El 11 de septiembre del 2001, un día soleado en que se celebraban primarias demócratas en Nueva York para elegir a su candidato a la alcaldía, una noticia paralizó la ciudad que apenas comenzaba la rutina de trabajo: un avión se había estrellado contra una de las icónicas Torres Gemelas de 110 pisos, en lo que al principio se creyó que había sido un accidente.
Por Ruth E. Hernández Beltrán
Nueva York, 10 de septiembre (EFE).- El rostro de terror e incertidumbre de una muchedumbre que huía sin rumbo, alejándose del sur de la isla de Manhattan, muchos a través de la Quinta Avenida, muchos descalzos y sin mirar atrás, me ha acompañado durante veinte años.
También la imagen de otros, que detuvieron su carrera y lloraban sin consuelo, desmoronados, impotentes, sentados frente a edificios, a un paso de la estación Grand Central, donde muchos llegaron en un intento baldío por salir de la ciudad.
El 11 de septiembre del 2001, un día soleado en que se celebraban primarias demócratas en Nueva York para elegir a su candidato a la alcaldía, una noticia paralizó la ciudad que apenas comenzaba la rutina de trabajo: un avión se había estrellado contra una de las icónicas Torres Gemelas de 110 pisos, en lo que al principio se creyó que había sido un accidente.
Y cuando aún la ciudad no se recuperaba del estupor, sus habitantes vieron horrorizados cómo otro avión chocó contra la torre sur, diecisiete minutos después del primero, en momentos en que miles de personas estaban en sus centros de trabajo en el complejo popular y turístico del World Trade Center, en el Distrito Financiero de la Gran Manzana. Entonces las dudas se despejaron: no se trataba de un accidente.
Temprano esa mañana me disponía a cubrir las primarias demócratas cuando recibí la llamada que me dejó paralizada. Miré la televisión y no podía creer lo que veía. Salí rápidamente del apartamento pero mi tren fue detenido y desalojado en El Barrio, el reducto latino de Harlem.
En ese barrio, habitualmente bullicioso por la música a todo volumen que sale de los comercios, aquel día no era así. Empleados y transeúntes escuchaban atentos las noticias de lo que sucedía en el Distrito Financiero, en el bajo Manhattan. Varios vecinos habían colocado radios en las ventanas de sus apartamentos, lo que también se repitió en otras áreas de la ciudad.
Yo iba tomando nota de todo, cuando de pronto escuché algo que me estremeció: “Se cayeron las torres, ¡las dos!”, gritó un hombre desde la ventana de su apartamento a otro vecino al otro lado de la calle. En ese momento sentí me invadió esa desesperación que sentimos los periodistas por estar en el lugar donde todo estaba pasando.
Entre la sorpresa, sollozos, la confusión y el terror, los neoyorquinos vivimos también uno de los momentos de más angustia e impotencia cuando personas comenzaron a tirarse de los pisos altos para escapar del infierno en que se habían convertido las torres, que ardían en llamas que podían verse a gran distancia.
Los atentados contra las Torres Gemelas fueron un golpe muy fuerte no solo para los neoyorquinos, en un país que solo había vivido una situación como esta a través del cine o los noticiarios y que dio un vuelco a la vida de todos.
Mientras recorría las calles vi llanto y desesperación entre los que intentaban hacer una llamada desde un teléfono público, sin éxito. No había líneas telefónicas y yo ni siquiera podía llamar a la oficina y dictar lo que hasta ese momento había visto.
Salí de El Barrio en uno de los autobuses que intentaban sacar al mayor número posible de gente de las calles. Allí todos hablaban a la vez, preocupados por lo sucedido mientras yo observaba cómo en cada entrada al metro a lo largo de la ruta había policías.
Un avión de reconocimiento comenzó a sobrevolar la zona del desastre. A mi alrededor, en la Quinta Avenida, me topaba con grupos de gente que huían hacia la estación, pero también la mítica Grand Central estaba siendo desalojada. Tampoco el metro funcionaba: solo se podía salir de Manhattan en autobuses o ferris abarrotados de gente despavorida.
Tras llegar a la oficina y mandar mi primer reporte, pensé: ¿dónde pueden haber llevado a las víctimas? Muy probablemente, al hospital Saint Vincent, cercano a las torres. Ya todas sus inmediaciones eran un hervidero de batas blancas, médicos y enfermeras con camillas recibiendo a las víctimas y familiares desesperados.
Ya en ese momento la policía había cerrado el acceso a la zona baja, llena de un humo negro, y los periodistas no podíamos acercarnos al lugar de la catástrofe, lo que luego se conoció como la “zona cero”. Hacia ella se dirigían camiones con soldados y tanques de guerra, además de bomberos y ambulancias con las sirenas atronando en el aire, entre aplausos de los neoyorquinos que les gritaban “héroes”.
De forma inexplicable, de entre los escombros salían algunos hombres, cansados y cubiertos de polvo. Me pregunto cuántos seguirán vivos.
Como periodista, uno de los trabajos más desgarradores de mi carrera fue entrevistar a familiares que buscaban con fotos a sus seres queridos. Algunos forraron las calles con esas instantáneas y la palabra “missing” (desaparecido) o “¿lo has visto?”.
No hubo un día que no llorara con ellos, y también más tarde al llegar a mi casa. Era muy difícil no hacerlo.