Pese a que la COVID-19 seguía llegando a casi todos los rincones del mundo en marzo de 2020, muchos pensaron que los primeros confinamientos serían suficientes para ponerle freno al nuevo virus, por lo que sería cuestión de semanas regresar a la normalidad; sin embargo, después de un año de haberse declarado la pandemia, todo sigue igual y con una pequeña luz de esperanza con el arribo de las dosis de las vacunas a algunos países.
Por Michelle R. Smith y Andrew Meldrum
WASHINGTON (AP).– Nadie ha salido indemne.
Ni la mujer de Michigan que se despertó una mañana con su esposa fallecida al lado. Ni la trabajadora doméstica en Mozambique cuyo sustento quedó amenazado por el virus. Ni la estudiante de secundaria exiliada de su clase en un abrir y cerrar de ojos.
Ocurrió hace un año. “Yo esperaba volver después de esa semana”, dijo Darelyn Maldonado, de 12 años. “No pensé que tomaría años”.
El 11 de marzo de 2020, cuando la Organización Mundial de la Salud declaró una pandemia, pocos podían prever el largo camino por delante ni las muchas formas en las que sufrirían: la muerte y agonía de millones de personas, economías en ruinas, vidas paralizadas y una soledad y un aislamiento casi universales.
Un año después, algunos sueñan con el regreso a la normalidad gracias a unas vacunas que parecieron materializarse como por arte de magia. Otros viven en lugares donde la magia parece estar reservada para mundos más ricos.
Al mismo tiempo, la gente está echando la vista atrás a dónde estaban cuando entendieron por primera vez el cambio drástico que daría su vida.
El 11 de marzo de 2020, los casos confirmados de COVID-19 sumaban 125 mil y las muertes reportadas superaban por poco las cinco mil. Hoy, 117 millones de personas se han infectado en todo el mundo y, según la Universidad Johns Hopkins, más de 2.6 millones han fallecido.
En ese día, Italia cerró tiendas y restaurantes luego de aislarse tras alcanzar los 10 mil contagios. La NBA suspendió su temporada y Tom Hanks, que grababa una película en Australia, anunció que se había infectado.
Esa noche, el entonces Presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se dirigió a la nación para anunciar restricciones de viaje a Europa que provocaron una disputa transatlántica. Los aeropuertos se llenaron de multitudes sin mascarilla en los días posteriores. Pronto quedarían vacíos.
Y eso, para gran parte del mundo, fue sólo el principio.
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Hoy, gracias a que ya está vacunada, Maggie Sedidi es optimista y cree que la vida normal podría reanudarse en uno o dos años.
Pero es un optimismo muy peleado. Sedidi, una enfermera de 59 años que trabaja en el hospital Chris Hani Baragwanath de Soweto, recuerda que estaba aterrorizada cuando contrajo la COVID-19. Su jefa enfermó al mismo tiempo y murió.
Sudáfrica tiene más de 1.5 millones de casos confirmados, incluyendo más de 50 mil decesos, en un país de 60 millones de habitantes.
“Tenía dificultad para respirar y presión en el pecho. Me duró seis meses”, relató. “No pensé que fuese a pasar nunca”.
Pero se curó y ha vuelto a trabajar. Otros no han sido tan afortunados. En Estados Unidos, el país más golpeado por el virus en el mundo, 29 millones de personas han pasado la enfermedad y 527 mil han muerto.
Latoria Glenn-Carr y su esposa durante seis años, Tyeisha, fueron diagnosticadas en las urgencias de un hospital cerca de su casa en las afueras de Detroit A pesar de las quejas de Glenn-Carr, las enviaron a casa.
Tyeisha, de 43 años, murió en la cama al lado de su esposa tres días después.
“Me desperté un domingo, y no tenía pulso”, dijo Glenn-Carr.
Un mes más tarde, la COVID-19 se llevó también a su madre.
A veces, Glenn-Carr piensa que debió haber presionado al hospital para ingresar a Tyeisha, o llevarla a otro lugar. Está enojada con los políticos estadounidenses, especialmente con Trump, de quien cree que estaba más preocupado por la economía que por la vida de las personas.
“Si hubiese sido más empático con los problemas y se preocupara por la gente, en general, se lo habría tomado más en serio”, señaló. “Y por eso, 500 mil personas están muertas”.
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Con la pandemia llegaron tiempos difíciles en muchos lugares. En Nepal, la cascada de aventureros extranjeros que llegaban para escalar el Everest se detuvo, un desastre para guías como Pasang Rinzee Sherpa.
Sherpa, que ha subido al Everest en dos ocasiones y desde hace 18 años ayuda a los alpinistas a escalar las cumbres más altas del Himalaya, solía ganar unos ocho mil dólares al año. En los últimos 12 meses no ha tenido ingresos.
Tuvo que rogarle a su casero en Katmandú que le perdonase el alquiler. Dejó de enviar dinero a sus padres. Subsiste con dos sencillas comidas al día.
Ha sido difícil. “Somos gente de montaña que estamos acostumbrados a caminar libremente por la naturaleza”, dijo Sherpa. “Pero durante meses, en la cuarentena, estuvimos obligados a estar confinados en un cuarto en la ciudad de Katmandú. Fue una tortura mental para nosotros”.
En Mozambique, uno de los países más pobres del mundo, el Gobierno prometió ayudas por el equivalente a 20 dólares durante tres meses para aquellos que perdieran el trabajo.
“Eso nunca ocurrió”, dijo Alice Nharre, una trabajadora doméstica de 45 años. “Mi madre se inscribió, pero el dinero nunca llegó”.
El país ha recibido cerca de 700 mil dosis de una vacuna para sus 30 millones de habitantes, y no está claro cuándo estarán disponible para la población en general.
“Tal vez sea para los médicos y para la gente importante. Para nosotros, la gente de a pie, no lo sabemos”, apuntó encogiéndose de hombros.
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Cuando Trump empezó a referirse al coronavirus como el “virus chino”, Joyce Kuo se tensó.
“Fue como ‘¡Allá vamos, prepárate!'”, dijo esta fabricante de muebles de 36 años de Greensboro, Carolina del Norte. Kuo nació en Estados Unidos, pero se le recordaba constantemente que otros sentían que no pertenece allí.
Durante una visita al dentista con sus hijos, recordó Kuo, una mujer blanca en la sala de espera acercó a su hija y dijo en voz alta: “Tienes que apartarte de ellos. Probablemente tengan ese virus”.
Mientras, Kuo y su esposo trabajaron para mantener abierto su negocio de muebles de exterior, y empezaron a utilizar materiales de tapicería para hacer mascarillas de tela. Además, comenzó a dar clase a sus hijos en casa, terminando su trabajo después de que se fuesen a dormir.
“Pienso que para cualquier padre con hijos, trabajar desde casa es casi una broma”, afirmó. “Haces lo que puedes”.
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Darelyn Maldonado no ha pisado su escuela en Pawtucket, Rhode Island, en un año. Le encantaba ir a clase, pero ahora, en su segundo año de secundaria, tiene dificultades con las lecciones online. A eso hay que sumarle la frustración por tener que renunciar al sóftbol y a muchas otras cosas que le dan alegría.
“Ya no tengo muchos amigos”, aseguró Darelyn.
Hay una luz al final de su túnel. Los padres lucharon para la reapertura del centro, al que debe regresar el 16 de marzo.
A un año vista, el 11 de marzo de 2022, Darelyn se ve haciendo todas las cosas que echó de menos en este año pandémico interminable.
“Jugando al aire libre con amigos, jugando al softball con el perro”, contó. “Estar con la gente a que más quiero”.