“Niñas que dibujan estrellitas en sus cuadernos, muchachitas que postean sus selfies en Facebook, con sus uniformes de secundaria. Chavitas que sufren con los exámenes extraordinarios y pasan horas al teléfono con las amigas, entre risitas y cotilleos; que aprenden de sus madres los quehaceres domésticos porque en su mundo a las mujeres eso es lo que les toca”, así empieza Blanche Petrich su prólogo. Lydiette Carrión ha hecho otra investigación tremenda y necesaria en La fosa de agua.
SinEmbargo publica un capítulo y el prólogo de este libro –en acuerdo con la editorial– a propósito de su lanzamiento, que coincide con los últimos acontecimientos en Ecatepec, en donde una pareja recientemente detenida confesó haber asesinado a al menos diez mujeres.
Ciudad de México, 9 de octubre (SinEmbargo).- Este libro documenta las desapariciones de al menos diez adolescentes – todas estudiantes, con el futuro por delante- en la zona de Ecatepec y Los Reyes Tecámac, en el Estado de México. Lydiette Carrión narra con vértigo la odisea de los padres para encontrar a sus hijas; la precariedad de las investigaciones, realizadas por un sistema policiaco laberíntico, corrupto, criminal y altamente ineficaz, y la estigmatización que sufren las víctimas aún en la muerte.
Al final, las autoridades vincularon varias de las desapariciones a Erick Sanjuán Palafox, alias “el Mili”, y sus cómplices, capturados en 2014 y acusados de feminicidio y narcomenudeo tras un proceso lleno de irregularidades.
Aunque este caso confirmó, por la juventud de los victimarios y la brutalidad con que violentaron a la única joven de la que se ha podido esclarecer con certeza su destino, que estamos ante una crisis humanitaria de grandes proporciones, muchas dudas aún prevalecen: ¿cuántas de las desapariciones, de los feminicidios, pueden atribuirse a la banda del Mili? ¿Será que este caso sacó a la luz la evidencia de un tipo de crimen organizado más sádico y voraz? ¿Quién está detrás de las desapariciones que todavía ocurren en la zona?
NOTA DE LA AUTORA: Cuando el poeta Juan Gelman se refirió a la desaparición de su hijo y nuera a manos de la dictadura argentina y a la posterior búsqueda de su nieta (dada en adopción ilegal por los ejecutores de sus padres), decía con insistencia que para los atenienses el antónimo del olvido no era la memoria, sino la verdad. Se refería a una verdad simple, no retórica. En este caso la verdad sería quiénes son las desaparecidas, quiénes se las llevaron, qué les hicieron y dónde están.
DESAPARECIDAS
Cuando Bianca desapareció, el 8 de mayo de 2012, sus padres hicieron lo que suelen hacer todos los padres de jovencitas que se encuentran en la misma situación: buscar desesperadamente algún indicio en sus cuentas de correo y redes sociales, en particular en Facebook. Quizá llamó su atención una publicación de su hija poco más dos meses atrás, el 29 de febrero.
Bianca Edith Barrón Cedillo colgó en su muro la fotografía de una prueba de embarazo positiva y preguntó:
Que me dirias si te dijiera que estoy embarazadaa..??? Reecuueerdeen ees chooroo :)).
Un chico rapado por los costados de la cabeza, con la melena alborotada llena de gel y enormes gafas oscuras, respondió: MUXAZ FELICIDADEZ!!!!
Un joven de sonrisa dolorosa y collares de santería al cuello sostuvo: PUZ SI FUERA MIO LOS MANTENDRIA
en definithiva kon muxa trankilidad the diria esthas pen….. o k jujuy xoro amiwis solo the diria k kuentas kon yo para lo k kieras vale…
Otro chico agregó una recomendación: Asi q nnas quidnc…s mas facil q una mujer c quid q un hombre…
Y así, amigas y amigos de Facebook hicieron de la idea de un embarazo a los 14 años una fiesta de risas, sugerencias y coqueteos, hasta que la siguiente tardeada un chico captó la atención de Bianca —una adolescente de 14 años de Los Héroes Tecámac, Estado de México, que cursaba tercero de secundaria—. Los siguientes días continuó subiendo música, recados, pero, en particular, fotos, muchas selfies: en el espejo del baño, torciendo la boca como duckface, arrugando los labios. Aunque con ello, sin saberlo, Bianca arruinaba su rasgo más bonito, más característico: precisamente su boca, en especial su labio superior, delgado y sinuoso. Sólo algunas imágenes, tomadas en momentos familiares, la capturan en actitud relajada y muestran la cara de Bianca tal como era, con ese fino labio que la distinguía, el rostro lleno, redondo, la mirada altiva y penetrante, vivaz. Pero, por lo general, en casi todas las imágenes que más apreciaba Bianca, las selfies, las fotos grupales con amigas y amigos, a quienes llamaba hermanos —se llamaban hermanos entre todos—, ella uniformaba sus gestos con los de los demás, en posturas y actitudes que los adultos calificamos de absurdas. Esa insistencia que durante la juventud muchos tuvimos de mimetizar nuestras expresiones y nuestra belleza.
Los meses de marzo y abril de ese 2012 Bianca los pasó rompiendo y reconciliándose con su novio Eduardo, un chico de 17 años con quien llevaba un año de relación intermitente y que en los últimos tiempos oscilaba entre el drama y la euforia. Por aquellas fechas, Bianca escribió en su muro de Facebook:
Sii ME AMAS..??Porquee pttm mee laastiimas ttantoo..????
Desde febrero, Bianca le había asegurado a su mamá, Irish Elizabeth Cedillo, que habían terminado. Sí, Eduardo la había buscado de nuevo, pero ella ya no quería regresar con él. A sus mejores amigas, en cambio, les dijo que el chico la había engañado. Sin embargo, en una de las declaraciones ministeriales posteriores, Eduardo explicaría que en realidad rompieron el 6 de mayo por última vez. Incluso entonces él quiso restablecer la relación, pero ella le dijo que la ruptura era definitiva. Los motivos de Bianca no fueron los celos ni la infidelidad, sino otra explicación que emergería más adelante, en los procesos judiciales.
Dos días después, el martes 8 de mayo, a la hora de la comida, Bianca pidió permiso a su mamá para ir por la noche a la Macroplaza, a unos 15 minutos a pie desde su domicilio, para hablar con Eduardo.
—Que él venga aquí a la casa.
Bianca argumentó que prefería verlo en otro lugar y que, dado que Irish trabajaba ahí en la Macroplaza, y su turno terminaba a las 10 de la noche, podría esperarla y regresarían juntas.
—Pídele permiso a tu papá —atajó Irish antes de salir rumbo a su trabajo.
Como todas las tardes, Bianca pasó las horas después de la escuela en su casa, inmersa en Facebook y hablando por teléfono. Chateó con amigos y amigas. A una chica en particular, Neftalí, le aseguró que no regresaría con Lalo. Que estaba “solteriiiita”. Sin embargo, a Aylin sí le dijo que esa noche lo vería, y después a Cristian, un amigo suyo de segundo de secundaria. A las ocho de la noche, como el papá no llegaba, le llamó por teléfono. Pero no mencionó al exnovio.
—Papá, ¿me das permiso de ir a la Macroplaza con Aylin y Vane? Voy a comprarle un regalo a mi mamá para el 10 de mayo.
El señor Miguel Ángel accedió. Bianca se cambió de ropa, se peinó y se arregló, y le dijo adiós a su hermanito —un pequeño de nueve años, de cara redonda— antes de cerrar la puerta tras de sí.
***
Se quedaron de ver frente a Coppel, una tienda de aparatos electrónicos, muebles y electrodomésticos localizada en la esquina de la Macroplaza, frente a la calle Bosques de Chapultepec, donde se halla el estacionamiento que a esas horas está vacío y sobre el cual altas luminarias desparraman una luz fría y fantasmal. Desde ahí se observan los baldíos que preceden la autopista México-Texcoco, el Circuito Exterior Mexiquense y el Río de los Remedios.
Eduardo llegó a las 8:30. Esperó alrededor de 15 o 20 minutos. En el lugar del encuentro no había nadie. Marcó al celular de Bianca, pero la llamada entró directamente al buzón. La esperó hasta las 9:30 de la noche, y cuando se convenció de que lo había plantado se fue.
A esa misma hora, desde una oficina administrativa en la Macroplaza, Irish le llamó a su hija —a quien creía ahí mismo en el centro comercial— para ponerse de acuerdo y regresar juntas. Pero, como le ocurrió a Eduardo, la llamada entró al buzón. Intentó cinco o seis veces más, hasta que terminó su turno de trabajo. Cerró la oficina y dio una vuelta por la Macroplaza, que a esa hora ya se hallaba casi vacía. Eran las 10:15 de la noche. Su hija no estaba. Pensó que tal vez había regresado por su cuenta. Probablemente se molestó con ella por no avisarle, por traer apagado el celular, por el último año en el que las calificaciones bajaron y porque se había vuelto respondona, rebelde.
Quizá, mientras la buscaba, Irish trató de encontrar el momento en el que las cosas se habían torcido. No fue tres años atrás, cuando la familia (ella, su esposo Miguel Ángel y sus dos hijos, Bianca y el pequeño) se mudó a Los Héroes Tecámac, para habitar un hogar propio por primera vez en la vida, lo cual coincidió con la entrada de Bianca a la secundaria. No, no fue eso: no fue el hecho de dejar las habitaciones que ocupaban en casa de la abuela paterna. Pero ciertamente vivir en Los Héroes Tecámac sí fue una inflexión de vida.
En aquel entonces Miguel pidió su crédito de Infonavit. Buscaron algo que pudieran comprar y se decidieron por una casita en la sección Bosques de Los Héroes Tecámac, un fraccionamiento de casas de interés social relativamente reciente (en aquellos años), cuya construcción estuvo a cargo de Grupo Sadasi. Las diferentes secciones de Los Héroes se fueron construyendo a lo largo de la primera década de los años 2000, durante la gestión de Arturo Montiel. Las secciones I, II, III y IV fueron las primeras en erigirse sobre lo que eran terrenos ejidales de los pobladores de Santo Tomás Chiconautla (dicen los antiguos ejidatarios que vendieron sus tierras por una bicoca), a un costado de la autopista que va a las pirámides. Luego, las secciones V y VI cubrieron los terrenos que se extendían al norte de la carretera Los Reyes-Texcoco.
Así, en muy pocos años, las tierras salitrosas de la región fueron transformadas en 2 millones 880 mil metros cuadrados de cemento. Allí se erigieron 18 mil viviendas de interés social, construidas con materiales veleidosos, muy reducidas, de unos 65 metros cuadrados cada una, y se trazaron múltiples avenidas análogas que se convierten en estrechas arterias de calles cerradas, idénticas también, que, pese a tener nombres como Bosques de México o Bosques de Polonia, lo que menos poseen son árboles y áreas verdes. Los viejos ejidos y campos de tierra salitrosa se transformaron en una ciudad dormitorio para mucha gente proveniente de los barrios bravos de la Ciudad de México (algunos hablan de muchos vecinos de la Guerrero, de Tepito, que huyeron buscando el sueño de los suburbios), de Ciudad Neza, de Chalco, del interior de la República. Muchos extraños juntos, vecinos forzados: 18 mil familias compartiendo poco menos de 3 mil metros cuadrados.
Mas, pese a la precariedad y el hacinamiento, como muchas otras familias, los Barrón Cedillo por primera vez eran dueños de su propia casa; por primera vez tenían un patrimonio que heredar a sus hijos.
Ese primer año de secundaria Bianca fue inscrita en el turno vespertino de una escuela cercana al hogar familiar, pero que tenía “mal ambiente”, según le habían comentado a Irish. A esto se sumó que en ese turno muchos jóvenes eran mayores que su hija.
Las vecinas y otras mamás le recomendaron cambiarla a la Secundaria 214, ubicada en la calle Bosques de Brasil. Decían que tenía un ambiente más tranquilo. Así que para el segundo de secundaria Bianca ingresó al turno matutino de la 214. Pero a los pocos días de este cambio Bianca escribió en su muro de Facebook:
En La 214 No Se Besa Se Caldea
En La 214 No Tienes Amigos Tienes Hermanos
En La 214 No Se Pelean Se Rompen La Madre
En La 214 No Se Piden Favores Se Hacen Paros
En La 214 No Se Molesta Se Friega
Si eres de la 214 una de las secundarias mas fregonas de la zona pega esto en tu muro o pasalo a los fregones de esta secundaria.
***
Bianca definitivamente no se hallaba en la Macroplaza. Irish regresó a casa, pero ahí tampoco se encontraba su hija. Fue a esperarla a la esquina de la cerrada. Nunca llegó.
Bianca había desaparecido.
Esa noche, Irish y Miguel Ángel acudieron a casa de Ana, una de las mejores amigas de su hija, para preguntarle por Bianca, pero ella negó saber dónde estaba. Llamaron a Eduardo, quien explicó que Bianca no se presentó a la cita. Llamaron a sus amigas e incluso fueron a casa de algunas de ellas. A la medianoche empezaron a buscarla a pie en los terrenos baldíos, en los callejones. Preguntaron en el módulo de vigilancia, a agentes a bordo de patrullas, en la estación de bomberos. A las cuatro de la mañana ya no quedaban lugares que recorrer. Regresaron a casa, se acostaron y no pegaron ojo hasta las seis, cuando se prepararon para salir de nuevo.
A las 6:30 de la mañana del 9 de mayo de 2012 Irish se apostó en el zaguán color ladrillo de la secundaria, con la esperanza de verla ahí o de que alguno de sus compañeros supiera algo. Pronto la amplia banqueta se atiborró de estudiantes con el suéter azul acero del uniforme. Entre ellos reconoció a una de las mejores amigas de su hija, Aylin, quien refirió que tampoco sabía dónde se hallaba Bianca; después entró a la escuela y, mientras caminaba rumbo a su salón, comenzó a llorar. Probablemente tuvo la certeza de que algo le había pasado a una de sus mejores amigas; quizá intuyó que si Bianca se hubiera ido por cuenta propia, le habría dicho, ya que se contaban todo. Cuando llegó a la clase, tenía la cara empapada de lágrimas y no podía calmarse. Ahí, Francisco Matadamas, su novio, y quien no se detuvo al ver a Irish a la entrada de la escuela, se acercó para preguntarle lo que pasaba. Pero ella no pudo responderle. Se refugió en sus amigas. Conforme el salón se iba llenando de estudiantes, comenzó a correr un rumor que nadie supo de dónde vino: Bianca estaba muerta.
Por la tarde, los padres de Bianca decidieron levantar una denuncia en la agencia del Ministerio Público de Tecámac, sobre la calle Mexiquense, ubicada justo a un lado de las bodegas Coppel, con vista a los baldíos del Río de los Remedios. Les preguntaron qué ropa llevaba puesta Bianca la última vez que salió de casa. Ninguno de los dos sabía. El último en verla había sido su hermanito y él sólo estaba seguro de que vestía un pantalón de mezclilla negro, pero no podía recordar qué playera traía. Irish rebuscó en el clóset para ver qué faltaba. ¿Una blusa blanca? Revisaron el Facebook de Bianca. La tarde del 8 de mayo había subido una selfie: llevaba una playera blanca con franjas.
Los ministeriales abrieron la carpeta de investigación 312150360033012, en la que quedó consignada la siguiente información:
Nombre: Bianca Edith Barrón Cedillo
Edad: 14 años
Señas particulares: una cicatriz en el brazo izquierdo, de vacuna.
Las autoridades levantaron la denuncia, pero desdeñaron el caso: “Uy, señora, déjela, a lo mejor luego regresa”.
Ese contacto con el ministerio público fue la entrada al laberinto infernal de dependencias policiacas mexicanas. Las investigaciones de la policía se parecen mucho a los oscuros procesos descritos por Kafka. Es prácticamente imposible registrar el número de agentes, comandantes, oficinas, fiscalías, policías de a pie y de investigación, oficinas estatales y federales que la familia conocerá. Es una burocracia policial de la más alta ineficacia e inoperancia. Cada cierto tiempo los agentes a cargo son rotados, o llega una nueva administración que orilla a comenzar todo de nuevo. Pero en ese momento, los padres de Bianca no lo sabían.
Al salir de la agencia del Ministerio Público, repitieron la fórmula de la noche anterior: buscar por las calles hasta muy tarde. Después, exhaustos como nunca, regresaron a casa, durmieron poco y con sueños confusos. A la mañana siguiente, el 10 de mayo, Día de las Madres, Irish recibió un mensaje de texto desde el celular de Bianca: Estoy bien.
Lydiette Carrión. Es periodista independiente. Se licenció en Ciencias de la Comunicación por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y es egresada de la Escuela de Escritores de la Sogem, donde impartió clases de periodismo narrativo durante 5 años. A su vez, ha dado talleres sobre periodismo y género para periodistas en diversas ocasiones. Es coautora de los libros Los gobernantes (2018), Todas (2017), A mí no me va a pasar (2015), Entre las cenizas (2012), Tú y yo coincidimos en la noche terrible (2012), y 72 migrantes (2011) entre otros.
PRÓLOGO, de Blanche Petrich
Niñas que dibujan estrellitas en sus cuadernos, muchachitas que postean sus selfies en Facebook, con sus uniformes de secundaria. Chavitas que sufren con los exámenes extraordinarios y pasan horas al teléfono con las amigas, entre risitas y cotilleos; que aprenden de sus madres los quehaceres domésticos porque en su mundo a las mujeres eso es lo que les toca; que no conocen otro transporte que el público, que empiezan a saber de novios y de escapadas, que transitan la ruda vía entre la niñez y la vida adulta en las calles planas y polvorientas de Tecámac, Chiconautla, Ecatepec.
Adolescentes que no deberían tener nada que ver con muestras genéticas y cotejos de ADN, fosas comunes, Ministerios Públicos, morgues, exhumaciones y autopsias; a quienes deberían examinarlas ginecólogos y no médicos forenses; chicas cuyos nombres no deberían estar nunca relacionados con los dragados en el río de los Remedios para rescatar restos humanos, con hallazgos de costales con pedazos de cuerpos humanos entre los montones de basura a un costado de las vías del tren.
Éste es apenas un rincón de la anomalía de México, un país roto, con más de 30 mil desaparecidos en su geografía. Un close up a un detalle del enorme mapa de la era de la criminalidad.
Lydiette Carrión, como joven reportera, cubría hace años casos relacionados con la desaparición forzada en México y empezaba ya a sentirse cómoda con la crónica, el género periodístico que permite explorar los mundos emocionales, los colores del paisaje y los matices del lenguaje con mayor libertad, además de contener la solidez del dato duro de la nota informativa. Y se topó con los feminicidios en el Estado de México. Reaccionó como lo hacen los periodistas de buena madera: se clavó en esas historias. Les dedicó su tiempo, su profesionalismo. Cubrió con perseverancia estas tragedias una tras otra, un drama parecido a muchos; el testimonio y las lágrimas de una madre o un padre repetidos como eco muchas veces más.
Fue su tema durante seis años. Llenó libreta tras libreta con datos, declaraciones, impresiones, nombres, pistas, contactos, números y detalles de averiguaciones previas. Leyó interminables expedientes judiciales, farragosos, confusos, y de ahí exprimió datos valiosos. Se internó muchas veces en los pasillos de los ministerios públicos, con ese olor característico a papel viejo, con el ir y venir de policías y burócratas que rara vez encuentran lo que deberían. Se familiarizó con el trazo de esos suburbios, urbanizaciones salvajes y callejones sórdidos. Cargó su memoria personal con escenas imborrables que representan esa violencia incomprensible: la destrucción en serie de jovencitas. Llenó su corazón con esos pesares. Hasta que la información acumulada y la urgencia de ampliar y profundizar estos relatos, para encontrarles sentido, rebasaron los límites de las páginas del diario, la revista, la nota o la crónica. Todo aquello que debía saberse y contarse se iba quedando en el tintero. Se rehusó a dejar esas historias en el silencio de su cajón.
Entonces se lanzó al camino que han recorrido muchos informadores de su generación, la aventura de un libro periodístico. En formato gran reportaje, Lydiette coloca las historias de las niñas desaparecidas y asesinadas, las voces de sus padres convertidos en incansables rastreadores de pistas y los pedazos deshilvanados y torpes de las investigaciones judiciales en un gran tapiz, con un trazo amplio que permite ver con perspectiva no sólo los árboles sino el bosque. Sólo así cobra forma la verdadera dimensión del feminicidio.
Lo que sale a la luz son las miserias de un aparato judicial plagado de policías que de día patrullan y de noche delinquen, de Ministerios Públicos que dormitan sobre los expedientes, de fiscales que siguen la máxima regla del menor esfuerzo y se detienen ahí donde creen que pueden “pisar callos”, ya sea por conveniencia política o por complicidades inconfesables. Es el fracaso de las instituciones responsables de proteger a la población, a las niñas, a sus familias y de hacerles justicia.
¿Cómo se investigan los feminicidios en México? Aquí encontramos una aportación: de los casos que la autora investigó, en los expedientes judiciales se repiten vicios e irregularidades. Policías, investigadores y agentes del mp primero hacen recaer en las víctimas el peso de la sospecha. Luego buscan criminalizarlas, revictimizarlas.
Las averiguaciones previas avanzan entre errores, confusión, negligencia. Siempre son los padres los que llevan la delantera, quienes trasladan al escritorio del MP los indicios, las pruebas, los cabos sueltos de una madeja que las autoridades se resisten a desenredar.
Errores grotescos: falta de profesionalismo, torpezas inexplicables de peritos e investigadores: calculan mal la edad de un cuerpo de mujer, y entonces, de un escritorio a otro, de una oficina a otra, fallan las conexiones indispensables para identificarlas. Extravían pruebas y muestras genéticas. Liberan sospechosos sin agotar las líneas de investigación y omiten otras básicas, como el seguimiento a celulares y redes sociales de las jóvenes. Se traspapelan partes de un expediente… Así, si se encuentra algún cuerpo, sólo se sepulta como desconocido, registrado con datos incompletos. Pueden pasar meses, años de agonía para la familia antes de que se identifique a la víctima. Evitan llamar e interrogar a testigos que pueden conducirlos a la trama criminal que comete los asesinatos seriales.
En ocasiones es una pereza imperdonable la que hace fracasar una investigación, como el caso de Luz del Carmen —13 años, vida en la pobreza—. Su cuerpo fue encontrado en una bolsa, a orillas de las vías del tren. Le habían mutilado las piernas. No las buscaron “porque había mucha basura en el lugar”. Hacer justicia era lo que estaba en juego.
Rita Laura Segato, la paradigmática antropóloga y feminista argentina, marcó una nueva pauta para entender la noción del feminicidio a partir de su exhaustivo trabajo en Ciudad Juárez, Chihuahua. Recuerda que de manera convencional estos crímenes se definían como crímenes de odio, por racismo u homofobia. Pero su conocimiento de los casos de mujeres víctimas de desaparición forzada en la frontera norte de México, marcadas por extrema violencia —sevicia— lleva a Segato a proponer ver el feminicidio como un crimen donde la víctima es apenas el desecho de un proceso de reafirmación de pertenencia de los victimarios, siempre hombres, a un grupo delincuencial; un patrón donde estos crímenes son el precio a pagar de los aspirantes o reclutas para ser admitidos y sellar un pacto de complicidad y silencio de una cofradía mafiosa.
Citada por Marta Llamas, también notable antropóloga y feminista mexicana, Segato llama a estos asesinatos “crímenes de corporación” o de “segundo Estado”, definiendo por corporación “al grupo o red que administra los recursos, derechos y deberes propios de un Estado paralelo, establecido firmemente en la región. O sea, la mafia de los poderes fácticos, como los cárteles del narco”.
Encuentro que en esta lectura de Segato los hallazgos y la narración de la periodista encajan perfectamente.Ése es el aporte de Lydiette. Y de las madres de las muchachitas a las que ella entrevista, que son quienes de verdad y a contracorriente de la burocracia de las fiscalías logran revelar la mecánica de operación de las bandas criminales y sus motivaciones.
Pero una vez presos los presuntos asesinos seriales, en la zona siguen desapareciendo niñas y jovencitas. Y vuelta a empezar, porque quienes deben procurar justicia no quieren pisar callos, no quieren atentar contra el pacto de silencio de esas “cofradías mafiosas” porque, al final de la historia, pueden encontrarse con algún vínculo oscuro entre ese poder fáctico y el otro, el político.
Hay que armarse de valor para leer La fosa de agua. La reportera prescinde de todo dramatismo para narrar lo inenarrable. Pero describe lo necesario. No elude los detalles del horror, las descripciones de los rostros juveniles destrozados, los restos en descomposición, las huellas de semen o huellas rastreables borradas con trapos empapados de algún abrasivo en la vagina y boca de las víctimas o ese rasgo singular de una muchachita que tenía una dentadura con los colmillos encimados, que es lo que, meses después, le permite a su madre identificarla, con solo un cráneo rescatado del fondo del canal de desagüe.
Tiene sentido internarse en oscuridad de esas descripciones como lo hace la periodista porque sólo entrando al túnel se puede salir a la otra orilla. Sólo acompañando a Irish a lo largo de su pesadilla, de principio a fin, el lector también puede cerrar el duelo frente a una sepultura, donde podrá recordar la sonrisa con hoyuelos de su hija Bianca, la que dibujaba estrellitas en todos sus cuadernos y enviaba mensajes de celular multiplicando infantilmente las vocales.
–Blanche Petrich.