Alejandro Calvillo
09/11/2024 - 12:05 am
El crimen legalmente organizado
“Las tabacaleras globales no se han quedado de brazos cruzados; han desarrollado nuevos productos, como cigarrillos electrónicos y bolsas de nicotina”.
Cuando la sociedad está sometida a un régimen económico cuyo objetivo fundamental son las ganancias particulares, sin importar las consecuencias a la salud o el medio ambiente, lograr la adicción a los productos se convierte en uno de los mayores éxitos. En este régimen económico, invertir en un producto o servicio que genere adicción garantiza un aumento en las ganancias, ya que provocar la adicción a un producto o servicio crea individuos con un alto consumo, consumidores de por vida, y un incremento permanente de usuarios enganchados a través de publicidad multimillonaria. Así, a esta sociedad se le ha llamado “la civilización de la dopamina”, en referencia a la llamada “hormona del placer”, fuertemente estimulada por las adicciones.
Al analizar cuáles son las corporaciones más exitosas y con mayores ganancias en la producción de bienes de consumo no duradero, destacan aquellas que producen mercancías adictivas. Pensemos en las empresas de tabaco, un producto altamente adictivo y dañino para la salud. Este producto se consumía en las poblaciones indígenas del Caribe y el continente americano con fines rituales y medicinales. La nicotina en el tabaco, con su potente capacidad adictiva, estimula el sistema nervioso central. Pero, ¿qué ocurre con el consumo del tabaco cuando pasa de un uso tradicional y ritual en comunidades indígenas a un producto introducido masivamente en el mercado global por cuatro megacorporaciones multinacionales cuyo único objetivo es vender más y ganar más? Estas multinacionales han llevado el tabaco a cada rincón del planeta, apoyadas en una multimillonaria publicidad que, aunque ahora está regulada, ha penetrado todos los hogares. El consumo llegó a establecerse como una norma social, como se observa en películas, series y el entorno familiar, en su asociación aspiracional con la masculinidad primero, con la liberación femenina después y con su profundo impacto en los jóvenes. El efecto sobre la población mundial ha sido explosivo: en 2020, más de una de cada cinco personas en el mundo era adicta al tabaco. En ese año murieron 8 millones de personas a causa del tabaco en el mundo, cuatro veces más que las muertes ocurridas en las dos décadas de la guerra de Vietnam.
Con las regulaciones a la publicidad del tabaco, altos impuestos y áreas libres de humo, se logró contener su consumo en muchos países, y en algunos, incluso reducirlo. Sin embargo, las tabacaleras globales no se han quedado de brazos cruzados; han desarrollado nuevos productos, como cigarrillos electrónicos y bolsas de nicotina, dirigidos a enganchar a los jóvenes. Estas empresas han invertido grandes sumas en financiar organizaciones, académicos, legisladores y cabilderos para presentar estos productos como una alternativa al tabaco, como una supuesta ayuda para que los fumadores dejen de fumar, cuando en realidad es una estrategia dirigida a los jóvenes para engancharlos a la nicotina y al consumo de por vida.
La historia del alcohol tiene muchas similitudes con la del tabaco. Un puñado de corporaciones multinacionales controlan gran parte del mercado global, logrando captar consumidores desde temprana edad, tema de otro artículo. Sin embargo, el tabaco y el alcohol no son productos de primera necesidad. El mayor éxito dentro del capitalismo salvaje es convertir un producto de primera necesidad en uno adictivo o hacer que un producto adictivo logre sustituir uno de primera necesidad. Este sería el epítome de dicho sistema: lograr la adicción a un producto de primera necesidad que sea propiedad de una corporación. Esto lo han conseguido las empresas de ultraprocesados, comida chatarra y bebidas azucaradas: reemplazar los alimentos reales por productos comestibles, no se les puede llamar alimentos, que son hiperpalatables y adictivos.
Es interesante notar que las estrategias de las tabacaleras fueron llevadas a la industria de la comida chatarra y bebidas azucaradas. Tabacaleras como Philip Morris y R.J. Reynolds adquirieron empresas como Kraft, General Foods y Nabisco y aplicaron en ellas sus estrategias para hacer sus productos “hiperpalatables”, con altas cantidades de grasas, sodio y azúcar. Un análisis de documentos internos de la industria de alimentos, compilado en una biblioteca de la Universidad de California en Berkeley (que también alberga la mayor documentación de la industria del tabaco), comparó 105 productos comestibles de marcas propiedad de tabacaleras con 587 productos similares de otras compañías. Se encontró que los comestibles de las tabacaleras eran un 80% más propensos a ser hiperpalatables, diseñados intencionadamente para ese fin.
Aunque las tabacaleras han dejado el negocio de los comestibles, las diferencias entre estos productos, que en el pasado eran propiedad de tabacaleras, y los de otras compañías, han desaparecido. Y no porque hayan mejorado en calidad; al contrario, todas las corporaciones han diseñado sus productos para ser hiperpalatables. Este logro corporativo de inducir adicción en productos que sustituyen los alimentos reales se ha convertido en el mayor problema de salud pública global, ya que, de acuerdo con el Global Burden of Diseases, la principal causa de muerte es el deterioro de la dieta, provocado, en gran medida, por la sustitución de alimentos reales por productos ultraprocesados.
La Dra. Ashley Gearhardt, una de las mayores especialistas en los efectos adictivos de los alimentos, explica: “Los alimentos hiperpalatables han sido diseñados para superar las propiedades de recompensa de los alimentos tradicionales. Aumentar los niveles de azúcar, grasas, sal y aditivos parece provocar respuestas cerebrales similares a las drogas”.
Diseñar productos para que sean adictivos, sabiendo que su alto consumo contribuye a las principales causas de enfermedad y muerte, solo puede entenderse como una forma de crimen legalmente organizado. Más aún cuando estas corporaciones invierten millones en estrategias para bloquear políticas de salud pública orientadas a evitar los daños que generan sus productos. Se trata de prácticas bien organizadas, planificadas y financiadas que mantienen y agudizan los daños en salud que provocan.
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