Escribir y las víboras

11/01/2015 - 12:00 am

Dentro de las infinitas (tanto en número como en temporalidad) discusiones de qué es arte y qué no, encontramos todos los puntos de vista y definiciones de la palabra tan escapista y caprichosa: que tiene que ser estético, que tiene que ser vanguardista, que tiene que ser universal, que tiene que ser un reflejo de su época, que tiene que ser un reflejo de todas las épocas, que viene de lo más humano, que viene de otra parte… Tengo una amiga que es artista pictórica y eso incita otros intercambios, pues las diferentes formas de expresión también conllevan sus propias definiciones. En fin. Y yo como escritora siempre estoy cuestionándome por qué escribir, de qué, qué puedo aportar yo y si vale la pena. De verdad, siempre. De hecho, estos cuestionamientos son la razón de que no publicara una columna la semana pasada. Envié un texto y a los quince minutos me arrepentí y le pedí al editor que no lo publicara: no estaba a gusto con él. Como soy ñoña y obsesiva, no publicar en mi espacio semanal me afecta y me he dedicado a analizar el texto en mi cabeza para entender qué es lo que no cuajó con él.

Al final eso significó hacerme, de nuevo, la pregunta de qué es arte y qué no, qué es verdadero y qué no. Mi conclusión: los textos verdaderos son en los que el autor deja algo de sí. Son los que implican un riesgo para él, y el riesgo tiene que ver con la pregunta inicial que le llevó a escribir ese texto en particular. ¿Existe el amor verdadero? ¿Es posible la redención en un mundo como el nuestro? ¿Qué queda después de dedicar la vida a la venganza? Hay columnistas, autores, guionistas con los que no congenio, y creo que tiene que ver con que escriben desde una certidumbre tan absoluta que no me permite identificarme con su parte humana y vulnerable. Empiezan a escribir con una respuesta entre los dedos y no con una pregunta.

Para mí, la experiencia literaria es un patinar sobre hielo que amenaza quebrarse, un ir encontrando el camino en un bosque en el que los árboles pueden despertar en cualquier momento y cortarme el paso y las migajas de pan que dejé desaparecen entre las fauces del lobo feroz que me acecha. Empiezo con una hipótesis (por ejemplo, en el caso de mis historias de vampiros, la hipótesis era: Yo quiero ser inmortal) y escribo para que se revele falsa o verdadera. Esa hipótesis, esa pregunta, es lo que pongo en la línea, es lo que me pone a mí en la línea. Es lo que estoy arriesgando. Porque el bosque tiene sus propios planes y, a menos que lleve un hacha para romper las ramas y tomar el camino que indica el GPS, cueste lo que cueste, destrozando el bosque y negándome así a conocer sus cuevas, sus cuervos y sus cascadas de arcoíris, voy a perderme, a comer frutas venenosas, a tropezarme y a llorar bajo un sauce. Es inevitable. Uno avanza usando de bastón su hipótesis pero en cualquier momento la condenada se nos convierte en víbora y se larga, no sin antes soltarnos una mordida que nos deja ahí tirados, a la mitad de la historia, chillando de dolor sin que haya nadie para escuchar. Pues resulta que el amor no era eterno. Resulta que todos se van a morir. Resulta que no hay redención posible. Resulta que ese personaje del que estás tan enamorada, el héroe intachable, se ha convertido en un hijo de puta y no puedes hacer nada para evitarlo. Resulta que el destino de la sociedad que creaste era autodestruirse. Resulta que el chico guapo del que tu protagonista tenía que enamorarse para luchar contra El Mal, decidió no hacerle caso. ¿Y ahora? ¿Qué vas a hacer? Hay que seguir patinando. Los personajes mandan como el pueblo debería mandar: convertirme en dictadora implicaría callarles la boca, talar todo el bosque, con sus misterios y criaturas mitológicas, y hablar desde las certidumbres que solo dios puede tener, así que desde mi añejo ateísmo mejor soy yo la que se calla y escucha los ruidos del bosque aunque esto signifique la muerte de todas mis hipótesis.

Escribir duele porque las convicciones se destruyen, los héroes se deforman, los amores se acaban, los mapas se autodestruyen entre las manos y nos queman las yemas de los dedos hasta que no queda ni rastro de nuestras huellas, de lo que éramos antes. El arte imita a la realidad y viceversa y entonces los dolorosos aprendizajes de los textos se develan tan verdaderos que empujan a decisiones rotundas en la vida “real”. Porque escribir tiene mucho de “experimentar en cabeza ajena”; la cosa es que mientras le apuntamos a Tyler Durden a la cabeza, nos damos cuenta que Tyler éramos nosotros y que al jalar del gatillo hemos asesinado a la parte de nuestro cerebro que estaba convencida de un algo que ahora ya no existe. Estamos de vuelta en el primer recuadro del juego. Otra vez: ¿qué es el amor? ¿Qué es la muerte? ¿Qué es El Mal? Y: ¿de qué vale la pena escribir?

Lorena Amkie
Nació en la Ciudad de México en 1981. Su idilio con las palabras empezó muy temprano y la llevó a pasearse por la poesía, el ensayo y el cuento, para encontrar su hogar en la novela. Graduada de Comunicación por la Universidad Iberoamericana, ha publicado la trilogía gótica para jóvenes Gothic Doll (Grupo Planeta) y la novela El Club de los Perdedores. Imparte talleres de escritura creativa y colabora con distintos medios impresos y digitales. Su cercanía y profundo respeto hacia su público, así como su estilo franco y nada condescendiente, le han valido la atención de miles de jóvenes en México y Latinoamérica, situándola como una de las autoras de literatura juvenil más interesantes en el mundo de habla hispana actualmente.
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