Antonio María Calera-Grobet
10/02/2018 - 12:00 am
Tres comentarios culinarios sobre la llegada del amor y la primavera
• Comer es una gracia (tan sutil como una seda, un colibrí, o tan estruendosa como el magma, un geiser que eleva sus aguas), que sucede por el número dos. Pero dos en estado de dos, es decir, abiertos. Los espíritus cerrados al uno, jamás serán abiertos. Ni con ciento cincuenta años de decirles, al oído: “Ábrete sésamo”. Para ellos la comida es un tiempo para la ingesta, lavar los platos y regresar lo más rápidamente posible, al tiempo de la flecha.
A) PARA UN AÑO NUEVO, COCINA NUEVA
Nota introductoria: Alguna vez en el Biko, le pregunté al colega y amigo, Mikel Alonso, cuál era la falta que menos toleraba de un restaurante. Me contestó seguro: “Que un error interno se propague de tal forma que afecte al comensal”. Toda la razón. Nada por arriba del cliente en una empresa que tenga que ver con su placer. Por eso es que este barman-garrotero, harto de que en estos lares los servicios culinarios se hallen por los suelos, levanta en esta entrega una especie de pliego petitorio-reglamento que ponga fin a los reclamos entre el cliente y su restaurantero, una cartilla moral mínima para el buen comer entre damas y caballeros, uno de los pocos placeres que nos quedan para ser felices. Vaya pues, para darle una hervida a las mañas del mundo gastronómico, estas simples recomendaciones a todos sus componentes por igual. Quienes vean en esto un mero proceso cotidiano (como y pago o sirvo y cobro), absténganse desde ahora.
1. Nada de gato por liebre (al comensal). Nunca coma, bajo ninguna circunstancia, en lugares que no le gusten del todo. Reconózcalo: luego uno va, por conveniencia de tiempo y dinero, para no mover la agenda o quedar mal, a lugares que no nos gustan. Con platillos que uno sabe mal armados, alterados o adulterados en cualquiera de sus ingredientes habituales o descritos en la carta. O que se enplaten y entreguen distinto a como se presumen, incluyendo su temperatura. Es decir: que no valgan lo que cuestan Se acabó. Yo digo: Dignifiquémonos como comedores sensibles con derechos y eso sí, de nuestra parte también, no vayamos a un restaurante en estado alterado, a joderle la fiesta a los demás. Ni a mentir, derrapar, denostar, así nomás, la poesía verdadera (que sí existe). La etiqueta, recordemos, no se porta, es invisible.
2. Animales a sus corrales (a dueños y meseros). ¿Pero cómo piensa usted, Don Restaurantete, que los comelones preferirán su lugar sobre otros, para comer y libar con la familia o amigos, si les abre las puertas a un cuchitril mal avenido, grisáceo, medio iluminado y de personalidad titubeante, atendido además, arteramente, por un grupo de gorilas babeantes? Abra los ojos y dese cuenta que los tiempos han cambiado: ni las moscas agarrarán el engaño. Yo digo: Fájese hacia el bien. Anime el lugar como el Dionisos manda, remueva al personal caradura-cabeza plana y póngalos en su lugar que es la basura. Y olvídese de las tranzas si lo que quiere es oficiar en un templo de los placeres, donde los parroquianos abrirán su corazón entre sí, y se religará al amor de distintas maneras. Si no, cierre y reciba los aplausos.
3. Ni tanto que queme el asado, ni tanto que lo deje sangrante (a ambos). O la regla del término medio. Haga lo que debe hacer, como comensal o propietario, sabiendo en dónde está parado. A ver. El que come deberá preguntarse por qué eligió libremente ese lugar, qué espera de él y qué puede o no exigirle al mismo por su naturaleza. Y el que sirve deberá preguntarse a qué público le interesó jalar a su lugar, que espera de éste y qué puede o no exigirle dado su carácter. ¿Qué cómo se halla el término medio entre el negocio culinario y el placer de la delectación profunda? Yo digo: El éxito vendrá cuando ambas alteridades pongan de su parte. Convertirse en un buen comensal o un buen restaurantero es, además del resultado de un arduo proceso educativo, un derecho y una responsabilidad compartida: un trance de asadores y tenedores entre dos, entre nos.
Y que conste que no estamos hablando aquí de comer caro o barato, sentado o parado, en el sitio o para llevar, con las manos o con cubiertos, alta o baja cocina, por clientes fresas o rockers, bien vestidos o en bermudas, adinerados o de cartera recortada. Estamos hablando de algo que se da en cualquier relación en donde unos comen y otros dan de comer. Yo digo: No nos vengamos con pavadas, dejemos literalmente de clavarnos el diente entre todos: el cliente digno tendrá siempre la razón (si esta le asiste ostensiblemente), y si no, el restaurantero tendrá la última palabra para invitar a la puerta a los enemigos del placer, minimizar la cosa (por aquello de la etiqueta), para el bienestar de los otros fraternos del salón. Al fin y al cabo, quedamos claro que un espacio llama a los iguales (sean príncipes o gorilas), en una especie de selección natural, y que nadie regresará a comer a donde no le guste. Y bueno, como dijera el genio del vivir intenso, el maestro de maestros Luis Buñuel, el gran vividor de la dolce vita, le bon vivant, hacedor de martinis: “Cada quien con su mal gusto”. ¡Salud y pesetas!
B) COMER ES COSA DE DOS
• Comer es cosa de dos.
• Uno podría comer sólo. Uno hasta debería comer solo, algunas veces, para distanciarnos del mundo y pensar en cosas tristes como la guerra, la matanza de los animales, la muerte de Natura. Uno podría incluso no comer. Para acercarse a ese estado de confusión que es estar tocado. Pero comer es y será, un ritual de dos. Porque comer sólo hace que la comida se detenga en el tracto.
• Co-mer: porque comer es asunto de dos.
• Comer religa. Comer es coser.
• Comer no es correr. Correr es huir. Y estamos hartos de estar huyendo todo el tiempo. Por eso se habla de nada al hablar de comida rápida. No hay tal. Pura vasca.
• Comer es de dos. O de tres. O de cuatro. O de los que sean. Eso: de los que sean. No de los que no son. Que van por el mundo como por la nada.
• Yo como, tú comes, ellos comen, nosotros comemos. Los comesolos no comen: sus tripas se los comen por dentro.
• Hacer de comer, que no cocinar sino hacer de comer en el entendido de que hacer de comer es lo que hicieron con nosotros nuestras madres y con ellas nuestras abuelas, como un procedimiento que viene de la muñeca y esta viene del corazón, es algo que pueden hacer pocos hombres y pocas mujeres. Los otros hierven, despeñan alimentos sobre los platos.
• Y escribo come es cosa de dos y me avergüenzo. Porque comer no es una cosa. Vamos, ni fue una cosa. En todo caso fue una planta, una fruta, un ser vivo que fue sacrificado para convertirse, de manera sagrada, en nuestro alimento. Comer no es una cosa de dos. Es un poema, una religiosidad, una magia que, al menos dos, desde el número dos y hasta los que queramos, traman para salvar al mundo. Todo lo demás es competencia y dinero.
• Comer: ese paréntesis que hemos creado para guarecernos de la lluvia ácida de las casas de bolsa, de la compra-venta, de las tasas de interés, de lo hacendario que corta las cabezas, de la mercadotecnia, la publicidad. Comer entonces como una regresión, una suspensión, una levitación para vivir nuevamente. Comer es borrar las cosas
• Entonces hacer de comer es hacer mundo. Dar de comer es evitar que el mundo se detenga. Dar de comer a los seres que amamos implicaría, acercándonos bien, hacer que el mundo gire hacia nuestro lado: lo propiamente humano.
• Malcomer, es decir, comer sólo cuando se puede, comer de la mano de los otros solamente, comer sobras de otros platos, de los restos nauseabundos de los botes de basura, es impropiamente, humano. O parcialmente humano. O casi inhumano ero humano al fin, ya que se trata de una denigración orquestada y perpetrada por los de la especie.
• Comer es una gracia (tan sutil como una seda, un colibrí, o tan estruendosa como el magma, un geiser que eleva sus aguas), que sucede por el número dos. Pero dos en estado de dos, es decir, abiertos. Los espíritus cerrados al uno, jamás serán abiertos. Ni con ciento cincuenta años de decirles, al oído: “Ábrete sésamo”. Para ellos la comida es un tiempo para la ingesta, lavar los platos y regresar lo más rápidamente posible, al tiempo de la flecha.
• Por otro lado, para los seres abiertos al dos, a la comida como una cosa que sucede en el presente para hacernos arder, la comida representa la oportunidad de, vayamos al grano: hacer amor: hacernos el amor. Comer es arder o no será.
• Una papa al centro de una mesa, durante la guerra, es comer. No por la papa y no por la mesa. Por lo que se tensa sobre ella.
• A muchos imbéciles sobre la tierra los salva el hecho de que comen. Si no con su familia, al menos con alguien, comen. De no comer no se convertirían en bestias, porque las bestias comen. Se convertirían en meras piedras.
• Comer para ver al otro, indefenso, alimentándose. Porque cuando alguien se permite comer, se ablanda para comer, puede ser, perfectamente, comido. El que come con uno, nos entrega, así, su vida. Es como es frente a nosotros. Y mejor: nos conversa.
• Si amas a alguien hazle de comer. Pasta guanga, pescado crudo, guiso salado, sopa como engrudo. Cualquier cuerpo comestible calcinado, casi el agua caliente con algo de polvos del imaginario, bastará para que, poco a poco, primero como una chispa pequeña, luego como un humito ascendente y al terminar como un alto fuego que prende el relato de los amantes, de los comientes, se comience la comida entre pares.
• Comer ese relato es, como sabemos, “comerse” al otro. Es la pura y bella antropofagia: el más amor, el límite del amor, el extremo de nuestra capacidad de comprensión.
• Es más: si uno no se come al otro, no hay sexo: hay puro capeado de cuerpos.
• Calentar y comer: sexo. Sexo: comer cogiendo.
• No sabes nada de tu amante si no sabes a lo que sabe.
• No se dice besar, ni lamer: se dice comer el coño.
• Amor es… comer.
• ¿Comer qué? Pues el relato. El globo de palabras, el cuenco de gestos, el acordeón de historias que se pliega y se expande, se hincha y se colapsa, de todo lo que es el otro, de lo que somos todos. ¡Y luego, claro, un buen chuletón de buey, un pedazo de queso Morbier!
• Y en este tenor de cosas, hacer de comer al amado y comer con él, comer lo hecho con él, lo dicho por él, los amantes a sí mismos, metafóricamente, en ese estado de gracia de saberse el centro del mundo, en expansión por sus humores, sería el colmo. Entendámoslo así: hace de comer al otro en este tenor de cosas, equivaldría a un suicidio compartido. Lo amantes en este caso podrían morir en cualquier momento. La dicha los violaría frenéticamente hasta quedar lánguidos, en la cama, en la mesa, desayunando sobre la hierba.
• Paréntesis uno. Más por los urbanistas masturbándose en los paraísos naturales (que por suerte aún existen), y no por la comida chatarra que pulula por el mundo, en fin, más por esos empresarios que alguna vez se hicieron llamar pomposamente “los industriales” que nosotros los mortales, por esos que representan un verdadero anti-programa de lo considerado humano, haya quien malcoma en este mundo.
• Debemos pensar que nadie se ha muerto por un sándwich mal hecho, pero en verdad varios por una charla inane. El hambre se tiene en ocasiones por la sangre. Queremos al otro por su sangre. Todo lo que lo hace ser como es. Y hay, debemos decirlo con todas sus letras, que no la lleva: que ni fiambre llega.
• Paréntesis dos. Comer es un acto de inteligencia y sensibilidad, vaya que sí. Por eso comer no es que se excluyan las enciclopedias. Aunque mejor sería hablar de arte y poesía. De la tragedia y su contraparte la comedia. O del mantel. De cualquier cosa como las moscas. No hallarán mucha entrada, eso sí, los manuales, los compendios de instrucciones, los libros de modales. Modales: modas abominables. Los modales han sido y serán los que cada jauría crea naturales. Se trata de eso, de convenciones, cosas menores. Si fuera por las correcciones políticas nos taparíamos el orto con un corcho.
• ¿Y si comer fuera la revolución? ¿Comer y beber a nuestras anchas como el inicio de una manera de entender la calle, la colonia, el municipio, el estado, el país? ¿A nosotros mismos? Comer y beber como manifestación de que no sólo los autos, las inmobiliarias con sus revolcadoras, no sólo las delegaciones y sus tranzas merecen el espacio de parques y plazas? Hay que hacernos, pues, de comer, de comer-nos. Y brindar por el futuro pasado por el ritual de habernos cocido en un mismo caldo.
• Si no has invitado a un amigo a tu casa a comer, a eso en donde vives no se le llama casa y ese que llamas amigo es cualquier tipo.
• ¡Desconfiad del que no se siente a tu mesa a comer!
• En una tarde que recuerdo espectacular, en torno al fuego, acompañando discretamente a Juan Gelman y Eduardo Milán, cuando el maestro argentino las puso al fuego de su mano, dije: “El mundo nace cuando dos mollejas”. Y eso que dije es verdad.
• Quiero comer de tu mano: quiero que me ames dando de comer y quiero amarte comiendo lo que has creado. Más que tus poemas, más que tus cuadros: quiero eso, alguna vez, querido amigo.
• Comer es todo eso que no es comer: tardarse en prender el fuego, quemar las tortillas, pegar el arroz, el sonido al destapar las cervezas y el pegar las botellas. El tintineo de los cubiertos. Eso es comer. Picar la cebolla, partir un aguacate, pasar la sal. Escuchar todas las opiniones de cómo sabe mejor esa ensalada, las recetas que ni se piden pero se dan, los sabores que se acaban de encontrar. Sentir al perro por debajo de la mesa, la música de fondo, las historias de tal o cual familia que hace tiempo no veíamos: el tiempo que se desvanece ahí. Eso conforma el todo del cocinar. Hasta lavar los platos es comer. Porque ahí, mientras todos ayudan a levantar, se dicen los verdaderos platillos que comeremos. Las palabras, los cuentos, las historias. Eso y no sólo la comida, es lo que estructura el ritual.
• Invitar a comer a alguien nunca ha sido un acto neutral: los negociantes que compran y venden su alma o la de los suyos, siempre lo han sabido y en su fulgor ocultan sus verdaderas intenciones. Los espíritus sensibles prefieren el proceso inverso: el reconocer que en ellas todo puede salir a flote: las comidas son, sepámoslo, el lugar de la verdad, la transparencia a tope.
• Comer es cosa de dos, de tres, de cuatro, como se ha dicho. De todos los que quieran pertenecer a ella. Y por ello es también el lugar del perdón. Comer con otro es perdonarlo. Aceptarlo tal cual es. Pese a que haya sido alguien que prefirió un tiempo comer agazapado, fuera del espacio social, mentirse en saber quién es.
• Una Coca-Cola pudiera ser comer, pero requerirá siempre de algunos aditamentos. Una banqueta, de pueblo, por ejemplo, la barra de una tienda de abarrotes, acompañado de los refunfuñados del dueño. Los refrescos son pivotes para comer, anzuelos, y todo lo que nos haga soltar la sopa nunca será poca cosa.
• Hay que darnos cuenta, no hay tiempo que perder. Piénsalo bien. Lo que deberíamos decir la siguiente vez, es: “Donostia. Hagamos magia. Nos comeremos con un Rias Baixas recién sacado de la heladera, brindaremos por la antropofagia, y nos infestaremos de pulpos a la gallega. Yo te amo. Vamos, piénsalo bien”.
C) PRONTO LLEGARÁ LA PRIMAVERA
Para muchos, la llegada de la primavera viene a la cabeza melosamente, como brotes de plantas creciendo en cámara rápida, flores que abren espectacularmente dejando atrás su fase de capullo, animales desperezándose en pastizales abiertos, en technicolor. Se trata de un todo boyante pues, esa famosa Gran Viña del señor, donde nada malo queda y todo bueno pasa, gracias a su ojo vigilante.
Para otros, sensibilidades más salvajes, la cosa es distinta. Sus ojos, más tirados al placer dionisiaco, reflejan en esta época una mirada cristalina, clavada y casi babeante, que acecha a la realidad sin traba alguna. Para ellos (para muchos los mejores hay que decirlo, los abiertos al placer a ultranza), acontece sobre la tierra una humedad calórica (divina o diabólica qué más da), que lubrica tanto a Natura como a la Cultura con sus mieles en cascada. Hablo por supuesto de un ungüento salido de las pulsiones más oscuras que no por ello enfermas, que nos hiere profundamente en el modo de ser, y cambia de una manera evidente nuestro semblante más bonito.
Ahí se empieza entonces a salivar desde el alma: se suspende el miedo a la muerte (por lo que los más primitivos gustan de recetarse a golpes entre sí, en una actitud agridulce graciosamente darwineana para llevar alguna “hembra” a su caverna imaginaria), se “Rembrandtiza” la percepción (de ahí que sobrevenga un ansia carnificina, se abran los poros, se destile ondita, se busque conquistar nuevos territorios en el mundo del querer), y en resumidas cuentas, como calentamiento atmosférico de las emociones, la lujuria de vivir en el placer se eleva a una altura insospechada. Pero, ¿de qué estamos hablando específicamente? De lo que sabemos todos y a veces no aceptamos. Que algo hay en el aire primaveral que nos sienta bien y nos manda a las terrazas ataviados de gazas finas, nos obliga a las parrilladas como si fueran ofrendas primitivas, nos atolondra los sentidos del gusto, el deber y el tiempo, como si fuéramos simples marionetas al servicio de un epicureísmo desaforado y sus rabietas. ¿O no?
Gozar: glasear, rebosar, freír, salsear a nuestra presa con lujo de detalle, como quiera que esto se entienda: eso que era antes pecado (y ahora como en carnaval se nos permite para sacar la presión, ya sin máscara), jala nuestra atención. Es la calor, la canícula: el sol en la punta de nuestra tatema, desecando el seso y metiendo en su lugar una zona de paz. Sed de lagos, lagunas y mares. Vienen las bodas a 40 grados, los vinos espumosos, las comilonas grupales, la selva celular que pone nuestros ojos en blanco. Amigos ha llegado la primavera: ábranse a la vida, háganse a la tierra o a la mar. Ostiones, pulpos, camarones, pescados, u ofrendas de carne para compartir con la familia entera: tripas, huesos, canales de vaca o de cerdo dispuestos al fuego pero no para mistificarlos: para mitificarlos, ritualizarlos, encarnarlos, goteando aún de sangre y grasa. Es hora de evitar cualquier procastinación, hora de cumplir con el taller de fuego, hora enserio de armarla, con total determinación. ¡No hay tiempo que perder ni nada que perder! Hace falta gente que se atreva a los manjares sin pena, se entregue la vida nueva, plena. Acometamos antojos, reventemos la hiel, no nos quedemos varados como en hotel, sacándonos los ojos. Vamos por eso que tanto queríamos y nunca nos atrevimos a comer, a comer con todos los sentidos, organolépticamente, hasta perder la ubicación del ombligo olímpicamente, es decir, como dioses, rebosantes, orgullosos de su creación. Para eso es la primavera, para nuestra salvación.
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