Un relato que no se toca el corazón para llevar al lector frente a la bestia con piel de ángel que se esconde a plena luz del día. La narradora Liliana Blum vuelve a la perturbación narrativa con herramientas doradas.
Ciudad de México, 11 de marzo (SinEmbargo).- Raymundo Betancourt es el ciudadano modelo: profesionista honesto y responsable, solidario y comprometido con el bienestar de su comunidad. Pero como la vida no sólo es trabajo, también se permite dos sencillos placeres cotidianos: los chicles de canela y las niñas que mantiene secuestradas en su sótano.
El monstruo pentápodo nos enfrenta sin ambages ni eufemismos con la mente oscura del asesino, del psicópata adorable y manipulador ante cuyos encantos sucumbió Aimeé –otra “pequeña”, pero a su modo- hasta el punto de volverse cómplice a cambio de un poco de amor.
Liliana Blum es tan hábil como despiadada. No se toca el corazón para empujar al lector al foso donde habita esa bestia con piel de ángel que se esconde a plena luz y que podría ser tu vecino, o el mío, o el de cualquiera.
Fragmento del libro El monstruo pentápodo, de Liliana Blum, Tusquets 2017, publicado con autorización de Editorial Planeta México.
Capricho Durango se convirtió en otra ciudad desde que Raymundo vio a la niña por primera vez. Un hombre diferente caminaba ahora por sus calles. Así es la vida: nunca se sabe cuándo será el día. Iba de la construcción en la que trabajaba a encontrarse para comer en el centro con un arquitecto que buscaba empleo. En cierto momento, sin saber por qué, decidió desviarse y pasar cerca de un colegio: el Teresa de Ávila, de monjas, sólo para señoritas. ¿Fue la intuición o un regalo del destino? Él conocía todas las escuelas públicas y privadas de la ciudad, con sus diferentes horarios de salida. A veces elegía una al azar y se estacionaba cerca de los patios donde los alumnos salían a recreo. Se bajaba de la camioneta, abría el cofre, hacía como que revisaba el motor y se rascaba la cabeza. Luego caminaba con preocupación sobre la banqueta unos metros hacia un lado y desandaba el camino mientras fingía hacer una llamada. Así podía ver a los niños sin peligro. Decir niños sería generalizar, porque sólo se fijaba en las niñas. Le gustaba ver cómo corrían persiguiéndose unas a otras, con las piernitas delgadas al aire, las faldas levantándose con la velocidad. Las más de las veces estaban sentadas en grupos pequeños, conspirando seguramente contra sus compañeras, con sus hermosas caritas malignas y sus risas crueles. Porque las niñas son crueles: te enamoran, saben lo que sientes, pero no les importa y se van. Después de un rato prudente, lo que seguía era subirse de nuevo a la camioneta e intentar encender el motor que, por supuesto, funcionaría a la perfección. El momento de irse. No estaba de más ser cuidadoso con estas cosas, como cambiar de escuela para no volverse una figura recurrente y llamar la atención de algún guardián de la moral, casi siempre alguna abuela malpensada o una señora entrometida. En otras ocasiones, en lugar de estacionarse a la hora del recreo, pasaba a la hora de la salida, manejando muy despacio, lo preciso para mirar como si buscara a su propio hijo en la escuela. El tráfico que enloquece a todos los padres que quieren salir pronto de allí, los claxonazos, el caos, eran sus aliados. Satisfecho, volvía al trabajo con suficientes imágenes de niñas que usaría en cuanto tuviera un momento de calma y soledad.
Pero ese día, Raymundo varió su método por primera vez en años. Se estacionó a unas cuatro cuadras del colegio y caminó hasta allá como si nada. Ya muchas madres bloqueaban la calle estacionadas en doble fila, y una cantidad considerable de tutores autorizados para recoger a los niños (abuelos y choferes de transporte escolar compartido) se apiñaban contra la reja principal. La campana de la salida sonó al fin. Un minuto más tarde, las niñas comenzaron a brotar por las puertas de los salones, inundando los pasillos. Pensó en un programa de televisión en el que las termitas fluían iracundas al ver derribados sus termiteros. Las más pequeñas fueron las primeras en llegar hasta los barrotes para formarse en grupos amorfos, buscando con la vista a quien venía por ellas. Raymundo esperó. No le gustaban demasiado jóvenes: aún eran cabezonas y de extremidades gruesas y suaves, como si no terminaran de superar la etapa de bebés. Larvas. No estaban listas todavía. Tampoco le apetecían las entradas en la pubertad. Les empezaba a cambiar el contorno del cuerpo y no existía nada más repugnante que esos pezones con forma de cono que se levantaban debajo de sus blusas. Su tipo eran las niñas delgadas, atléticas, de facciones finas, ni muy blancas ni muy morenas. Las prefería en el rango de los cinco a los nueve años: niñas auténticas, no bebés grandes ni mujercitas en proceso.
Si Durango le había regalado a los mortales a la mujer más bella del mundo, Dolores del Río, era lógico que de esta tierra salieran frutos similares. Iba a regresarse para no llegar tarde a la cita con el arquitecto, pero de pronto apareció aquella criatura hermosa. La que había visto en la escuela de natación. Ella, el oasis en su vida. Su nueva razón. ¿Era esto una casualidad? Que este colegio resultara justamente el suyo y que una intuición de Raymundo lo guiara a ese lugar no era fortuito. No podía serlo. Era más bien como si alguien lo hubiera conducido hasta ella. El destino. Porque resultaba tan apegada a sus gustos, como si la hubiese mandado pedir por catálogo.
Había una compañía japonesa que fabricaba muñecas simulando nenas menores de cinco años, sobre pedido, para hombres como él. La idea era “evitar crímenes” reales apelando a un sustituto al cual no se le podía hacer daño, y en caso de que así fuera, bastaba con ordenar un reemplazo. Pero nunca sería lo mismo. Ella, en cambio, era de carne y hueso. ¿Cómo podía ser posible tanta belleza? Totalmente su tipo, con todas las especificaciones según su necesidad, igual que la maquinaria para construcción. La siguió con la mirada y luego con los pasos. No fue una decisión pensada: fue parecido a comprar algo en oferta por impulso.
Se detuvo cuando una mujer con el cabello teñido de rojo la recibió en la puerta. Intercambiaron algunas palabras que él no pudo escuchar, cargó la mochila de la nena y tomándola de la mano la encaminó hasta un carro color plata que estaba estacionado bloqueando el paso a otros. No supo cómo reaccionar. ¿Qué hace un oso que se topa con un salmón gigante? Cazarlo, claro. Salivar e intentar hacerlo suyo. Pero no estaba loco. Se obligó a regresar hasta donde había estacionado su camioneta: en lugar de caminar, sentía que flotaba sobre la banqueta. A pesar de que no podía hacer nada más, iba feliz. Se subió, prendió la radio y tarareó una de las canciones de moda, golpeteando el volante con los dedos. Se encaminó hasta el restaurante de la cita. Bajó la ventanilla, encendió un cigarro y se prometió seguir ese carro plateado al día siguiente. Antes de que terminara la semana, ya sabía la dirección de la casa, había confirmado los horarios de la clase de natación y algunas actividades que todavía no estaba seguro si eran esporádicas o frecuentes. ¿A quién podía causarle molestia si se daba una vuelta únicamente para mirar?
¿Quién es Liliana Blum? Durango, México, 1974 Es autora de la novela Pandora (Tusquets Editores, 2015), de la novela breve Residuos de espanto (2013) y de los libros de cuentos No me pases de largo (2013), Yo sé cuando expira la leche(2011), El libro perdido de Heinrich Böll (2008), The Curse of Eve and Other Stories (2008), Vidas de catálogo (2007), ¿En qué se nos fue la mañana? (2007), y La maldición de Eva (2002). Sus escritos son parte de las antologías Atrapadas en la madre (2006), El espejo de Beatriz (2009), El crimen como una de las bellas artes (2002), Óyeme con los ojos: de Sor Juana al siglo XXI (2010), y Three Messages and a Warning: Contemporary Mexican Short Stories of the Fantastic (2012). Es coeditora de la antología.