Jorge Javier Romero Vadillo
11/07/2024 - 12:02 am
Los partidos en crisis: El PRI
“No existía opción de salida para la disidencia interna, por lo que todas las partes aceptaban el arbitraje presidencial como última instancia en los conflictos internos”.
La crisis del PRI del PRI, lenta como ha sido, comenzó con la fractura de 1987 y se agudizó cuando la antigua coalición hegemónica perdió la Presidencia de la República. Una vez que se rompió el mecanismo que identificaba la dirección del partido con el Presidente en turno, el PRI no fue capaz de construir un sistema de reglas para procesar sus candidaturas y sus renuevos generacionales. La inercia de su institucionalidad interna, arraigada durante décadas en la manera de hacer las cosas del partido, hizo que fueran los gobernadores de los estados en los que conservaba el poder los que tomaran el control del aparato local, ya sin un mecanismo de disciplina centralizado. La conducción nacional de la organización pasó a depender de los acuerdo entre los barones estatales, quienes decidía la dirección nacional del partido en complejos procesos de negociación entre bloques. Conforme fueron perdiendo gobiernos estatales, los priistas perdieron lo que les quedaba de cohesión.
El PRI no nació para ser un partido en competencia con otros. Surgió como una compleja maquinaria articuladora de lealtades. La clave de su eficacia y de la gran estabilidad que le dio a la política mexicana radicaba en que había logrado formalizar a la compleja red de intermediación política surgida de la revolución, pero heredera de las formas de relación entre el orden estatal y las diversas comunidades políticas que han existido en México desde la época virreinal.
Los caciques de la época virreinal, traductores entre lenguas, pero también entre formas distintas de orden: por un lado las leyes de la Corona, por el otro las formas específicas de ejercicio del poder dentro de las repúblicas de indios, las comunidades o los pueblos mestizos, son el origen de una clase política especializada en la intermediación entre las autoridades y los grupos específicos, la obtención de protecciones particulares y la negociación de la obediencia de la ley, según la necesidades peculiares de cada grupo.
Por más que la República quiso convertir a toda la población en ciudadanía igualada por la ley, la realidad es que ese proyecto nunca se llegó a realizar plenamente. La diversidad social, étnica, lingüística y regional del país hizo que los intermediarios de matriz caciquil siguieran operando y fueran necesarios para mantener la paz y el orden, aun cuando esto implicara la no aplicación generalizada de la ley o su interpretación flexible para lograr la aquiescencia de los grupos específicos. Así fue durante todo el siglo XIX, aunque de manera desordenada y en constante conflicto hasta la dictadura de Porfirio Díaz, que logró una primera forma de articulación nacional de los intermediarios locales.
La revolución fue una gran movilización pueblos, comunidades y redes de reciprocidad encabezadas por caudillos locales y caciques tradicionales. Al terminar, el control del país quedó fragmentado, como a principios del siglo XIX, pues en cada comarca y en cada región el poder era ejercido por el intermediario que negociaba con los caudillos militares y civiles con os que tenían relaciones de reciprocidad política, pues se necesitaban mutuamente: unos, para satisfacer las demandas de sus propias redes, los otros para ejercer el control efectivo sobre sus estados o sus regiones de influencia.
El gran éxito del PRI radicó en que logró ensamblar toda esa abigarrada red de intermediaciones particulares en una gran maquinaria nacional y la dotó de mecanismos distributivos y de disciplina extraordinariamente eficaces. Las formas de negociación tradicionales de la fragmentada sociedad mexicana se institucionalizaron en una sola organización nacional, con el añadido de que se extendieron a los sindicatos, engranajes fundamentales para el control político de la clase obrera emergente.
Para cualquier beneficio público, ya fuera una licencia de taxista, un puesto de mercado, un quiosco de periódicos o una esquina para ejercer de bolero, había que pertenecer a alguna organización priista. Incluso cuando había dos o más grupos en disputa por un mismo beneficio, una concesión o unas tierras, la mejor opción para todos era pertenecer al PRI y buscar el amparo de alguno de sus sectores, pues solo las organizaciones sociales que reconocían el arbitraje priista gozaban realmente de reconocimiento estatal para hacer avanzar sus intereses.
La eficacia de la maquinaria dependía de su carácter de monopolio. No se trataba de un partido en competencia con otros, pues la legislación electoral proteccionista y el control gubernamental sobre los procesos electorales evitaban el surgimiento de opciones políticas competitivas y obstaculizaban las rupturas internas. No existía opción de salida para la disidencia interna, por lo que todas las partes aceptaban el arbitraje presidencial como última instancia en los conflictos internos.
Gracias a la legislación electoral proteccionista y al control electoral, el PRI no vivió fracturas significativas entre 1952 y 1988. Los perdedores en el juego de las sillas musicales que se abría con cada proceso electoral siempre encontraban algún acomodo que les permitiera seguir viviendo del presupuesto y mantenían alguna parte de los privilegios que implicaba la inclusión en la coalición de poder.
La crisis económica de la década de 1980 cambió las cosas. El dinero público dejó de ser suficiente para mantener lubricada la oxidada maquinaria de reciprocidad clientelista y dejó fuera a muchos de los intermediarios que medraban gracias a su pertenencia al partido. También quedaron desempleados cuadros de alto nivel que no gozaban del favor del entonces presidente Miguel de la Madrid (1982–1988). La reforma política de 1977 había ampliado la competencia electoral y en 1987 el PRI se fracturó por primera vez en más de tres décadas, lo que provocó un cataclismo electoral en 1988. A partir de entonces, a pesar de la sorprendente recuperación de la disciplina partidista, gracias a que el gobierno de Carlos Salinas de Gortari (1988–1994) volvió a abrir los grifos de recursos públicos dedicados a satisfacer las demandas clientelistas, ya nada volvió a ser igual.
A partir de 1997, Andrés Manuel López Obrador le abrió de par en par las puertas del PRD a cualquier descontento del PRI, con lo que se terminó la capacidad presidencial para imponer las candidaturas del partido y garantizar la disciplina; después, en 2000, con la derrota en la elección presidencial, el PRI quedó acéfalo, a merced de las disputas entre sus gobernadores y sus principales dirigentes corporativos. Vino el encontronazo entre Elba Esther Gordillo y Roberto Madrazo, el fiasco de la candidatura presidencial del segundo y la recomposición en torno a Peña Nieto, con apoyo externo del duopolio televisivo. Después, la debacle. Lo ocurrido el domingo pasado, con la entronización de un porro como dirigente cuasi vitalicio, no es más que el punto final de la historia de un partido que ya ha sido absorbido por la nueva coalición monopólica.
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