Sandra Lorenzano
11/09/2022 - 12:03 am
Se quedarán los pájaros cantando
Así mi lectura de tu hermoso libro cuyas páginas están ya en mi íntima maleta de los afectos.
Y yo me iré y se quedarán los pájaros cantando. Juan Ramón Jiménez
Me escondo en un jardín que tuve y ya no tengo para leer Todo lo que crece.[1] Allí, escondida, el libro me sacude. Clara Obligado escribe una historia que es, que podría ser, también la mía. Lo digo pensando menos en las anécdotas o los personajes y más en el paisaje. En la línea recta. Me explico. Mejor: dejo que ella lo explique. “Yo soy de pampa y cada vez que veo una línea recta me emociono”. Conozco demasiado bien esa nostalgia de horizonte. Es algo que además siempre me lleva a mi padre. Lo he escrito muchas veces. He puesto en él el impulso que hace que cada mañana, antes de ninguna otra cosa, me asome a la ventana para ver las copas de los árboles y los perfiles de los edificios, con la esperanza de encontrar la línea recta. El campo. El río -ancho, dulce- donde dejamos flores para nuestros muertos. “¡Mira, hoy se ven las montañas!”, me dicen como si fuera un milagro, y yo -bicho de llanura- me resigno a otro día dentro de este paisaje prestado.
Pero está el jardín. Algo ha pasado en estos meses que me han llegado tantos jardines de palabras. No sólo el de Clara, también el de Christian Alarcón, el de Federico Falco, el de Diana Bellessi, claro, y hasta el de Dulce María Loynaz.[2] Algunos escritos y publicados durante la pandemia. Otros, de larga data. Pero a todos los he recorrido en los últimos meses. Tal vez el azar no exista, tal vez también yo haya buscado el refugio que cada uno de ellos ha construido, para encontrar ahí mi madriguera en estas épocas de cruel intemperie. Porque el confinamiento fue encierro, pero nos dejó a la intemperie; sin protección, expuestos, en contacto cotidiano con nuestra propia fragilidad (¡qué diestros somos en épocas “normales” para ocultar y ocultarnos nuestra fragilidad!). Y yo busqué horizontes, y busqué jardines y madrigueras tibias. Si el horizonte en mi escritura es siempre mi padre, el jardín es mamá. “Mi casa fue una planta de jazmín, la sombra de mi vieja en el jardín”, dice un hermoso tango de Eladia Blázquez. Y así, como canta ella y como escribe Clara, también yo sé que tengo “el corazón mirando al sur”. De a ratos. No siempre. ¿No siempre?
Un jardín es comienzo y es final. “Un jardín anterior al tiempo. Un Edén donde se protege la nostalgia, y a él recurrimos cuando estamos perdidos”. Las páginas de Todo lo que crece van de los herbolarios a los malvones de los cinco años, del paraíso bíblico a la poesía, de la pampa al desarraigo. Buscamos jardines -los leemos, los escribimos- para reencontrar viejas raíces, para fundar nuevas.
El Diccionario de la Real Academia, a veces sabio, explica la palabra “desarraigar”:
- tr. Arrancar de raíz una planta. U. t. c. prnl.
- tr. Extirpar hábitos o costumbres nocivos. U. t. c. prnl.
- tr. Separar a alguien del lugar o medio donde se ha criado, o cortar los
vínculos afectivos que tiene con ellos. U. t. c. prnl.
- tr. desus. Expulsar, echar de un lugar, especialmente a un invasor o enemigo.
A veces el DRAE peca de ingenuo. “Separar a alguien del lugar donde se ha criado”, de acuerdo. Duele, pero estoy de acuerdo con la definición. Pero ¿“cortar los vínculos afectivos que tiene con ellos”? No, señores académicos, eso no existe. Es imposible cortarlos, se los juro. Como escribe Juan Gelman: “Nacemos y nos cortan el cordón umbilical. Nos destierran y nadie nos corta la memoria, la lengua, las calores. Tenemos que aprender a vivir como el clavel del aire, propiamente del aire.”[3]
Con el clavel del aire regreso al jardín. A los jardines de la infancia y a los que construimos para volver a aquel.
El Paraíso terrenal era en realidad un jardín y la manzana no era “manzana” sino “mal” (malus), porque “todo paraíso tiene su serpiente” (otra vez Obligado). La nuestra llegó con uniforme militar, con gritos y torturas. Y el jardín de mamá quedó solo: el roble que plantó esperando que sus nietos disfrutaran de las hojas rojas en el otoño, los tilos bajo los cuales hacíamos los deberes, el damasco en cuyas ramas leí los libros de la colección Robin Hood que habían sido de mi padre, el jazmín que perfumaba nuestros veranos, la “enamorada del muro” que un jardinero inclemente había podado y que de a poquito volvía a crecer, la planta de laurel del fondo a la que yo iba a buscar las hojas para el tuco, hasta las casuarinas del vecino. Todo quedó allí en ese jardín que no he vuelto a ver. Pero sé que está también en las letras en las que me refugio y en estas plantas que me rodean dentro de casa y en el balcón (mi jardín es ahora un balconcito que adoro), y a las que no cuido más allá de los buenos días que les doy cada mañana y de la ración de agua que les corresponde, pero cuya generosidad -hojas nuevas, flores, tallos que crecen sin parar- celebro con entusiasmo agradecido. Un balcón cuyo mayor mérito no es mirar al horizonte sino a dos maravillosas jacarandas que marcan el ritmo de mi año. Aquí que las estaciones no se diferencian demasiado una de la otra y todo el mundo dice “Hay época de lluvias y época de secas”, yo mido en morado el transcurso del tiempo: con flores de jacaranda o sin ellas. No hay más.
Pero la verdadera serpiente de nuestro paraíso es el tiempo. Eso lo sabe cualquier desterrado, cualquier exiliado, cualquiera que viva lejos de su casa.
No llegamos. Nunca llegamos a tiempo. Los que vivimos lejos, en el otro hemisferio, si la agonía no es larga, no llegamos nunca a tiempo para acompañar a nuestros seres queridos hacia la muerte. Es nuestra maldición…
La llamada más dolorosa que nunca. Las lágrimas. La búsqueda desesperada de un vuelo. Las lágrimas. Un avión más ajeno que nunca. Las lágrimas. Un trayecto más largo que nunca. Las lágrimas. Los abrazos que nos esperan y que no sentimos. El consuelo que nos brindan y que no sentimos. La desesperación, la impotencia, el dolor que sí sentimos. Nos ha pasado a todos: es nuestra maldición.
Pienso entonces en mi madre, claro. Llegué. Me instalé tres meses al sur de todos los sures, desde que el diagnóstico dijo lo que no queríamos oír. Las lágrimas, la desesperación, la impotencia y el dolor fueron los mismos. Pero yo estaba ahí, junto a papá y a mis hermanos. Y nos abrazamos, y brindamos por ella ¡Lejaim! Como ella hubiera querido. Y llevamos su ceniza adonde ella pidió: al jardín de su casita del Tigre, en ese paisaje de ríos que tanto amamos todos nosotros. “Debajo de la azalea”, había dicho. Y nuevamente su hogar es un jardín.
En la isla se había hecho fanática de los pájaros. Descubrió su pasión por la ornitología y se dedicó a estudiarlos con el mismo entusiasmo y delicadeza con los que lijaba la madera de sus obras hasta dejarla más suave que cualquier piel.
Alguna vez escribí esto:
Pronto seremos agua junto a ella.
No hay polvo que resista los embates del río.
El paisaje se deshace en gotas que día a día horadan las casas,
las palabras, las certezas.
No volvió a ser otoño.
Hogar líquido para el naufragio en que quedamos.
Pronto también seremos agua.
La vida al ritmo de los pasos,
mirando esa hoja que parece más verde,
las raíces brillantes por la lluvia,
los caracoles que por fin se asoman.
Mi madre hubiera reconocido
el canto de los pájaros.
“¡Miren! -gritaba de pronto-
La calandria que viene cada tarde.”
Un pájaro más, pensábamos nosotros.
Los árboles, el río, eran lo que siempre había sido.
Eran lo que siempre sería.
El mundo era eterno,
No teníamos muertos.
Hoy me tiendo de espaldas en la hierba,
los brazos en cruz, la cabeza al oriente.
Minúsculos seres me hacen compañía;
son el eco del eco de los huesos amados.
Así mi jardín, mis jardines, querida Clara. Así mi lectura de tu hermoso libro cuyas páginas están ya en mi íntima maleta de los afectos; ésa que tengo lista siempre por si hay que salir una vez más a buscar una nueva vida, un nuevo espacio donde hacer una madriguera.
Como Juan Ramón también quisiera decir: “Y yo me iré y se quedarán los pájaros cantando”. Que sea ésa la herencia que dejo a mi hija. Y haberle enseñado, quizás, un modo de habitar -cito la frase final de tu libro- “ese gran error que es la esperanza”.
[1] Clara Obligado, Todo lo que crece. Naturaleza y escritura, Madrid, Editorial Página de Espuma, 2021.
[2] Christina Alarcón, El tercer paraíso. Barcelona, Alfaguara, 2022.
Federico Falco, Los llanos, Barcelona, Editorial Anagrama, 2020.
Diana Bellessi, El jardín, Buenos Aires, Bajo la luna nueva, 1992.
Dulce María Loynaz, Jardín. Novela lírica, Barcelona, 1951.
[3] Juan Gelman, “Interrupciones II: exilio”, en Prohibido olvidar. Brochazos de la memoria, selección y prólogo de Marcos Mayer, Buenos Aires, Ediciones Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, 1998.
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