Jorge Javier Romero Vadillo
11/08/2022 - 12:04 am
Gobierno de facto
Porque por más que el Presidente se llene la boca con su cansina cantaleta de que no son iguales, que ya no hay matanzas y de que las cosas ya cambiaron, la realidad es que llevamos 15 años de política de seguridad fallida dirigida por los militares.
Ningún Presidente de la historia de México ha llegado al poder con la legitimidad democrática de López Obrador. Por supuesto que, en los números oficiales, los presidentes de la época clásica del PRI obtenían porcentajes altísimos, superiores al 53 por ciento alcanzado por el actual Jefe del Ejecutivo, pero eran producto de simulaciones en las que los resultados se depuraban y maquillaban. Cuando la ficción electoral ya fue difícil de sostener, en 1988 y 1994 los resultados oficiales apenas si pudieron presentar votaciones en torno al cincuenta por ciento y a partir de que las elecciones se volvieron confiables la mayoría absoluta quedó lejos de las expectativas de los contendientes, en comicios divididos en tercios. Así, el triunfo abrumador de 2018 resultó un cataclismo electoral.
Además, gracias a argucias legales, el Presidente contó con una holgada mayoría legislativa durante la primera legislatura de su sexenio, cercana en la Cámara de Diputados a la mayoría calificada necesaria para la reforma constitucional y aún ahora, a pesar de un pequeño retroceso en las elecciones de 2021, cuenta con mayoría para reformar sin contrapesos la legislación secundaria. En cualquier democracia eso sería suficiente para un Gobierno satisfecho de su fuerza, que modelara sus actos con apego al orden constitucional.
Sin embargo, a López Obrador no le basta. Ha decidido gobernar por decreto y pasar por encima de la Constitución cuando esta le estorba, como un Gobierno de facto, en el golpe de Estado permanente, si usamos la definición original del término. Si a partir del siglo XX se ha entendido golpe de Estado como la repentina toma del poder político de forma ilegal y violenta con apoyo militar, en el origen, en el siglo XVII en Francia, coup d’etat se usaba para referirse a las medidas repentinas tomadas por el Rey sin respetar la legislación para imponer su voluntad.
Eso es exactamente lo que ha hecho López Obrador, en connivencia con las cúpulas del Ejército y la Marina, desde que emitió en mayo de 2020 el acuerdo para disponer de la Fuerza Armada permanente en tareas de seguridad pública sin cumplir con los requisitos establecidos en el artículo 5 transitorio del decreto de reforma constitucional que creó la Guardia Nacional. También fue una decisión arbitraria, un coup d’etat, el nombramiento de un militar en activo como director de su Guardia y lo ha sido la integración militar del cuerpo, contra lo establecido en el artículo 21 de la Constitución, aprobado con los votos de los diputados y senadores de su coalición y por las legislaturas de los estados donde su partido tiene mayoría y promulgado por el propio Presidente de la República que inmediatamente decidió comenzar a violarlo.
Solo de manera cosmética se ha mantenido la formalidad de la adscripción de la Guardia Nacional a la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, pues es evidente que en la operación cotidiana de la Guardia los que mandan son los militares y la Secretaria Rosa Icela Rodríguez carece de autoridad alguna en las actuaciones del cuerpo, por lo demás bastante inútil, como indican los niveles de violencia que no han bajado; la estrategia es un evidente fracaso, como se pudo ver en los alardes de grupos del crimen organizado que aterrorizaron a la población en Jalisco y Guanajuato, por solo poner un botón de muestra del desastre que se vive en amplias zonas del país desde hace tres lustros de control –es un decir– militar de la seguridad.
Porque por más que el Presidente se llene la boca con su cansina cantaleta de que no son iguales, que ya no hay matanzas y de que las cosas ya cambiaron, la realidad es que llevamos 15 años de política de seguridad fallida dirigida por los militares. Los resultados, por más que se les maquille, están a la vista: tasa de homicidios cercana a los 30 por cada cien mil habitantes, violaciones a los derechos humanos reiteradas, enfrentamientos sangrientos que, empero, no han contenido el avance del control territorial por parte de organizaciones armadas extorsionadoras y depredadoras a costa de la actividad productiva del país, para no hablar del mercado de drogas que se mantiene estable, prospera y se transforma, en buena medida protegido por quienes supuestamente están encargados de erradicarlo.
Ahora, además, el Presidente nos ha anunciado un nuevo coup d’etat. Sin ambages ha dicho que por acuerdo trasladará la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa sin esperar siquiera a ver si se aprueba la reforma constitucional que ha propuesto, con lo que deja en claro que el suyo es un Gobierno de facto en el que la Constitución no vale más que el papel en el que está impresa. Sabe bien que no cuenta con la mayoría necesaria para cambiar el ordenamiento que nunca le gustó, a pesar de haberlo promulgado y por eso, porque así lo quiere, pasará por encima de la ley suprema.
El solo anuncio pone al Presidente en desacato con el orden democrático que protestó cumplir al tomar posesión. Lo hace porque la impunidad garantizada por una Suprema Corte pasmada, que no ha resuelto los casos relativos a la militarización que tiene pendientes, incita al Presidente en su escalada de violaciones a la Constitución y a las leyes, a su desprecio por el orden jurídico y a los pactos. El talante autoritario del Presidente ha quedado descarnado, pero la cúpula militar también se ha colocado del lado de la ilegalidad y actúa como sostén del Gobierno de facto.
En una foto muy conocida de 1903, en el balcón del clausurado periódico El hijo del Ahuizote, se ve a Ricardo y Enrique Flores Magón, a Juan Sarabia y a otros integrantes de la redacción en torno a una gran pancarta rodeada de guirnaldas de luto que dice “La Constitución ha muerto”. López Obrador suele profesar su admiración por esos personajes, pero hoy él se ha colocado del lado contrario al de sus próceres.
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