Es verdad que una imagen contiene más de mil palabras, pero es verdad en el sentido contrario del usual; la imagen no es la elocuente, la elocuente es la palabra: las imágenes sólo dicen lo que se dice de ellas, pues las palabras gobiernan a la imagen y, por supuesto, cada quien podrá decir lo que guste de estas fotos y ningún dicho será superior a otro.
Por Óscar de la Borbolla
Ciudad de México, 10 de julio (SinEmbargo).- En el libro de Lorena, hay ciudades habitadas por palomas, pues, aunque aparece un ser humano, son tantas las palomas que el hombre que está ahí se sabe intruso, se le ve cabizbajo, camina discretamente con su maletín de viaje; es un turista, alguien que no encaja. Las que encajan son las palomas, todo está hecho para ellas, hasta los personajes del fondo que viven ahí, pero al servicio de las palomas. Y de foto en foto di con una que es la ciudad de los globos; en ella las mujeres de senos redondos andan con el pecho descubierto pues se ve que lo más natural son los globos.
Sólo dos ciudades del libro de Lorena me aterraron: la ciudad de los niños y la de los clérigos. En la primera, huelga decir que sólo hay niños, con lo que esto implica si uno ha leído la novela El señor de las moscas de William Golding; niños de miradas retadoras y uniformados con camisolas blancas que están a punto de dejarse ir por unos instintos no atemperados aún ni por la educación ni por la edad, esos dos factores que si bien no necesariamente civilizan sí, al menos, domestican lo suficiente como para que la convivencia sea posible. Y la de los clérigos que desfilan, también de blanco, con las manos enlazadas y haciendo penitencia mientras detrás, sumisa, una muchedumbre los sigue. Esta ciudad de la devoción me alarmó, pues escuché no sólo el arrastrar de los pies y la música de parroquia, sino el silbar de los cilicios lacerando la carne y el crepitar de los leños de la Inquisición.
De todas, la que me pareció habitable es la ciudad de un solo hombre, la ciudad del viejo con impermeable que sonríe al final. Está solo y desdentado en una urbe entera para él. Es un indigente y está incuestionablemente alegre y su alegría guarda una estrecha relación con su soledad: lo mismo lo han dejado que se ha deshecho de los otros: sonríe inocente hacia la cámara, pues no entiende, no sabe, que su imagen lo sobrevivirá; que su rostro, su efímero impermeable, su barba canosa, las medias lunas de sus oblicuos ojos lo han vuelto una ventana a su ciudad. La ciudad de un solo hombre.
Vuelvo para mirar las fotos de Lorena Campbell, leo mis palabras que les perfilan un sentido y descubro que así como en el mundo de las cosas reales las palabras dan su fijeza a las cosas, así también ocurre en el mundo de la fotografía: las palabras no sólo orientan la mirada, sino que son como los arcaicos vapores de mercurio que utilizó Louis Jacques Mandé Daguerre, un revelador fotográfico, quizás el revelador más poderoso, pues literalmente retiran el velo y dejan ver. Es verdad que una imagen contiene más de mil palabras, pero es verdad en el sentido contrario del usual; la imagen no es la elocuente, la elocuente es la palabra: las imágenes sólo dicen lo que se dice de ellas, pues las palabras gobiernan a la imagen y, por supuesto, cada quien podrá decir lo que guste de estas fotos y ningún dicho será superior a otro, ya que las imágenes resistirán cualquier sentido que desee dárseles. Así, sólo me resta decir lo obvio: éstas han sido mis palabras, un discurso más en el río de discursos que es y será mi vida.