El médico Juan Antonio Salas empezó este proyecto a mediados de mayo y ahora visita a 17 personas, aunque a veces tenga que anular las citas a última hora porque las guardias en alguno de los dos hospitales en los que trabaja -uno al norte de la capital, otro en el centro- se pueden prolongar inesperadamente hasta las 36 horas.
Por María Verza
CIUDAD DE MÉXICO (AP).— Cuando el doctor Juan Antonio Salas concluye su turno en las salas de COVID-19 de dos hospitales de Ciudad de México, su trabajo no termina.
Los efectos del nuevo coronavirus suelen persistir después de que un paciente es dado de alta. Pasar casi un mes entubada a los 92 años y vivir para contarlo o los nervios de estar enferma durante el embarazo son experiencias que dejan marcas.
Por eso Salas, un médico residente de neumología de 25 años, decidió pasar el poco tiempo libre que tiene ayudando a personas como esas dos mujeres, sus ex pacientes.
En su día de descanso va a sus casas, les da seguimiento, resuelve dudas y, sobre todo, las escucha. Ayudar a superar el paso por una unidad de cuidados intensivos es algo que la sanidad pública mexicana no puede darse el lujo de ofrecer cuando el país ronda los 130 mil contagiados y más de 15 mil 300 defunciones oficiales, aunque el número real podría ser mayor.
Por eso Salas decidió hacerlo él, en la medida de sus posibilidades.
“Ver fallecer a tantas personas, ver a tantas entubadas les dejó como un estrés postraumático que al ser dados de alta no supieron cómo manejar dentro de sus hogares” explica el joven, también experto en tanatología. “Por eso necesitaban el apoyo emocional”.
Este joven doctor también recibe algo a cambio. “Es muy grato ver a los pacientes después, verlos sonreír, verlos bien, estables, con su familia”.
Salas empezó este proyecto a mediados de mayo y ahora visita a 17 personas, aunque a veces tenga que anular las citas a última hora porque las guardias en alguno de los dos hospitales en los que trabaja -uno al norte de la capital, otro en el centro- se pueden prolongar inesperadamente hasta las 36 horas.
Cada vez que toca una puerta, todo son sonrisas. Llega a sus pacientes sólo con mascarilla, nada que ver con el equipo protector que deben usar en el hospital y en ocasiones hasta se la quita, si considera que la situación es segura.
“Llevar la careta, lentes, los hace sentir que todavía siguen enfermos y eso en la autoestima de quien ha sido dada de alta podría perjudicar”, explica.
Él sabe muy bien lo importante que es el calor humano ante una enfermedad.
Todavía recuerda cuánto lo ayudó tras la muerte de su hermano de tres años que el oncólogo que lo trataba tuviera palabras cariñosas para él y que, al saber que estudiaba medicina, le regalara el estetoscopio con el que revisó al pequeño por última vez.
“Hubo mucha gente que estuvo ahí para mí cuando yo la necesité”, rememora. “Lo menos que puedo hacer yo es estar ahí para esas personas que ahora me necesitan”.
En los tres meses que Salas lleva luchando con un enemigo que ni siquiera imaginó ha habido de todo: pensó en tirar la toalla porque no llegaban los insumos, aguantó los golpes de una familia que no quería que un niño ingresara en cuidados intensivos, lloró de rabia cuando alguien le decía que era insensible y que no sabía lo que era tener a alguien enfermo y pasó momentos insoportables de estrés y miedo.
Por eso, visitar a los que le ganaron la batalla a la COVID-19 le da una bocanada de esperanza especialmente ahora, que la situación se está complicando.
“De 20 días para acá no ha habido ni una sola alta y los decesos son constantes”, dice en referencia a los 70 pacientes que él ve en uno de los hospitales y el medio centenar del otro. “Entonces, poder ver a los que se salvan, saber que están bien, es la satisfacción del deber cumplido”.