Julieta Cardona
10/02/2018 - 8:34 am
Verdad de los dioses inventados
Venía de recuperar el aliento después de sentarme en el mirador del monasterio de Kopan –algo tremendo, por cierto– cuando me detuve por tres huevos, un tantito de sal, un bote de ghee, dos tomates, una cebolla pequeña, agua, pan, un diente de ajo, medio kilo de té negro y un trozo de jengibre. Habrá sido cosa de 600 rupias. Entonces una de las mujeres en la tienda –la dueña, quizá–, me ofreció algo de beber.
Una siente que se descose. Que ha vivido todos estos años para sentir un momento. Para ser atravesada por algo fugaz.
Estoy en Kathmandú. Además de las montañas que encierran el valle, hay montañas de polvo, motocicletas, caminos sin pavimento, callejuelas cerradas, tubos rotos de drenaje, monjes budistas, hindús con gemas entre las cejas, banderillas de colores, artesanos, talleres de carpintería, bicicletas con inmensas canastas de fruta, sastrerías, extranjeros tontos como yo, ladrillos y varillas de acero, vendedores de cualquier cosa –inciensos, pashminas, acelgas, elotes tatemados, pimientos verdes–. Hay montañas de misceláneas, algunas vastas, otras no tanto. Y yo paré en una de las no tanto.
Venía de recuperar el aliento después de sentarme en el mirador del monasterio de Kopan –algo tremendo, por cierto– cuando me detuve por tres huevos, un tantito de sal, un bote de ghee, dos tomates, una cebolla pequeña, agua, pan, un diente de ajo, medio kilo de té negro y un trozo de jengibre. Habrá sido cosa de 600 rupias. Entonces una de las mujeres en la tienda –la dueña, quizá–, me ofreció algo de beber.
Así que me pasé a la cocina adjunta y me senté a beber té negro con un chorro de limón. Entre el inglés, el español y el nepalí, nos entendimos más por la risa que por no entendernos un carajo. Pronto, otra de las mujeres se me acercó lentamente, miró mi collar viejo de siempre, lo tocó, cerró los ojos y, mientras jugaba entre sus dedos las maderas de mi amuleto, vio mi universo. Lo juro. Cuando abrió los ojos, me sonrió y en su idioma me dijo sabrá Krishna qué cosa. Luego se fue.
Vine a revolverme con esta gente que mira fijo, sin parpadear, sin bajar ni doblar la mirada, pero que cuando les sonríes, te sonríen de vuelta y les reconoces el espíritu, te reconocen. Vine a husmear salones de clase. Vine a ver a los niños que son dragones que saltan de su pupitre al piso y del piso al pupite y del pupitre al cielo. Una siente que se descose cuando mira cómo vuelan. Verdad de Shiva, de Brahmá, de Visnú. De la tierra, las campanas sagradas, las cordilleras. Verdad del rezo profundo de los iris melifluos de la mujer de piel púrpura que me leyó las estrellas. Verdad del polvo, de las piedras, de los mercaderes de estambre. De las cabras amarradas y los perros libres. Verdad de las almas que han pasado sabrá por cuántas vidas sin darse cuenta. Una mira cómo los chiquillos se elevan al cielo y se le descuelga la ternura. Verdad de los ríos muertos. De luna menguante. Verdad de los dioses inventados.
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