Esta semana las feministas tenemos muchas razones para apretar el Botón de Apagar la Humanidad. Está el caso de Brock Turner, “El Violador de Stanford” (excelente apodo si hubiera vivido en el Viejo Oeste), que tras ser atrapado con las manos (y todo lo demás) dentro y fuera de su víctima inconsciente, fue sentenciado a solo seis meses en una cárcel local porque el juez consideró que la prisión “podría ser demasiado traumática para él” y que a pesar de haber sido acusado de tres crímenes por los que se le pudo haber sentenciado hasta por 14 años en prisión, los seis meses eran suficientes porque no creía que “el nadador de Stanford” sería un peligro para nadie más.
Por su lado, la víctima despertó en el hospital y se enfrentó a horas de invasivos exámenes forenses, los cuales determinaron que había sido violada y penetrada además por objetos extraños. Dentro de su vagina había hojas del árbol bajo el cual Turner abusó de ella hasta que dos ciclistas lo encontraron y detuvieron hasta que la policía llegó. Pero claro, esto no es tan traumático como le sería al pobre chico cumplir una sentencia justa, y La Sociedad debe pensar en el futuro de un muchacho blanco, estudiante de una universidad prestigiosa y parte del equipo de natación, y no en una mujer que tomó de más. El padre de Turner defendió a su hijo diciendo que el pobrecito ya no disfrutaba de sus filetes como antes y que ya había pagado demasiado “por sólo veinte minutos de acción”. Quizá si los ciclistas hubieran esperado a que Brock alargara por un par de horas su violación, su padre aceptaría una sentencia más prolongada… Así, los seis meses se convertirán en tres con libertad condicional. Y, después, una cena con rib eye para celebrar que la cultura de la violación triunfó de nuevo.
Esta misma cultura, en que las mujeres y sus cuerpos son desechables y sus denuncias cuestionadas, hace que las acusaciones de abuso de la hija de Woody Allen contra su padre vayan bajando en Google mientras los publicistas de Allen llenan los medios de noticias de sus nuevas películas y de declaraciones positivas de las nuevas estrellitas a las que el prominente director “ha dado una oportunidad”. El caso recuerda el de Bill Cosby: la sociedad norteamericana lo quería tanto, que se negaba a creer que su comediante favorito pudiera ser un violador y decidieron, como colectividad, ignorarlo.
Estos días, también, Amber Heard, la joven esposa del actor Johnny Depp, pidió el divorcio (junto con una orden de restricción) acusando a Depp de agresiones físicas y psicológicas durante su matrimonio, y La Sociedad ha decidido no creerle. ¿Por qué le creerían a una chica virtualmente desconocida cuando a Depp lo han visto en sus películas favoritas? Internet se llenó de inmediato de declaraciones de “fuentes cercanas a la pareja”, diciendo que Heard es una chica problemática y que seguramente lo que quiere es dinero. Eso es lo que queremos las mujeres, siempre. Dinero y atención. O tal vez somos todas unas histéricas, como hace un par de siglos, y lo único que puede curarnos es el tratamiento victoriano contra la histeria, que consistía en un lavado vaginal a presión para llevarnos al “paroxismo histérico”, mejor conocido como “orgasmo”. En resumen: todas (incluso tras ser violadas) somos unas malcogidas,.
Esto cree, también, el presidente actual de Turquía, que declaró que las mujeres que niegan la maternidad son sólo “mitad personas”, y no sólo eso: las que rechazan las tareas del hogar, están “perdiendo su libertad” y perseguir sus carreras es una “negación de su feminidad”. Este es mi argumento final para que apretemos esta semana el Botón de Apagar la Humanidad. Que resulta que las mujeres tenemos dos mitades, una buena y una mala.
En ocasiones anteriores, Edrogan ha declarado que las feministas no entienden de maternidad y que el país necesita reproducción, por lo que las mujeres le deben a éste tener al menos tres hijos, idealmente cuatro o cinco. Eso si quieren ser personas completas, claro. Siempre les queda la opción de ser sólo una mitad, supongo que la mitad de arriba, la que tiene cerebro y manos y niega flagrantemente su feminidad pensando, trabajando y usando una computadora, la que tiene oídos para escuchar música o las noticias (incluyendo sus declaraciones idiotas) y tiene ojos para leer. La otra mitad, la que a Edrogan le importa, es la de abajo: la que tiene útero y piernas que pueden abrirse, la que tiene una vagina enojada e histérica a la que hay que curar por medio del sexo, aunque sólo sea con fines reproductivos.
Aunque, ¿cómo doblará ropa y trapeará este par de piernas con vientre? ¿Cómo cocinará banquetes para las personas completas que son los hombres, sean padres o no? Las imagino andando por ahí, chocando contra las paredes de sus casas y contra las demás mujeres del hogar, las niñas, que son sólo un par de piernitas que pueden cruzarse hasta el matrimonio o hasta que tu famoso padre te viole y luego diga que inventaste todo por histérica, o que tu madre Mia Farrow lo inventó todo por celosa. Ya sé, ya sé que estoy mezclando todo, pero así me habitan las mujeres del mundo, así se mezclan en mi cabeza las que denuncian, las que no, las que sobreviven, las que no, las que aprenderán a doblar ropa con los pies con tal de ser una buena mitad de persona.
Seguimos viviendo en un mundo de hombres, muchos de los cuales se niegan a aceptar que la cultura de violación es una realidad y que las mentes y los cuerpos de las mujeres, sus traumas físicos y psicológicos, sus futuros, valen menos que el desprestigio que los perpetradores puedan enfrentar por sus “veinte minutos de acción”. O dos horas o cinco años.
“No me duele el útero, me duele el alma”. Esto es lo que escribió en su Facebook la chica brasileña de 16 años que hace unas semanas fue violada por más de 30 hombres. Me pregunto en cuál mitad de nosotras, las mujeres, está nuestra alma. Si en la buena o en la mala.