Violeta Vázquez-Rojas Maldonado
09/09/2024 - 12:04 am
“¡Presidente! ¡Presidente!”
“Esa palabra, así en duplicado, con esa cadencia, se gritó por primera vez con miles de nudos en la garganta, pero también con firmeza y con determinación para defender la voluntad democrática. Otra vez estábamos siendo robados -de eso ya no había duda- pero otra vez la desgracia nos agarraba acompañados”.
Esa congregación espontánea en el zócalo no fue como ninguna que hubiera sucedido antes o ninguna que haya sucedido después. Para empezar, no estaba planeada. O tal vez sí, pero no de ese modo, y ciertamente no para eso. Fue una reunión lóbrega, al amparo -o al desamparo- de un cielo gris que no se sabía si estaba amenazando con caernos encima o si se había ensombrecido para concordar con nuestro ánimo, para darnos la razón.
Interrumpido de vez en cuando por algún trueno, dominaba la plaza el abrumador silencio de una masa incrédula: nadie sabía cómo reaccionar porque no sabíamos a ciencia cierta lo que estaba pasando. Recuerdo las caras, los paraguas, la proverbial numerosidad -ese Pueblo de México que llena plazas y que al mismo tiempo ruge o calla, como un solo animal multitudinario- y las primeras palabras con las que me expliqué, para mis pensamientos, la escena: a este pueblo le acaban de robar -otra vez- una elección.
Les ruego a los lectores que estuvieron ahí que tengan benevolencia si guardamos en la memoria cosas distintas. Han pasado dieciocho años y la historia que ha venido con ellos ha sido abundante y vertiginosa. Pero, a pesar de mi mala habilidad para recordar, todavía evoco algunos detalles con pureza, y los cuento aquí por si alguien entre sus recuerdos también los reconoce.
Era el tiempo en el que no había redes sociales como las conocemos ahora, ni teléfonos de brillantes pantallas a colores. La comunicación masiva -es un decir- que permitía el Internet era, si acaso, mediante blogs y foros de discusión que se albergaban en la página de alguna estación de radio. El resto de la comunicación, la más efectiva, era, como siempre, de persona en persona, y por eso eran útiles en aquellos tiempos cosas como ponernos el distintivo que identificaba a quienes estábamos en contra del desafuero: un listoncito tricolor que nos prendíamos de la ropa con un seguro, y despertaba la inmediata simpatía de quienes estaban con nosotros y el repudio automático de quienes estaban en contra de nosotros.
En alguna de esas pláticas de persona a persona conocí a Pablo, un actor de doblaje que se acababa de mudar al conjunto de departamentos de Coyoacán donde yo vivía. Aunque puedo recordar con detalle su cara, sus ojos negros, las patas de gallo muy marcadas, no tanto por la edad, sino por su costumbre de sonreír, no recuerdo su apellido. Al poco tiempo de mudarse, Pablo se convirtió en el vecino que cualquiera querría tener: simpático, solidario y, por si fuera poco, honesto y abierto con sus afinidades políticas.
La noche de la elección cenamos alguna cosa y nos despedimos para irnos a dormir. La verdad es que nadie durmió. Millones de mexicanos la pasamos, en lugar de eso, pegados a una computadora, viendo avanzar la página del PREP. Era la primera vez en la historia en que podíamos seguir los resultados del conteo electoral en tiempo casi real. En esas horas todavía creíamos que este país había dejado muy atrás el México de 1988, y aunque nos acompañaban en todo momento los fantasmas de fraudes pasados, creíamos o queríamos creer que después de la llamada transición del 2000, un fraude electoral era una maquinaria imposible de echar a andar. Creíamos. O queríamos creer.
Estando la noche muy entrada, el PREP dejó de avanzar, y me venció el sueño. Esta es una narración que he escuchado de muchas voces, al grado que ya no sé si es un recuerdo propio o un recuerdo colectivo. En algún momento de la madrugada regresamos a esa pantalla de nuestras obsesiones, y en lugar de despertar, sentimos como si siguiéramos dormidos en un mal sueño: las gráficas que registraban los votos de Andrés Manuel López Obrador y de Felipe Calderón Hinojosa se habían cruzado. Ahora el panista llevaba inexplicablemente la delantera. Era demasiado temprano para hacer llamadas o mandar mensajes, así que el desconcierto se siguió asentando.
Al día siguiente tocaron a mi puerta. Era Pablo, desencajado. No me dijo más que esto: “Vámonos al Zócalo”. Tomé una chamarra, mis llaves, y nos fuimos. No recuerdo si hablamos en el camino ni de qué hablamos, si es que lo hicimos. Recuerdo llegar a la plancha, bajo ese cielo plomizo como el ánimo de la concurrencia. La gente pensativa, anormalmente callada, como si no quisieran oir en voz de otros la confirmación de sus temores: a este pueblo le estaban robando una elección.
Se nos mojaban los ojos. Se nos volvían a secar con la esperanza de que el fraude era imposible y que íbamos a despertar de esa pesadilla. Entonces apareció en el templete Andrés Manuel López Obrador.
La gente coreó en una sola palabra un reclamo y un reconocimiento: “¡Pre-si-dente! ¡Pre-si-dente!”.
Esa palabra, así en duplicado, con esa cadencia, se gritó por primera vez con miles de nudos en la garganta, pero también con firmeza y con determinación para defender la voluntad democrática. Otra vez estábamos siendo robados -de eso ya no había duda- pero otra vez la desgracia nos agarraba acompañados.
Después de que López Obrador tomó el micrófono empezó a viajar desde un extremo del Zócalo otro grito, al principio incomprensible. Viajaba en olas y se iba entendiendo mejor a medida que se acercaba. Sólo hasta que llegó a la boca de mi compañero Pablo, que lo coreaba con el puño en alto, entendí lo que decía: “Voto por voto / Casilla por casilla”.
Las dos consignas, como las recuerdo surgir en esa tarde del 3 de julio de 2006, han marcado la historia del movimiento obradorista. Una de ellas fue el grito de guerra de las marchas contra el fraude electoral, coreada tantas veces por cientos de miles de almas a lo largo del Paseo de la Reforma. Hasta la fecha resume el derecho a la certeza en los resultados electorales, y para el obradorismo está y debe estar siempre entre las más altas de sus banderas.
La consigna de “¡Presidente!” también sigue viva. Ahora se le oye a la menor provocación, en plazas, estadios y hasta aeropuertos. Se le dice a Claudia Sheinbaum, por primera vez en femenino, en todas sus apariciones públicas. En la campaña más reciente, incluso, se la llegaron a gritar sus correligionarios -cosa irónica- a Xóchitl Gálvez. Quizás es de esas frases que, de mucho repetirse, irán gastando su significado.
Pero eso no borra de nuestras memorias el origen de la consigna, nacida del desconcierto y la rabia, de la voz quebrada de un pueblo entero, indignado pero jamás resignado, que con esa palabra reconocía y describía al hombre que tenía enfrente y que encarnaba su voluntad legítima, a pesar de los poderes en su contra, y al que doce años después, como su más preciada promesa, llevó al Gobierno: ese mismo hombre del que en unos días, coreando esa misma consigna, se va a despedir, contento y agradecido, pero siempre empeñado en continuar.
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