Atraparlo, ha sido en parte la historia de muchos de los esfuerzos
que definen la naturaleza del siglo XXI.
Queremos detener el paso de los días y las noches.
Capturar ese proceso biológico,
incluso evitarlo en sus desenlaces, conociendo su lógica interna
al pretender incidir en sus transformaciones.
¿Cómo detener el tiempo?
¿Cómo impregnarlo del instinto humano de sobrevivencia?
Tal vez estas sean las preguntas que están detrás
y en las raíces mismas de nuestra era.
De ahí también su cultura alienada: cada vez más al entretenimiento,
a la distracción, y en sus excesos a la infamia de sus crueldades.
La velocidad es su expresión más evidente de este quehacer
aunque paradójicamente acelere nuestra fugacidad,
cuando lo que busca es controlar el tiempo mismo
al comprimir el espacio, acortando distancias y demás.
La contundencia de nuestra finitud
(preñada de angustia)
se esparce en la mayor parte de nuestras tareas.
La desaparición no sólo de las biografías personales,
sino de la misma sociedad y su historia,
se pretende moldear, posponer y si fuera posible desaparecer:
desaparecer la desaparición,
un instinto de la propia especie por adherirse a lo que nombra eternidad:
un no tiempo, un lugar cuya cualidad es la trascendencia,
no quedar sometidos al código propio de la existencia
que tiene un principio y un fin. Más allá de estos,
se encuentra una promesa que se nos presenta como conocimiento
y que busca separarse del estatus de cualquier credo.
La fe irrumpe como una expresión
que busca no estar atenida a las condiciones
y consideraciones del deterioro propio de la vida
en su presencia manifiesta.
Hay un anhelo entrañable,
una aspiración que se alimenta de su propia inspiración,
una búsqueda permanente por entender
el proceso más profundo de la existencia,
no sólo de su biología que se ha ido transformando
en la química del ser, en la física
de los campos y territorios de la energía,
que colindan continuamente con el mismo asombro
de cada nuevo descubrimiento.
La narración íntima de la experiencia humana,
se convierte en una gran interrogación,
¿dónde estamos? ¿y quiénes somos?
las antiquísimas preguntas de una separación
que dieron origen a la conciencia del sí mismo,
a los pronombres de la propia lengua:
a la palabra como semilla primaria de la existencia de la colectividad,
a la escritura como taladro de la memoria en la pizarra del tiempo.
Abrumados por la dinámica del devenir,
por la sobrevivencia y sus reglas mínimas, solemos relegar y descuidar
el ritmo de nuestra respiración
que nos permita entender este pasaje que nombramos vida;
con sus interrogantes que advierten del reencuentro
con el misterio que identifica al ser humano
y su estremecedora libertad que lo nombra.
Una libertad ligada y atenida a su conciencia,
esa disciplina de reconocerse en la Inmensidad;
el propio ejercicio de saberse parte de algo que escapa a ser nombrado:
el sí mismo que compartimos, y no acabamos de entender:
una experiencia única que solemos olvidar y banalizar.
Cómo retornar a la contemplación,
como pedagogía mínima para el reencuentro,
en este periodo de inserción en la digitalización del alma,
donde la multiplicación de secuencias estalla frente a nosotros
dislocando, desintegrando y aparentando alcanzar un dominio,
un poder que suele redactar la tragedia humana
de su naufragio interior.
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