El “ahuautle” está registrado en libros de historia y de cocina, pero nada garantiza que la tradición culinaria pueda sobrevivir ante la serie de retos que enfrenta en la actualidad.
Por Fabiola Sánchez
CHIMALHUACÁN, México (AP).— En un lago poco profundo en las afueras de la Ciudad de México un puñado de campesinos aún cultiva los huevos de una escurridiza chinche de agua, que cabe en la yema de un dedo, para mantener viva una tradición culinaria que data al menos del Imperio Azteca.
El caviar se asocia típicamente con los esturiones del Mar Caspio, pero la versión mexicana proviene de los diminutos huevos del insecto acuático de la familia corixidae, también conocido como “mosco para pájaros” porque se da de alimento a las aves.
A algunas especies de la chinche acuática se las llama popularmente “barqueros” debido a que son alargadas y aplanadas y sus cuatro patas posteriores son grandes y tienen forma de remos.
El insecto, que sube por unos segundos a la superficie para atrapar oxígeno en pequeñas burbujas y luego se sumerge, no parecería comida para la mayoría, pero alguna vez fue fundamental para los habitantes del Valle de México.
Para Juan Hernández, un agricultor del poblado central de San Cristóbal Nezquipáyac, en el estado de México, cultivar y recolectar los diminutos huevos del insecto conocido como “ahuautle”, que significa amaranto de agua en lengua náhuatl, es una forma de vida.
“Para mí significa más que nada tradición”, afirmó Hernández, de 59 años.
El agricultor es una de las seis personas que se sabe que todavía cultivan el “ahuautle”, al menos en la región central de Texcoco.
La supervivencia del cultivo, al que también se lo llama “caviar mexicano” por su intenso y a la vez delicado sabor, se ha visto amenazado por la desecación del Lago de Texcoco, la migración de los pobladores de las áreas próximas al agua y el poco interés de las nuevas generaciones en el alimento, afirmó el doctor Jorge Ocampo, coordinador de historia agraria del Centro de Investigaciones Económicas, Sociales y Tecnológicas de la Agroindustria y la Agricultura Mundial, que opera en el Estado de México.
Ocampo calificó la supervivencia del plato como un ejemplo de “resistencia comunitaria”, similar a la forma en la que los habitantes de los alrededores del lago de Texcoco -salino y poco profundo que alguna vez cubrió la mayor parte de la mitad oriental del Valle de la Ciudad de México- han logrado preservar otras tradiciones, festividades religiosas y ceremonias.
Para Hernández, el cultivo del “ahuautle” es un trabajo duro y sucio que pocos están dispuestos a hacer.
Ataviado con un sombrero, una camisa de mangas largas, pantalones cortos y botas de goma, el agricultor se adentra caminando en las verdosas aguas del Nabor Carrillo -un lago artificial poco profundo que se creó en las áreas secas del Texcoco- para iniciar la recolección de las ramas de pino que una semana antes enterró en el lecho lacustre para atraer a las chinches y lograr que depositaran sus huevecillos.
Bajo un intenso sol y el chillido de cientos de gallaretas, chichicuilotes, garzas, patos canadienses y otras aves migratorias que usan el Nabor Carrillo como su refugio temporal, el agricultor comienza a sacar de las aguas las ramas de pino y las va colocando sobre una improvisada balsa de poliestireno expandido.
“Buscamos por lo regular las orillas donde el mosco brinca más”, dijo Hernández al hablar de las tácticas que usa para atrapar al insecto que aprendió en su juventud cuando decidió, luego de quedarse sin empleo, unirse a más de medio centenar de habitantes del pueblo que solían cultivar el “ahuautle” en el periodo de reproducción, que ocurre durante la temporada de lluvias que va de junio a septiembre.
Luego de casi dos horas de recolección Hernández retornó con una montaña de ramas cargadas de miles de huevos de la chinche que fue colocando poco a poco en las orillas del lago para secarlas al sol, proceso que puede extenderse por varias horas o días, dependiendo del clima.
“La limpia lleva un proceso muy laborioso”, dijo el agricultor mientras frotaba con sus manos una rama de pino para retirarle los huevecillos y depositarlos sobre una manta rosada.
El proceso de limpieza lo culmina en su casa donde pasa los huevecillos por un tamiz para retirar los restos de ramas de pino y tierra antes de empacarlos en bolsas para la venta.
Gustavo Guerrero, propietario de un restaurante del municipio de Iztapalapa, en el este de la capital mexicana, trata de preservar el alimento ancestral y lo ha incluido en el menú de su local donde lo sirve en una versión de tortitas fritas que hace con el “ahuautle” mezclado con huevos y migas de pan, junto a una salsa verde a base de tomatillo, nopales y flores de calabaza.
“Al comer este plato uno se remonta al pasado”, dijo Guerrero, de 61 años, tras reconocer que las tortitas de “ahuautle” le recuerdan su infancia y las ocasiones en las que su mamá las preparaba siguiendo una receta que había aprendido de su abuela.
El empresario admitió que la supervivencia del “caviar mexicano” está en riesgo debido al desconocimiento del platillo por parte de las generaciones más jóvenes y la disminución de las personas que lo cultivan en los escasos lagos del Valle de México.
El “ahuautle” también corre el riesgo de convertirse en un plato gourmet: un kilogramo de huevos puede venderse por alrededor de 50 dólares.
Por varios siglos los insectos han formado parte de la dieta de los mexicanos. El maestro en ciencias y entomólogo de la Universidad Nacional Autónoma de México, Edday Farfán, afirmó que en el país se han identificado “más de 430 especies de insectos comestibles”.
Farfán, quien desde 2016 se ha dedicado al estudio de la chinche de agua e incluso se la lleva tatuada en uno de sus brazos, explicó que los indígenas de los sistemas lacustres incluyeron en su alimentación los insectos porque era una manera fácil de obtener proteínas debido a la ausencia de mamíferos grandes.
Al hablar del desinterés de las nuevas generaciones por el “ahuautle” y otros insectos, el entomólogo indicó que “se sigue asociando a la ruralidad, tal vez a cierta pobreza, como si fuera una proteína poco deseable para ciertos sectores de la población”.
“Hay mucha gente de los chamacos, de la juventud, que ya no se lo comen, ya no les gusta”, dijo Hernández al reconocer que teme que el final de la tradición esté cerca. “Ahorita sólo estamos con la sobrevivencia del ‘ahuautle’. Esperemos que no se pierda”, concluyó.
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