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Antonio María Calera-Grobet

11/12/2021 - 12:00 am

Un Editor de Poesía

Duro ese oficio.

Una máquina de escribir. Foto: Especial.

Cuando arriba los cielos no habían sido remodelados (ya saben que por ahí han puesto unas losetas de lujo y techos forados con telas brillantes), cuando acá abajo en la tierra algunas cosas de reciente invención carecían aún de nombre, nadie, nada, salvo el Editor de Poesía (habría que verlo ahí en el centro de su mundo, sabedor que es él quien da a la luz todo lo que conocemos en forma de letras impresas en nuestro gremio, habría que verlo ahí de un lado al otro de  su cuarto de máquinas, abriéndose paso entre los caminos de la cultura y la civilización, meditabundo, pensativo.

El Editor de Poesía: nuestra autoridad inamovible. Nuestro nuncio canoro que nos regala con añorados decires. Eso: nuestro gallo. Gallo porque no enmudece ante la fuerza del poder lírico sino todo lo contrario. Se engrandece. Si hacer llover es responsabilidad de los poetas, conducir esas aguas tremendas de la literatura es labor, responsabilidad única de nuestro maestro, el Editor de Poesía. O mejor dicho, él mismo corrige, convertir en fuego esas aguas, hacer correr la pólvora en las gargantas con esas aguas, ya que es en esa lumbre que se forja la carrocería de un verdadero Editor de Poesía. Y a decir verdad, la pura verdad (ojalá no hubiera que recordarlo), no es fácil trabajar esto de las letras en semejante fuego, mucho menos robarse a un autor en juego, ya que se sobrevienen los quemones, las llagas abiertas del qué dirán, luego-luego.

Duro ese oficio, pues, las travesías en el mundo de la letra, la vida de un Editor de Poesía. Porque sin embargo se mueve, todo parece errante en el mundo de la voz poética y por ende, todo será vaivén en el alma de un Editor de Poesía, el progenitor de las cosas del saber en este mundo de abajo, el mundo de la palabra escrita: todo se le mueve, y mientras más se mueve pareciera que más se fija.

No porque le guste hacer de lastre sino que lo ata la letra claro está, la llamarada de la palabra pero también su  continente: el fondo y la forma, el qué y el cómo en estrecha relación amorosa. Coito ergo sum. Una vida de locos, una vida de pocos sin un real, realmente. Porque muchos hombres, hay que decirlo ni modo, a lo largo de la vida de nuestro Editor de Poesía, como viejas y gordas gallinas de la irrealidad, sonreirán irónicamente, al ver que nuestro gallo auroral, afectado hasta el final de sus días por los relámpagos de la tormenta (ahogado entre palabras de luz, otras falsas y demás erróneas), cantó hasta morir, varias veces en falso, la aparición de la luz en las tinieblas. Gajes del oficio. Oficio de tinieblas y oficio de luz, corona de luz y corona de sombras. Ahora bien: ¿Proteínica? Sí y sólo sí, salvo que únicamente para el cuerpo colosal de la literatura porque a decir verdad (y parece hay que repetirla varias veces), los poemas, señoras y señores, no salvarán la vida ni cambiarán el mundo (con el perdón del joven Rimbaud y el señor Marx, el perdón de toda la legión surrealista y rapaz). No cambiarán automáticamente (atómicamente) y alegres, por bifes y patatas para rellenar nuestros timbales. Dura esta ley pero es la ley, y es la palabra de la misma historia de las letras, los versos y sus imprentas. Y aún así, cuando a solas se contemplaba ya fuera de este mundo, la figura del Editor de Poesía salta para salvarse, habla en voz alta, sobrevive y sigue porque lo que imprime lo redime. Decía algo así (y dice aún, gracias al Editor de Poesía), el maestro Guillevic en su Arte Poética: “Este entreverado de pensamientos, de sueños, de vistas, de visiones, de recuerdos, de aspiraciones, que ocupa tu ocio y te pesa con frecuencia, este entreverado, el poema lo aleja, lo echa, para favorecer un centro, en el que encuentras el espacio para tus dimensiones.” Nada más exacto diría yo sobre nuestro Editor de Poesía, nuestro maestro. Pero ¿cuántas dimensiones son esas, se habrá preguntado usted, querido lector? Lo invito a llevar la suma, la adición, la summa de la adicción del maestro editor. Al consabido hombre y sus circunstancias de todos los días, cárguele usted las propias del oficio del decir (ya tétrico), del escrito estético: a) Unos kilos de Gutenberg sobre los hombros (ya que el Editor de Poesía perfecto debe ser un Dios en sus letras y por ello un Deux est machina de la imprenta). b) Una alforja de abstracción amorosa y visión periférica; una actitud medieval de temeridad monstruosa. c) Algo de Lumière para leer y re-leer, amorosamente, ver y volver a ver, en la mente, lo bello en ello o en ello lo bello). c) Para finalizar, verá escondidas detrás de sus férreas tareas, algunas lonchas de Darwin y su Selección Natural, frambuesas de Naturalismo y Espíritu nacional. d) Como paso último y sólo con vara alta, pídale una tarde abra su boca en calma, sólo verá la imagen de San Juan de la Cruz labrada: para aguantar las olas, la subida al Caramelo, la vida en altamar o de canoa encallada, que es el mero meollo de la vida literaria. Luego de esto, si usted, amigo, pide a su Editor su álbum familiar y éste cual animal embrutecido le saca un catálogo editorial, sume usted también a sus dimensiones una miopía del demonio. Y aún así, cuando a solas se contemplaba ya fuera de este mundo, la figura del Editor de Poesía salta para salvarse, habla en voz alta: sobrevive y sigue porque lo que imprime lo redime. Y todo porque esa forma de ver el mundo, cosa tan pía, por más triste que le parezca, así como la ve (no sólo usted amigo sino otros tantos), como huella de abandono, abono, cosa rara, la agradecen todos los locos, esa inmensa minoría de pocos contagiada ya, irremediablemente de su amor, dolida, mal herida, los pocos cocos que asomaron con asombro a su interior, infestado ya, maravillosamente, de irradiación poética. Ahí es que nuestro gallo ha abierto una vez más su pecho gallardo. Y por esa ley dura pero ley, el movimiento incesante de los electrones en la vida del Editor de Poesía, que muchos paran las prensas, dejan de andar, paran de jugar en las galeras, que muchos flaquean, hacen agua, flaquean de flacos, chorrean, y el mundo les ha ofrendado ya, algunos sabios epitafios: Uno: “Fue, sin  lugar a dudas, un alma dura, un hombre excepcional, arrojado a un universo de feroces vulgaridades: hasta en el Hades.” Otro: “No era grande, era hondo. No cesó, no cejó, no amainó, no amilanó en su empedernido entendimiento.” Otro más: “¡El que aquí yace vino, vio, penetró, conoció, dominó, editó, imprimió y publicó eso que usted leyó, aprendió y presumió saber!”. Ahora bien, si sobrevive el maestro en su tarea de hermosura (a su brega, a su yunta de bueyes en versura), siempre que no haya ido a dar contra la poesía caída, se haya prendido con la cara en alto (alto de altitud, alto de altivez) de la poesía tirada, de la poesía erguida, habrá que decirlo a todos los mares y los vientos, qué más nos importa, le guste o no al mundo del poder, al mundo del dinero, al mundo del  joder, le guste a quien le guste y suman legión de honor los que quieren ver: “Ahí va que va el maestro Editor de Poesía, cargando consigo todas sus dimensiones, leyendo sus pruebas, fiel a sus lectores, jalando agua su molino y su cántaro al agua, lleva su cántaro al agua hasta que se rompe, hasta que se rompe y canta”.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.

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