Susan Crowley
11/05/2024 - 12:04 am
El invencible verano de Cristina
Deseo que la voz de tantas mujeres agredidas se escuche muy lejos y muy fuerte y que crezca el número de las que sepan defenderse; y así, cada vez habrá menos osos salvajes en las calles, a plena luz del día.
Cuando terminé de leer El invencible verano de Liliana (Random House, 2021), me quedé con una tristeza infinita. Me llenaba de angustia la idea de que, por el lugar y las circunstancias coincidimos varios años y pude ser amiga o compañera de escuela de Liliana, como también ser la víctima de la tragedia que ella vivió. Ahora que Cristina Rivera Garza ha ganado el premio Pulitzer, revivo la marca que dejó en mí, con el único deseo de retribuirle a su autora un agradecimiento por dejarme entrar en su mundo, en su corazón y en el doloroso proceso que debió cruzar a partir de la espantosa muerte de su hermana. Me permito recordar algunas líneas que escribí en este espacio hace tres años, a propósito de la publicación de esta inolvidable novela.
Las coincidencias que me ligan a este texto son tantas que, irremediablemente, me volví parte de ella. Yo también viví en Toluca por esos años, y como Liliana salí a un exilio obligatorio causado por la opresiva sociedad. Para las costumbres cerradas de los toluqueños, pasar por más de tres noviazgos, estudiar una carrera o, simplemente destacar del resto significaba portar una etiqueta definitiva.
En los años ochenta, el machismo era un cáncer que anulaba los sueños y condicionaba la vida de la mayoría de las mujeres. En Toluca el sexismo y la misoginia se exacerbaban de una forma absurda. Las “mujercitas” iban a misa los domingos, los “varones” a la Bombonera. Luego el ritual de encontrarse en la heladería cuyo nombre lo dice todo: Adiós tú, mi presumida. Echar novio, chismear sobre quién andaba con quién, o hablar de la “piruja” cuya reputación quedaba destrozada en boca de todos. El chismorreo tenía alcances increíbles, porque una vez que se desataba, crecía como un cáncer. Quién tomaba de más, o incluso se drogaba, eran temas que fascinaban y se hablaba casi en susurro, “ya sabes quién, ya sabes qué” y con eso se decía todo.
Lucirse como si se tratara de un desfile de modas, el mejor vestido, de la mejor marca de aquella época; voltear a ver los autos de colección en los que se paseaban los galancitos de moda.
Cuando llegué a vivir a Toluca por el trabajo de mi papá, nunca me imaginé metida entre gente con tanto poder económico. Como era muy joven, no podía medir el parámetro de la riqueza que había, pero sí me daba cuenta de las inmensas fortunas de algunos toluqueños. Las mansiones llenas de trofeos de caza y con truphy wifes, hijos juniors e hijas que estudiaban mientras el anillo del futuro marido, todo debidamente pactado por las familias de “abolengo”. Las decoraciones de las casas ostentosas, salones de cacería en los que había colmillos y patas de elefantes que servían de mesas de apoyo; osos polares y animales exóticos en peligro de extinción. La competencia por quién recibía mejor en casa era una verdadera batalla campal. ¿Y qué decir de las enormes vendas en los ojos para tapar los pecados de los maridos “rabo verdes”? Desde luego, los hijos, como cachorros de la manada, aprendían muy bien las lecciones y pronto se consideraban los mejores cazadores, ligones e ignorantes, prematuras víctimas del alcoholismo y del tedio vital heredado por sus ancestros.
En la clase media, a la que yo pertenecía, seguramente circulaba Liliana y, en ciertas ocasiones, nos rosábamos con la “alta sociedad”. A diferencia de muchas niñas toluqueñas, Liliana se había puesto metas, tenía ambición y tenía sueños. Creo que en eso también coincidíamos. Toluca ahorcaba la vida de la gente. A cierta edad había que definirse: un novio formal, planes de boda, aprender a tejer chambritas y a destejer los sueños. Si no, irse lejos era la única opción. Liliana era novia de un niño bien con dinero que tenía auto, bici, moto y era galancillo del momento. Nada extraordinario, supongo, porque en realidad era un mediocre. Un mediocre con el poder que se le confiere a un macho. Me hace pensar tanto en Peña Nieto o en los Del Mazo, cualquiera de ellos. Y así fue como creyó que Liliana era de su propiedad. Cuando la relación terminó, entre más quiso alejarse ella, más acoso recibía de parte de él.
Yo viví varias situaciones parecidas. Jóvenes que decretaban desde el cortejo que les pertenecías. Para ligar eran románticos y encantadores, pero una vez que aceptabas ser su novia, literalmente te encerraban para que “no te quemes”. Si llegabas a despreciarlos, entonces, estabas en peligro. El sentirse rechazados los convertía en verdaderos osos salvajes. Alegoría que utiliza Rivera Garza quien después de muchos años, decidió contar la tragedia que vivieron ella y su familia al enterarse de la muerte de Liliana, su hermana menor. Un oso salvaje lleva a su atemorizada víctima a paralizarse; es tan feroz su forma de atacar que la única salida que le queda a quien ha sido sitiado por la bestia es fingirse muerto. Delante de un acosador, de un violador o de un asesino, muchas mujeres no pueden defenderse, sólo les queda rogar por la vida. Toluca era un bosque de osos. Cuántas veces me vi en una situación similar a la que vivió Liliana. La demoledora narración de Rivera Garza me hace pensar en que muchas toluqueñas estamos vivas de milagro. Liliana no tuvo la misma suerte.
Me da coraje porque esa joven no tenía nada de frívola. Llena de vida, no aspiraba a la mediocridad de tantas mujeres que asumen que su destino es ser objeto de uso de los hombres. Era una nadadora tremenda, inteligente, de buenos sentimientos; además de ambiciosa estudiante de arquitectura. Su único problema fue toparse con un ser siniestro llamado Ángel González Ramos, niño bien toluqueño. Me ha partido el alma leer que quien pudiera ser mi compañero de escuela haya sido capaz de cometer un crimen y hasta hoy no haya sido juzgado.
Liliana murió como consecuencia de una situación muy similar a las que yo experimenté en varias ocasiones, la diferencia es que hoy yo estoy viva. A través del recuento de sus días, no puedo evitar sentirme su igual, imagino cuántas veces nos cruzamos en el camión México -Toluca para ir a visitar a nuestras familias cuando por fin tuvimos la oportunidad de estudiar en la capital. Yo también me inscribí a la UAM y fui aceptada en la carrera de derecho. Mi vida se encaminó por otro lado, pero creo que, de haberme encontrado con Liliana, seguramente me hubiera gustado ser su amiga. Los entrañables testimonios de amigos y amigas que recabó Cristina hablan del carácter protector de su hermana, de la alegría y la inteligencia con la que se relacionaba con los demás. No era una chica sumisa o la típica víctima que puede ser sobajada hasta costarle la vida.
Yo, como Liliana y como muchas mujeres de Toluca y de México, se que también en el mundo, -pero carajo-, vivimos en México, pertenecí a una generación de “venaditas” que corríamos solas por el bosque y que éramos asediadas por osos gigantes, machos capaces de una crueldad espantosa, que utilizaban el poder del dinero y de la tribu que los protege. En los ochenta nadie decía nada. El mal rato vivido debía ser superado, ya fuera huyendo o aceptando el rescate de otro príncipe azul toluqueño; casarse y tener hijos y volverse una mujer “respetable”. Entonces la alta sociedad estaba dispuesta a recibirte de regreso. Ese habría sido el otro destino de Liliana. Aceptarse como propiedad del nefasto asesino que le cortó las alas y entonces estaría viva. ¿Viva? Ella decidió irse y retar al desalmado cazador que la siguió. Liliana fue víctima de un feminicida. Pero esa palabra no existía, aún no estaba tipificada como delito. Incluso en los tribunales se hablaba de crímenes pasionales en muchos casos provocados por las mujeres. Los hombres se sentían protegidos incluso por las autoridades.
A pesar de que las cifras de violencia de género no parecen disminuir, hay muchas más jóvenes informadas que están dispuestas a todo por defenderse y no dejarse someter por un macho en ningún sentido, por ninguna razón. Deseo que la voz de tantas mujeres agredidas se escuche muy lejos y muy fuerte y que crezca el número de las que sepan defenderse; y así, cada vez habrá menos osos salvajes en las calles, a plena luz del día.
Liliana y yo vivimos otra realidad. Escribo esto en honor a ella, y especialmente de Cristina Rivera Garza quien tuvo el coraje para revivir y exhumar una tragedia familiar tan espantosa con tanto amor, en beneficio de todas y todos quienes gracias a estos testimonios pueden tener una oportunidad de vida. @Suscrowley
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