María Sur y de Barroso terminaron frente al mismo Palacio, tres meses antes de su incendio. Las carpas, las cartulinas, la rutina de los funcionarios del gobierno perredista de Guerrero sorteando el tendedero de ropa en que la plaza pública se había convertido terminó con el traslado de los desplazados al salón de fiestas Calypso.
En el espacio, de no más de 500 metros cuadrados, las autoridades acomodaron hombres de 90 años, hombres de 40, muchachitas de 15 y mujeres embarazadas que, si antes se veían una vez a la semana en misa, era mucho.
Sólo la familia de Eduardo Maciel ocupaba 180 hectáreas para el pastoreo de un hato de 50 reses que nadie sabe si vive y fue robado o deambula o es carne de buitre.
“Al estado nunca le pedimos nada, porque no necesitamos nada y teníamos todo para trabajar. Luego pasó todo esto y el Ejército rompió los candados de las casas sin ninguna orden de cateo. Me dicen que me han robado todo: sierras, ventiladores, reses, televisión. Me quitaron todo”, lamenta Maciel, único autorizado para hablar.
“Estamos aquí porque no queremos problemas y sufriendo por oír tantísimo ruido. El sonido se encierra y no importa que platique uno bajito, se oye. Los ruidos de los niños se oyen por todos lados. Ya no hay intimidad entre las parejas. Allá vivíamos como animales, en libertad. El ruido es el de los pájaros y las ranas. Aquí son las ambulancias y los gritos y nosotros llorando, porque no importa que uno se hombre: hasta mí se me rueda una lágrima a veces”.
−Usted me dice con frecuencia el ruido que hay, ¿me puede describir el ruido en el campo de que ustedes son?– pregunto a Maciel.
– ¡Ah! ¡Nah! ¡Nah! ¡Nah! Yo solamente oía el de los gallos, de los grillos que hay. Allá el ruido es un calmante. Ahora es como si viviera en otro mundo. Allá, a las 9 de la noche, todos apagan sus luces para dormir y uno se levanta a las cinco o seis de la mañana. Allá uno es su patrón, su jefe. Allá no hay ruido. Uno despertaba uno en calma, los cerros se veían y tomábamos agua del manantial y aquí ¡nombre! No tomamos el agua de aquí, pura agua embotellada.
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Hay quien dice que en ese pedazo de México hace tanto calor que al diablo le da frío el infierno luego de andar por la Tierra Caliente y que las almas en pena regresan por una cobija para hacer más llevadero el purgatorio.
Pero el horno sin respiradero en que se convierto el salón de fiestas Calypso es angustia aparte. Un sábado a mediodía, en el calor del trópico amplificado por la respiración de 117 personas bajo las láminas de fierro del bodegón, hace que el infierno parezca una congeladora.
Nadie ha vuelto a bañarse al río ni a comer sus pescados, ni a subir a los cerros a bajar un jabalí o un venado.
Ahora es arroz con frijoles todos los días y, si nada imprevisto ocurre, un poco de carne al mediodía. La comida es comprada por Maciel cada día y con base en un apoyo dado por el gobierno del estado de 2 mil 500 pesos, así que cada desplazado por la violencia debe comer tres veces al día con un presupuesto de 20 pesos diarios.
Y dos regaderas y cuatro excusados útiles para 117 personas.
−¿Alcanza?
–¡No! ¡Nunca jamás! Las cosas personales tiene que comprarlas cada quien. Sólo de tortillas, el grupo consume 45 kilos al día: más de 630 pesos, la cuarta parte de lo que nos da el gobierno. Para lavar le cobran a las mujeres 10 pesos en el lavadero. Hasta 10 pesos nos son demasiado ahorita. Nosotros no queremos que nos den nada más que lo nuestro: nuestras tierras.
Quienes se aventuran a buscar trabajo en Chilpancingo, no logran ocuparse más que como ayudantes de albañil con una paga de 60 o 70 pesos diarios. Son hombres de campo y no saben hacer más en una ciudad cubierta con cemento y atravesada por un canal de aguas negras.
“Lino Macedo murió por el ruido. Diega Olivares, su mujer, murió a los ocho días de fallecido su esposo. Murió antes de terminar el novenario de Lino. Diega murió de tristeza”, vuelve a diagnosticar Maciel.
Diega falleció el 11 de octubre, mientras Guerrero ardía por los desaparecidos de Ayotzinapa. Cuatro días después, una de las mujeres de Barroso dio a luz a una niña en un hospitalito cercano al Calypso. No hace falta mucha imaginación para adivinar el nombre: la llamaron Milagro. *