Quiero nombrar al hueco para que él deje de nombrarme a mí. Quiero hacerle un vaso de jugo, ponerle ropa nueva, buscar sus mensajes en el espejo empañado. Quiero imaginar al hueco como a un personaje divertido, la clase de tipo que usaría un sombrero y aprendería a hacer acrobacias con él: lo lanzaría por los aires y el sombrero caería sobre su cabeza de planeta en el momento justo. Le pruebo versos y los engulle: es un hoyo negro. Lo alimento con papillas y acabo resbalando en la cocina… no es un hombre invisible, es un hueco y no tiene boca ni estómago. Las papillas de colores forman un mosaico en el porcelanato y los perros, que sí tienen nombre y hambre, lamen el suelo y sonrío porque se siente bien alimentar.
El hueco no eleva el nivel del agua de mi alberca. Chapoteo sin temer que se enfurezca si lo salpico y cuando las gotas se quedan colgadas en el aire parece, por un instante, que el hueco sonríe y se divierte. El soplo que me eriza la piel: “quizá son brazos fríos”. El roce nocturno de mi propia mano: “quizá es su mano de hueco”. El temblor que empuja al suelo mis libros: “quizá se enfureció porque lee, porque siente, porque está”. Volteo durante la película para compartirle alguna estúpida ocurrencia y mejor me callo porque hablar sin respuesta me recuerda la soledad. Entonces hay cada vez más silencio.
Quiero nombrarlo y ningún nombre le queda. Quiero bailar y acabo girando sobre mi propio eje. Estoy triste esta noche porque nadie ahueca la otra almohada, nadie me golpea la espalda cuando, por reír, me atraganto, y esa parece una buena razón para dejar de reír y atragantarse un rato más y después llorar y decirse: el hueco me nombra hueco a mí, porque a fuerza de convivir con Él me he vuelto más aire, más memoria, más tristeza y menos carne.