Un besito de Pinochet
Por Candelaria Dominguez / The Clinic
Santiago de Chile – Cuando no era tan chica, o igual sí. Pico, tenía 8 años y mi papá nos arrastraba a misa. En realidad, siempre nos había llevado a misa. A mi mamá le cargaba ir a misa, porque sus papás habían sido católicos, judíos, mormones, evangélicos, cientólogos, testigosdejehováistas, agnósticos y ateos. Así que mi mamá, religiosamente hablando, no era ni es nada. Iba a misa, se paraba cuando todos se paraban, se sentaba cuando todos se sentaban y se reía de las señoras que cantaban con voces chistosas.
Pero mi papá no. Él sufría de verdad. Por su culpa, por su culpa, por su gran culpa. No sé dónde nació su devoción. Quizás porque era milico, no sé. Me imagino que le cantaban el cumpleaños feliz a Jesús y le preguntaban si les gustaba la virgen María como en Full Metal Jacket (Nacido para matar). Quizás había tenido una revelación, quizás sólo había podido enfrentar la muerte de sus camaradas en Vietnam refugiándose en la oración! Pero probablemente haya sido algo mucho más fome, como que así se lo enseñaron en su casa.
Y por alguna razón todos los católicos, sin excepción, creen que su religión es como una crema demasiado buena para las hemorroides, y que TIENEN que recomendársela a todo el mundo. Así que mi papá nos llevaba a la iglesia, y daba plata y después caminábamos a casa como una familia yanqui feliz.
Eso hasta que una vez, más grande, se me ocurre decir que quería apostatar (ese acto de súper mega rebeldía institucional cuando te borran de los registros de la iglesia y un cura se hace un harakiri) y que ni cagando me quería casar por la iglesia. Súper rudamente, a lo Sinead O’Connor quemando la foto de Juan Pablo II en un concierto. Y quedó la cagá. De alguna forma eso desembocó en un griterío sobre gays y casorios y noséquéotrashueas. Combos iban, combos venían.
Mi papá me grita: ¿acaso meterías a tus hijos (que no tengo) en un colegio donde le hicieran clases homosexuales?, y yo gritaba: sí, pero ni cagando los meto (a mis nohijos) en un colegio de curas pedófilos. Irreverencia pura. Valentía. William Wallace. Y en eso, mi papá se va. Yo me voy a mi pieza cuando lo veo entrar con un montón de libritos que me tira en el piso y me grita que lea y aprenda. Cuando se fue los recogí y eran textos sobre la opinión de la iglesia sobre homosexualidad, aborto y bla bla.
Incluso en las vacaciones íbamos a misa. Una verano estábamos en Iquique. En ese verano yo tenía ocho años. Allá hay una iglesia del Ejército. Allá Pinochet tenía un departamento y todavía no lo tomaban preso en Londres. Allá estábamos rezando.
Estábamos en una banca al costado del altar mágico y un pilar no nos dejaba ver la fila central. Pero esa hueaita que usan para arrodillarse y confesarse y casarse, estaba frente a la primera banca. Mi papá, experto en reglas eclesiásticas, me dice: ¿quién estará? Eso se usa cuando viene alguien importante. En eso empezamos a sapear y ahí estaba: el Tata. Con su ñora. La misa dedicada a ellos.
Yo no me acuerdo bien qué pensé. Por ese entonces, mi mamá me había llenado la cabeza de historias sobre su maravillosa infancia y cómo los comunistas la habían arruinado. De cómo un tal Jorge Lavandero había dirigido a los terroristas que le quitaron su campo, mataron sus animales, cagaron en sus muebles. Hasta que llegó Pinochet y salvó el país.
Así que me imagino que miraba a este señor con cierta admiración. Así debe haber sido porque le dije a mi papá: vamos a darle la paz. Supongo que si hubiese sido adolescente, o Paty Maldonado, le habría llevado un plumón y una teta. La fila era larguísima y le di la mano. Creo que me dijo algo pero no me acuerdo. Y volvimos a nuestros asientos.
La misa se acabó y mi siguiente recuerdo es estar afuera, de noche. Frente a una van estacionada en la entrada de la iglesia. Pinochet se subía como podía y me acuerdo que había gente que lo rodeaba, gente formal, hombres con ternos. Además, mucha gente de la iglesia que se amontonaba.
Mi papá me tenía por los hombros y sentí que me empujó hacia el viejo. Me acuerdo que me asusté porque no sabía qué estaba pasando, no sabía por qué mi papá me empujaba hacia la van ni si me iban a subir. ¿Pinochet sabía dónde estaba mi hotel? ¿quién me iba a ir a dejar?
Del resto me acuerdo bien. Un par de manos viejas me apretaron la cara y me llevó mi cabeza hacia su boca. Y listo. Un besito en la frente. Cual guagua de campaña. Me soltó y quedé ahí parada. Mi papá me agarró de nuevo y me acuerdo que estaba emocionado, como si me hubiese cumplido un sueño de infancia.
Probablemte así haya sido en ese tiempo.
Publicado por The Clinic / Especial en México para SinEmbargo.mx