Jorge Zepeda Patterson
10/07/2022 - 12:05 am
Peña Nieto, “rómpase en caso de emergencia”
Esperar cuatro años para anunciar una investigación sobre presuntos hechos de los cuales los mexicanos fuimos espectadores durante todo un sexenio, no parece lógico.
La difusión este jueves de la existencia de una “carpeta de investigación” sobre el expresidente Enrique Peña Nieto por parte de la Unidad de Inteligencia Financiera, UIF, sacudió la conversación pública, y con toda razón. Las implicaciones, en última instancia, podrían derivar en delitos vinculados a lavado de dinero, fraude fiscal y asociación delictuosa. O no. Las autoridades simplemente están pidiendo explicaciones sobre movimientos sospechosos; también cabe la posibilidad de que la UIF y la Fiscalía se den por “satisfechas” con las respuestas de los involucrados.
En esencia debería tratarse de un tema estrictamente fiscal y jurídico, apenas en estado embrionario, y los tiempos y las formas tendrían que haber sido gestionados por la Fiscalía, responsable de definir si, en efecto, hay delito a perseguir. Aún cuando Andrés Manuel López Obrador se lavó las manos, afirmando que él no intervenía y era un asunto de las autoridades competentes, no podemos ser ingenuos. Presentarlo en el espacio del presidente, en la propia mañanera y por un funcionario de su administración, fue una decisión deliberada para convertir el asunto en un golpe mediático.
¿Por qué? Como tantas otras cosas que mueve López Obrador, el affair Peña Nieto admite varias lecturas, no necesariamente excluyentes.
Empecemos por la más generosa. Al margen de las consecuencias procesuales, vaya o no a tener un final feliz para efectos del saneamiento de la vida pública (o todo lo contrario), de entrada no podemos ignorar que se trata de un hecho que sienta un precedente histórico. En México existía la ley no escrita de respetar la figura de los ex presidentes. Ernesto Zedillo fue quien más se acercó a romperla al meter a la cárcel a Raúl Salinas, hermano del exmandatario. Pero nunca había pasado de allí. Era un “fuero” que de alguna manera también protegía al presidente en funciones, consciente de que era el más interesado en acatarlo para no quedar expuesto él mismo. Insisto, al margen de lo que pase, habría que asumir la caída de ese muro.
¿Por qué lo hizo AMLO? ¿Por qué ahora? Esperar cuatro años para anunciar una investigación sobre presuntos hechos de los cuales los mexicanos fuimos espectadores durante todo un sexenio, no parece lógico. Mucho menos si consideramos que hace un año tuvimos una consulta popular con un saldo abrumadoramente favorable para hacerlo.
Mucha gente habla de un especie de pacto entre AMLO y EPN, según el cual el priista favoreció la elección del tabasqueño, o por lo menos no se opuso a ella, a cambio de su futura inmunidad. Si eso existe, en realidad solo ellos dos lo sabrían a ciencia cierta. Me inclino a pensar que ni siquiera era necesario un pacto. Peña Nieto tenía las encuestas suficientes para conocer la inminencia del triunfo del opositor y la inutilidad de cualquier ilegalidad o rudeza innecesaria para impedirlo. Y, por su parte, López Obrador en varias ocasiones expresó sentirse agradecido por la “actitud respetuosa” de su antecesor, claramente contrastante con el intervencionismo de Vicente Fox y Felipe Calderón durante sus dos campañas anteriores. Pero más que un pacto, AMLO operaba con la actitud de que esa consideración a Peña Nieto duraría en tanto no sucedieran dos cosas: una, evidencia puntual penal que “exigiese” su intervención y lo liberara de esa especie de código de cortesía al que se sentía obligado. Si hubiese habido un pacto nunca se habría detenido a Emilio Lozoya, el ex director de Pemex, ni negociado con él un esquema de testigo protegido a cambio de datos para incriminar a sus superiores. Y dos, un desgaste de imagen y/o la necesidad de ganar una batalla política clave. Peña Nieto representaba el recurso “úsese en caso de emergencia”, que bien podría no haberse utilizado en todo el sexenio. Me parece que esta es la verdadera razón. Lo de Lozoya nunca caminó e incluso los 26 millones de pesos, de los que ahora se habla en el caso de Peña Nieto, palidecen frente a las cifras por las que están presos varios exgobernadores. No es el peso exhibido de los crímenes del ex presidente lo que obliga a intervenir sino la necesidad política.
Toda acción política de esta magnitud tiene impactos en varios escenarios, pero aquí habría que resaltar dos: la arena de la opinión pública, es decir, el coro, y las consecuencias entre los verdaderos protagonistas. Por lo que toca a lo primero, con el golpe mediático a Peña Nieto el presidente López Obrador ya ganó. Ayuda a restablecer la imagen del líder con una medida muy popular, en momentos en que la inflación, la crisis económica y los escándalos de inseguridad barruntan amenazas a los altísimos niveles de aprobación del presidente. Siempre hay un riesgo de que el resultado sea anticlimático y las eventuales acusaciones no prosperen, pero parte de la espuma creada habrá de persistir.
La segunda consecuencia es aún más importante y es quizá lo que conduce a adelantar un recurso político que habría sido más útil en las proximidades de la elección del 2024. Morena considera indispensable ganar los próximos comicios del Estado de México. No solo es la entidad más poblada del país, se trata también de la última confrontación antes de la madre de todas las batallas. No ganar en el Edomex sembraría enormes dudas sobre la inexorabilidad del triunfo del obradorismo en las presidenciales unos meses más tarde. Y el principal riesgo es la fuerza que mantiene el grupo político priista local cuyo poder en la sombra sigue siendo Enrique Peña Nieto. Hay evidencias de reuniones que se habrían sostenido en Madrid, lugar de residencia del expresidente, para preparar la estrategia electoral por parte de los priistas. Eso habría eliminado cualquier código de cortesía y exigido una respuesta política desde Palacio Nacional. Un mensaje a Peña Nieto de que su intervencionismo, es decir la violación de su neutralidad, tendría consecuencias.
Lo que sigue puede caminar en tres intensidades. Una, bastaría la mera advertencia, lo cual podría derivar en un procesamiento generoso de las pruebas que habrá de desahogar EPN. Dos, una opción intermedia, que consistiría en mantener la investigación en permanente proceso, y con impactos mediáticos cada que la agenda política lo exija. Tres, acelerar la averiguación y llevarla a sus últimas consecuencias para dar un golpe de gracia al priismo y cosechar la legitimidad política que otorga la aprehensión, histórica, de un ex presidente. Lamentablemente, me temo que sucederá la segunda, ¿usted?
Twitter @jorgezepedap
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