Sandra Lorenzano
11/11/2018 - 12:03 am
Aún no somos la montaña
Alguna vez estuvo en el centro del horror: aquel 6 de agosto de 1945 sobre el que nunca sabremos nada. Aún si leyéramos todo sobre ese día que jamás debería haber existido, no sabríamos nada.
El kintsugi es el arte japonés de reparar las fracturas
de los objetos con barniz mezclado con polvo de oro.
A quien llegó a mi vida
a unir las grietas
En este mundo pétreo
nadie se alegrará con mi despertar.
Estaré yo solo
y me tocaré
y si mi cuerpo sigue siendo la parte blanda de la montaña
sabré
que aún no soy la montaña.
Vuelvo a la poesía del peruano José Watanabe, gracias a Andrés Neuman, quien puso estos versos como epígrafe en su nueva novela, Fractura (Alfaguara, 2018). Y ya está: no importa que la novela tenga 491 páginas, yo ya estoy entregada. Desde la primera. Ustedes pensarán que soy una lectora fácil, que me rindo ante el primer versito que aparece. Les juro que no. Pero cuando cada página prolonga la conmoción de este fragmento de poema, cuando hace que vuelva a celebrar que sigo siendo la parte blanda de la montaña, sé que estoy ante un libro “de los míos”; de esos que me acompañarán durante mucho tiempo. Como talismán.
No voy a escribir una reseña. No es lo que quiero. Soy cada vez más una lectora de lo minúsculo. ¿O cómo explicarlo? De “coisas pequenas”, como canta Teresa Salgueiro. Me detengo en el brillo de una palabra. En el ritmo de un párrafo. En una sensación. En un escalofrío. En la carcajada que cada tanto aparece. En el cosquilleo en la punta de los dedos. Sí, lo sé: también la anécdota vale la pena cuando vale la pena. Pero cada vez más leo novelas como si fueran poesía. O tal vez cada vez más busco novelas que puedan ser leídas como poemas. No sé si me explico. Pero Yoshie Watanabe, el protagonista de Fractura, es “mon semblable, mon frère”. Un sobreviviente de Hiroshima. Un viajero hacia el vacío. Alguien que es capaz de sumergirse “en uno de los ejercicios más placenteros que conoce: escuchar música sin sonido. Recrearla en su mente. No es algo que el señor Watanabe haga con cualquier disco. Siempre elige con sumo cuidado lo que no va a escuchar.” (p. 29)
Alguna vez estuvo en el centro del horror: aquel 6 de agosto de 1945 sobre el que nunca sabremos nada. Aún si leyéramos todo sobre ese día que jamás debería haber existido, no sabríamos nada. “Tú no has visto nada en Hiroshima”, le repite de manera obsesiva “Él”, un arquitecto japonés, a “Ella”, la actriz francesa que está en la filmación de una película sobre la paz, en Hiroshima, mon amour, el excepcional film de Alain Renais, basado en una novela de Marguerite Duras, sobre la guerra, el horror, la memoria, el olvido. “Tú, ustedes, no han visto nada en Hiroshima”, podría decirnos el señor Watanabe. ¿Quién estuvo? ¿Quién puede contar? ¿Quién es el testigo? ¿El que lo vio? ¿El que lo narra? ¿El que calla, como el protagonista de Neuman, por pudor?
Supervivientes de tantas catástrofes. Eso somos. Ellos y nosotros. Grietas y cicatrices nos recorren el cuerpo. Llevamos en la piel el mapa de nuestra memoria.
“Me mostró sus cicatrices. Un fino entramado en los antebrazos y la espalda. Parecía transportar un árbol. Luego él vio las mías. Nos sentimos livianos, un poco feos y muy bellos. Dos supervivientes.”
¿Qué haremos con nuestros pedazos sino intentar unirlos? Polvo de oro para enaltecer los quiebres. Para no olvidarlos. Somos también la historia de nuestras derrotas. De los miedos. De esa tarde en que respiramos hondo para no escuchar el “adiós de azúcar y de hiel”, como dice el tango. De esa noche en que salimos por una rato, con una maleta apenas, y –quién lo hubiera dicho- pasaron ya cuarenta años. Trozos, fragmentos, vestigios, huellas. Un poco feos y muy bellos.
Y quien sobrevive sabe que porque hay cicatrices hay también ganas, y risas, y deseo, y –con suerte- amor, ¿por qué no? Kintsugi de los cuerpos, de las pieles.
Cuatro mujeres han acompañado a Yoshie en diferentes momentos de su vida. Violet en París en la época de la nouvelle vague, Lorrie en Nueva York durante la guerra de Vietnam, Mariela en la Buenos Aires de la posdictadura, y Carmen saliendo del franquismo en Madrid. Cada una de ellas guarda para sí una imagen de él. La suma de sus historias (con sus propias voces y modismos, con sus costumbres y manías) armará el retrato de Yoshie. Porque somos también aquellos que hemos amado.
Mi querido Andrés, te prometí no escribir una reseña. Cumplí. ¿Qué podría contar yo de tu Fractura? Donde muchos ven resiliencia, yo veo el brillo melancólico del polvo de oro. Y el silencio. Y el eje de la tierra movido diez centímetros por culpa de cada uno de nuestros terremotos, los naturales, los colectivos y los íntimos. Y esos versos de una de las últimas páginas, los del “poemita jisei”, como despedida:
Un último deseo:
poder asir
el aire.
Novela de memorias sin olvidos, de soledades e intemperie, de búsquedas y desencuentros, es además el relato entrañable de un viaje. El que Yoshie Watanabe hace a la semilla: ya anciano regresa a Japón, después de décadas de ausencia, y él, sobreviviente de Hiroshima y Nagasaki, sobrevivirá ahora al terremoto del 11 de marzo de 2011. El último viaje de este migrante empedernido será el verdadero viaje iniciático, el que lo lleve a la central nuclear de Fukushima. Buscará allí –en silencio, en paz- ese destino que tal vez le esté reservado desde 1945.
Y entonces, quizás sí, sea montaña para poder asir el aire.
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