Violeta Vázquez-Rojas Maldonado
09/10/2023 - 12:04 am
Refugio de mariposas
Pedir disculpas no es lo único que está en manos de un Estado que durante siglos perpetró abusos, también fue imperativo restituirles territorio (más de 32 mil hectáreas en esta ocasión) y el derecho al agua, con la creación de un distrito de riego y un sistema hidráulico. Además de eso, durante los dos años siguientes se contruyeron una Universidad, una unidad médica rural en cada uno de los ocho pueblos y un hospital. Esto es lo que conocemos como el Plan de Justicia para el Pueblo Yaqui, iniciado con aquél diálogo en 2019, y que fue el primero de los 17 que actualmente conforman la principal política del Gobierno de México para reparar la deuda histórica que este país tiene con los pueblos que habitaron su territorio desde antes de la llegada de los españoles.
El 26 de octubre de 2019, el Presidente Andrés Manuel López Obrador, junto con varios miembros de su Gabinete, se reunió en la comunidad de Pótam, Sonora, con los gobernadores de los ocho pueblos yaquis. Ahí, el Presidente y sus secretarios escucharon las demandas de esta tribu en voz de sus autoridades, que se podían resumir, sin necesidad de largos discursos, en una frase: “tierra y agua”.
La relación del pueblo yaqui con el Estado Mexicano desde su fundación ha sido una historia de violencia, abuso y despojo. Asentado en el suroeste del estado de Sonora, su territorio, flanqueado por la sierra en un lado y el mar en el otro, comprende una parte de desierto y una parte de valle fértil en las márgenes del río Yaqui. Como es de suponerse, este territorio fue objeto de la codicia de los españoles y de prácticamente todos los gobiernos del México independiente. Aunque Felipe III en 1615 les reconoció oficialmente la posesión de cinco millones de hectáreas, según cuenta una de las autoridades del pueblo de Tórim, ese reconocimiento fue el resultado de múltiples enfrentamientos entre los yaquis y la Corona española. A pesar de contar con títulos oficiales, durante siglos su territorio les fue peleado y arrebatado, en el bien conocido afán del estado de no sólo quedarse con las mejores tierras de los pueblos originarios, sino de integrarlos a la cultura hegemónica nacional. A cada uno de estos intentos, los yaquis contestaron con rebeldía.
Para Porfirio Díaz, la solución a la implacable resistencia yaqui fue el exterminio, la tortura y el exilio. Deportó a unos 8 mil yaquis, entre ellos miles de mujeres y niños, para trabajar como esclavos en las haciendas henequeras de Yucatán o ser explotados en otros estados del sur. Algunos lograron escapar a Arizona, donde pudieron mantener su lengua y sus tradiciones. Otros regresaron a pie desde más de tres mil kilómetros de destierro. A este periodo cruento iniciado desde fines del siglo XIX e intensificado durante el porfiriato se le conoce como La guerra del Yaqui.
Durante la revolución mexicana, con la promesa de que les fueran devueltas sus tierras, muchos yaquis se unieron a las filas del ejército del noroeste. Pero Álvaro Obregón incumplió sus promesas y los yaquis una vez más se levantaron. En 1937, finalmente Lázaro Cárdenas les reconoce la posesión de 485 235 hectáreas y el derecho a la mitad del agua del río Yaqui. Sin embargo, estos acuerdos no se consolidaron cabalmente. Tuvieron que pasar más de 80 años para que de nuevo un Presidente se presentara en su territorio con la voluntad de resarcir agravios. El 28 de septiembre de 2021, el Presidente López Obrador pidió disculpas al pueblo yaqui por los crímenes cometidos en su contra por parte del Estado Mexicano.
Pedir disculpas no es lo único que está en manos de un Estado que durante siglos perpetró abusos, también fue imperativo restituirles territorio (más de 32 mil hectáreas en esta ocasión) y el derecho al agua, con la creación de un distrito de riego y un sistema hidráulico. Además de eso, durante los dos años siguientes se contruyeron una Universidad, una unidad médica rural en cada uno de los ocho pueblos y un hospital. Esto es lo que conocemos como el Plan de Justicia para el Pueblo Yaqui, iniciado con aquél diálogo en 2019, y que fue el primero de los 17 que actualmente conforman la principal política del Gobierno de México para reparar la deuda histórica que este país tiene con los pueblos que habitaron su territorio desde antes de la llegada de los españoles.
En el marco de este Plan de Justicia hay una parte de la que se habla poco: la documentación y preservación de los saberes tradicionales. Las obras de infraestructura y los decretos para la propiedad comunal de la tierra son indiscutiblemente necesarios, pero no suficientes, para preservar el componente inmaterial de una cultura tan largamente amenazada y tan valerosamente resistente.
Y aquí es donde la Comisión Federal para Prevenir Riesgos Sanitarios (Cofepris) ha llevado a cabo desde hace dos años una labor discreta pero urgente: en reuniones periódicas con treinta y cinco médicos tradicionales de la tribu yaqui, confeccionaron un catálogo de las plantas que este pueblo ancestralmente ha investigado y usado con fines terapéuticos. Se elaboró así el documento “Herbolaria de la Tribu Yaqui”, coordinado por la Farmacopea de los Estados Unidos Mexicanos.
La Farmacopea es un instrumento del Estado mexicano -sólo 18 estados en el mundo cuentan con uno- que consiste en un documento técnico para determinar la identidad de las sustancias y distinguirlas unas de otras. Generalmente se trata de sustancias empleadas en la medicina alopática, pero en esta administración se elaboró por primera vez una farmacopea de la herbolaria mexicana, que permite identificar químicamente a las plantas usadas con fines medicinales. “Nunca había existido un documento de identidad que le dé el nombre químico a las plantas mexicanas”, dice Alejandro Svarch, titular de Cofepris. Y la “Herbolaria de la Tribu Yaqui” es el siguiente ejercicio. Se trata de acercarse a los pueblos originarios para averiguar cómo usan esas plantas.
“No es un documento de autorización regulatoria” -aclara Svarch”, “es un documento de reconocimiento regulatorio. Es un documento oficial. Implica que la autoridad regulatoria mexicana empiece por reconocer que los medicamentos generados por síntesis química no son los únicos que tenemos”.
Ese reconocimiento oficial tiene un objetivo estratégico: impedir que se privatice el conocimiento médico colectivo de la comunidad. “Cuando tú patentas algo, eso genera una explotación en su uso exclusiva para un particular y eso inexorablemente limita el acceso”, explica Svarch. El propósito de las patentes es que las industrias recuperen la inversión que hicieron en la investigación que lleva a generar un nuevo producto, pero eso no es el caso cuando patentan sustancias que los saberes tradicionales han investigado y probado por siglos. De ahí la importancia de que ese saber figure en un documento oficial.
El documento de 336 páginas incluye la descripción, en yaqui y en español, de 25 plantas, sus usos medicinales, sus usos en otras culturas e incluso sus apariciones y menciones en cuentos e historias.
Continúa Svarch: “Cofepris se sentía muy cómodo hablando con la big pharma, hablando con Roche, con Bayer; en la historia de Cofepris, se sentía muy cómodo además haciéndolo en un restaurante caro, etcétera. Y que ahora Cofepris vaya a Tórim, se siente con los médicos tradicionales, y les pregunte, “oye a ver, ¿tú para qué utilizas esta planta?” -que son plantas que ninguna es tóxica, ninguna pone en riesgo la salud de la población- es un cambio de paradigma de lo que debe ser la regulación sanitaria y que nos permite avanzar como país en la inclusión, en la atención primaria de la salud”.
El documento además es un excelente ejemplo de que el conocimiento técnico no se excluye ni con el saber tradicional ni con la comunicación accesible. Como parte de las decisiones colectivas de quienes lo elaboraron, cada planta se presenta a sí misma en primera persona: “Soy un arbusto silvestre originario de América. Mis ramas y tallos son delgados, mis hojas son verdes en forma de riñón”, dice el sangregado o sappo. La planta describe a continuación para qué la usan y cómo la usan los yaquis, y también otros pueblos, como los mayos. A su narración la acompañan fotografías pero también unos cuidadosos dibujos hechos a mano por los propios médicos tradicionales. Después de describir los usos que le dan en la medicina para el tratamiento de distintas enfermedades, el sangregado añade información importante:
“También soy refugio de la mariposa cuatro espejos [Rothschildia cincta], cuyos capullos son usados para elaborar los tenabaris, utilizados en la indumentaria tradicional de los pascolas de la danza del venado”.
El pueblo yaqui es uno de los 68 pueblos indígenas que habitan en este país. Su historia de resistencia es encomiable, como lo es también el conocimiento que han resguardado durante siglos, transmitiéndolo oralmente de unas generaciones a otras. La labor de recoger una parte de este conocimiento en un texto oficial, tiene a la vez el efecto de documentar esos saberes ancestrales y de protegerlos contra la depredación de la industria farmacéutica.
Es apenas una muestra más de que, desde las instituciones gubernamentales, las comunidades indígenas pueden conocer algo más que la violencia y el despojo: el reconocimiento, el respeto y la voluntad de escuchar.
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