Mario Campa
10/10/2024 - 12:05 am
Sí a una semana laboral de 40 horas
“Los mexicanos somos chambeadores, pero una delgada línea nos separa de ser explotadores”.
Keynes célebremente predijo en 1930 que trabajaríamos 15 horas a la semana en 2030. Si bien equivocó la magnitud, acertó la tendencia. Los países que integran la OCDE hoy laboran en promedio 36 horas semanales, un descenso de más de 20 horas desde los niveles registrados en el Reino Unido antes de la Gran Depresión que encumbró al economista inglés como teórico. La buena es que cada vez se trabaja menos y se produce más, la mala es que los países menos desarrollados padecen los horarios laborales más severos. Como ejemplo que toca las más sensibles fibras nacionales, México, Costa Rica y Colombia son las naciones del club de los ricos y anexos que más tiempo dedican al trabajo en una semana cualquiera, superando la media de 40 horas. Un mexicano promedio labora más de mil horas anuales por encima de su contraparte alemán o danés. Antes que orgullo, debiera inspirar rubor.
Los mexicanos somos chambeadores, pero una delgada línea nos separa de ser explotadores. Trabajar más tiempo no equivale a éxito si viene aparejado de ineficiencias y abusos. Si un empleado desea sumar horas para incrementar su bienestar material, bienvenido sea. El problema reside en que las encuestas del INEGI y de opinión pública en varios países registran porcentajes muy minoritarios de personas deseosas de acumular carga laboral adicional, por más ingreso extra que conlleve. Luego, semanas extenuantes atentan contra el bienestar autoreportado y la voluntad individual, máxime sin una sobre-remuneración que acompañe las horas extemporáneas.
¿Por qué México trabaja más horas que los países desarrollados? En primer lugar, la brecha salarial real obliga al trabajador a aceptar largos turnos para el sostén familiar. Otro motivo es la debilidad sindical en México, misma causa que explica que Alemania, Francia o Dinamarca trabajen cientos de horas menos al año que Estados Unidos e Inglaterra. Un tercer factor es la regulación laboral, que invita al empleador a no pagar horas extra cuando hay máximos semanales holgados. Si hubiera que nombrar un común dominador detrás de estas tres razones de peso, la falta de presión del movimiento obrero y de gobiernos de izquierda es hipótesis razonable.
Pero el cambio se asoma. En el discurso inaugural del Zócalo, Claudia Sheinbaum anunció que las 40 horas serán una realidad paulatina. Hace suponer que en breve se presentará una iniciativa que ofrezca certeza y goce de capacidad persuasiva. De lograr aprobación, Morena podría hacer más historia nacional, aunque la discusión en los países europeos ahora mismo gira sobre la conveniencia de reducir la semana laboral de 40 a 32 horas y pasar de 5 a 4 días efectivos. México no sería vanguardia ni navegaría aguas inexploradas; solo atendería un rezago popular.
Imaginemos efectos concretos o, a la Chicharito, cosas chingonas. Para los trabajadores que exceden 40 horas, significaría eliminar jornadas en fines de semana; entresemana, eliminar la comida fuera del hogar a cambio de retornos tempranos, o tomar horas extra opcionales con un sobrepago correspondiente. Para quienes trabajan menos de 40 horas pero desean cubrir más, la semana acortada abriría espacios por mayor demanda de turnos, siendo las mujeres las más beneficiadas al engrosar las filas del subempleo.
Además del bienestar subjetivo, las ganancias de productividad robustecen el caso. ¿Cómo sería una jornada laboral acortada en 8 horas? En promedio, al disponer de mayor tiempo ocio —tecnicismo sin carga—, la teoría, la comparación entre pares y diversos programas piloto sugieren que los trabajadores reducirían las ausencias médicas, las salidas al banco, las faltas injustificadas, el desánimo y el cansancio por agotamiento. En general, largas juntas y pausas de café serían acortadas, como sugiere el experimento islandés del 2015 al 2019. El trabajador haría más con menos, en especial en la manufactura.
A nivel macro, reducir la semana laboral de 48 a 40 horas tendría múltiples efectos que deben ser analizados desde un enfoque económico de equilibrio general. Los cabilderos y las cámaras empresariales suelen instrumentalizar el equilibrio parcial, argumentando que aumentos salariales desatarían inflación, pérdidas de utilidad y caída de inversión. Sin embargo, existen contraargumentos convincentes del otro lado de la ecuación: con más y mejores turnos y ganancias de productividad, la demanda agregada se expandiría; en particular, la liberación de millones de horas-país podría estimular el consumo de servicios turísticos, comerciales, de transporte, recreación, deporte y cultura, creando una oferta correspondiente para contener modestas presiones inflacionarias de corto plazo.
Trabajadores liberados de una extenuante línea de producción o del escritorio generarían cuantiosas derramas sociales. Además del cuidado de la salud mental y el combate a la obesidad por sedentarismo, otra ganancia esperada es que aumente la disponibilidad de tiempo de los jefes y las jefas de familia para cuidar de adultos mayores, menores de edad y personas con discapacidad: vital en un país carente de un sistema de cuidados. De nuevo, por razones de peso histórico, las más beneficiadas serían las mujeres.
En honor a la verdad, acortar la semana laboral conlleva riesgos mitigables. Acaso el mayor descanse en las finanzas públicas: al reducir la jornada laboral de maestros, policías, doctores, enfermeras y funcionarios en general, la nómina crecería, parcialmente compensado por ganancias de productividad y mayor recaudación de impuestos indirectos, como el IVA. Como un segundo efecto algo menor, es alta la probabilidad de que la flexibilidad en horas de entrada y salida disminuya. En cuanto a las empresas, si bien mayores costos laborales pueden comprimir márgenes operativos de corto plazo, en el largo menos rotación de personal y más ventas por expansión de la masa salarial amortiguarían la transición. Henry Ford fue pionero del fin de semana con dos días de descanso, y funcionó bien.
Acortar la semana laboral sería una honda transformación. Lo dijo Keynes al listar las bondades del largo transitar hacia una semana de 15 horas: “Cuando la acumulación de riqueza ya no sea de gran importancia social, habrá grandes cambios en el código moral… Podremos permitirnos el lujo de atrevernos a evaluar el motivo del dinero en su verdadero valor. El amor al dinero como posesión —a diferencia del amor al dinero como medio para los goces y las realidades de la vida— será reconocido como lo que es: una morbilidad un tanto repugnante, una de esas propensiones semicriminales y semipatológicas que uno entrega con un escalofrío a los especialistas en enfermedades mentales” (1930). Palabras más menos, Keynes profetizaba una genuina revolución de las conciencias.
México no debe rezagarse. Claudia Sheinbaum podría no solo afianzar el legado laboral y salarial de Andrés Manual López Obrador, sino además atarlo a un segundo piso donde las mujeres ocupan un sitio transversal de justicia compensatoria. Por el bien de todos, primero las pobres manda decir sí a una semana laboral de 40 horas.
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